viernes, 14 de febrero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 87 - FINAL

La Agencia de Trabajadores para la Industria estaba emplazada justo al lado del aserradero. Los vagabundos estaban mejor vestidos, eran más jóvenes, pero igualmente desclasados. Se sentaban por ahí en los bordes de las ventanas, encogidos, calentándose con el sol y bebiendo el café gratis que la Agencia ofrecía. No tenía leche ni azúcar, pero era gratuito. No había valla de alambre que nos separara de los empleados. Los teléfonos sonaban más a menudo y los empleados estaban mucho más relajados que en el mercado de las granjas.
Me acerqué al mostrador y me dieron una tarjeta y una pluma atada con una cadenita.
—Rellénela —me dijo el encargado, un joven mexicano de agradable apariencia, que
trataba de ocultar su cálida naturaleza bajo una frialdad profesional.
Empecé a rellenar la tarjeta. En el apartamento de mi dirección y número de teléfono
escribí: «No tengo.» Luego en el apartado de estudios y habilidades profesionales escribí:

«Dos años en el City College de L.A. Periodismo y artesanía.»
Entonces le dije al empleado. —He estropeado esta tarjeta. ¿Me puede dar otra?
Me dio otra. Escribí entonces: «Graduado en la Es-
cuela Superior de Los Angeles. Encargado de envíos, empleado de almacén, mozo de

carga. Algo de mecanografía.»
Le entregué la tarjeta.
—De acuerdo —dijo el empleado—, siéntese y veremos si aparece algún trabajo.

Encontré un hueco en el borde de una ventana y me senté. Un negro viejo estaba sentado a mi lado. Su rostro era interesante; no tenía el usual aire de resignación de la mayoría de nosotros. Parecía como si estuviese tratando de no reírse de sí mismo y de todos los demás.
Se dio cuenta de que le miraba. Me sonrió.

—El tío que lleva esto es un tío con cojones. Le echaron del trabajo en granjas, se cabreó, vino aquí y comenzó todo esto. Se ha especializado en el trabajo a destajo. Si alguien, por ejemplo, quiere tener un camión descargado rápido y barato, llama aquí.
—Sí, ya he oído.
—Si un tío necesita tener un camión descargado en poco rato y a poco precio, llama
aquí. El tío que lleva esto se lleva el 50 por ciento. Nosotros no nos quejamos. Cogemos lo

que él nos consiga.
—Por mí está bien. Mierda.
—Pareces un poco amuermado. ¿Te encuentras bien?
—Perdí a una mujer.
—Tendrás otras y las volverás a perder.
—¿Adonde se van?
—Prueba un poco de esto.
Era una botella metida en una bolsa. Me tomé un trago. Era oporto.
—Gracias.
—No hay mujeres por los alrededores del aserradero.

Me volvió a pasar la botella.
—No dejes que nos vea bebiendo. Es una de las cosas que no soporta
Mientras estábamos allí sentados bebiendo, llamaron a varios hombres y se marcharon
a trabajar. Eso nos animó. Por lo menos había un poco de acción.

Mi amigo negro y yo aguardamos, pasándonos la botella el uno al otro.
Pronto se vació.
—¿Dónde está la tienda de licores más cercana? —pregunté.

Apunté la dirección y salí. Por alguna razón siempre hacía calor durante el día en las proximidades del aserradero de Los Angeles. Veías a viejos vagabundos paseando por ahí con pesados abrigos en mitad de la calorina. Pero cuando llegaba la noche y el albergue de la

misión estaba repleto, aquellos abrigos eran su mejor garantía de supervivencia.
Cuando volví de la tienda de licores mi amigo seguía todavía allí.
Me senté y abrí la botella, le pasé la bolsa.
—Mantenla baja —me dijo.
Se estaba bien allí, bebiendo vino sin preocupaciones.
Unos cuantos mosquitos comenzaron a revolotear a nuestro alrededor.
—Mosquitos del vino —dijo él.
—Los hijos de puta son unos adictos.
—Saben lo que es bueno.
—Beben para olvidar a sus mujeres.
—Solamente beben.

Di un manotazo en el aire y atrapé a uno de los mosquitos vinateros. Cuando abrí la mano todo lo que pude ver en mi palma fue una diminuta mancha negra y la extraña intuición de un par de alitas. Kaputt.
—¡Ahí viene!
Era el agradable joven que dirigía el lugar. Se plantó delante nuestro.
—¡Muy bien! ¡Vayanse de aquí! ¡Salgan cagando leches de aquí, jodidos borrachos!
¡Váyanse volando antes de que llame a la policía!

Nos llevó hasta la puerta, empujándonos y maldiciendo. Me sentí culpable, pero no me enfadé. A pesar de que nos iba dando empellones yo sabía que en realidad no estaba molesto con nosotros, era un chico agradable. Llevaba un grueso anillo en su mano derecha.

No íbamos lo bastante deprisa y recibí de lleno el anillo en el ojo izquierdo; sentí cómo la sangre me empezaba a caer y luego noté cómo se hinchaba. Mi amigo y yo nos vimos de patas en la calle.
Nos alejamos caminando. Encontramos un portal y nos sentamos en el escalón. Le

pasé la botella. Le pegó un trago.
—Buen vino.
Me pasó la botella. Pegué un trago.
—Sí, buen vino.
—El sol ya está alto.
—Sí, el sol está bien alto.
Nos sentamos en silencio, pasándonos la botella el uno al otro.
Se acabó la botella.
—Bueno —dijo él—, me tengo que ir.
—Hasta la vista.
Se alejó. Yo me levanté y me fui en dirección opuesta, di la vuelta a la esquina y subí
por Main Street. Seguí caminando hasta que llegué al Roxy.
Había fotos de las bailarinas colocadas con chinche-tas detrás de un cristal junto a la
puerta. Entré y compré un ticket. La chica de la taquilla tenía mucha mejor pinta que las de las fotos. Ahora sólo me quedaban 38 centavos. Me introduje en el oscuro teatrillo de ocho
filas. Las tres primeras filas estaban llenas.

Tuve suerte. La película había terminado y la primera bailarina acababa de empezar el strip-tease. La primera solía ser habitualmente la peor, una veterana venida a menos, relegada ahora a menear la pierna en el coro la mayoría de las veces. Aquí teníamos a Darlene como apertura. Probablemente alguna otra había sido asesinada o tenía la regla o había tenido un ataque de histeria y esta
había sido la oportunidad para Darlene de volver a bailar sola.

Pero Darlene era una tipa legal. Flaca, pero con buenas tetas, un cuerpo como un sauce. Y al final de aquella esbelta espalda, de aquel cuerpo como un junco, había un enorme trasero. Era como un milagro —suficiente para volver loco a un hombre.

Darlene iba vestida con un largo traje de terciopelo negro, con la falda cortada muy alta, sus muslos y panto-rrillas eran de un blanco mortecino en contraste con el negro del vestido. Bailaba y nos miraba a través de unos ojos espesamente pintados. Esta era su oportunidad. Quería volver, ser otra vez una bailarina cotizada. Yo estaba de su parte. Mientras se bajaba las cremalleras más y más partes de su cuerpo iban quedando al descubierto, deslizándose fuera del terciopelo negro, las piernas y la pálida carne. Pronto su atuendo quedó reducido al sujetador rosado y a la mínima braguita enjoyada —con los dia- mantes de baratija agitándose y destelleando mientras bailaba.

Darlene siguió bailando y se agarró a la cortina del escenario. La cortina estaba raída y mugrienta. La abrazó, bailando al ritmo de los cuatro tíos de la banda y la luz intermitente de los focos.

Empezó a follarse la cortina. La banda aceleró su ritmo. Darlene se estaba cepillando realmente la cortina; la banda le daba más marcha y ella seguía la marcha. La luz rosada cambió repentinamente a púrpura. La banda se puso de pie, tocó con todas sus ganas. Ella pareció llegar al climax. Su cabeza cayó hacia atrás, su boca se abrió...

Entonces se incorporó y volvió bailando hasta el cen-1ro del escenario. Desde donde yo estaba pude oírla cantar para sí misma por debajo de la música. Cogió un tirante de su sostén y se lo quitó con un veloz movimiento, un tío de la tercera fila encendió un cigarrillo. Sólo quedaba la braguita enjoyada. Se metió el dedo en el ombligo y gimió.

Siguió bailando en el centro del escenario. La banda tocaba ahora muy suavemente. Comenzó a menearse con dulzura. Se nos estaba follando a todos. La reluciente braguita se balanceaba lentamente. Entonces los cuatro tíos de la banda comenzaron a arremeter de nuevo con un crescendo progresivo. Estaba apoyando la culminación del acto; el batería estaba sacudiendo un repiqueteo de tambores como el fuego de una ametralladora; parecían agotados, desesperados.

Darlene se acarició las tetas, enseñándonoslas; sus ojos luminosos relucían con la plenitud del sueño, sus labios estaban húmedos y abiertos. Entonces se giró rápidamente y agitó su espléndido trasero delante nuestro. Los adornos saltaban y flasheaban entre destellos, enloquecían, centelleaban. Los focos temblaban intermitentes en el paroxismo, danzando como astros desorbitados. La banda tocaba una música frenética, desenfrenada. Darlene vibraba como una poseída. Se quitó la braguita enjoyada. Yo miré, todos miraron. Pudimos ver los pelos de su coño a través de la braga de malla color carne. La banda la estaba sacudiendo de verdad, sus nalgas pare-cían e! corazón vivo del mundo.
Y a mí no se me pudo poner dura.

" FINAL "

lunes, 10 de febrero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 86

El mercado de trabajo en granjas estaba entre la Quinta y la calle San Pedro. Tenías que presentarte allí a las 5 de la mañana. Aún era de noche cuando llegué. Los hombres estaban ahí quietos, sentados o de pie, liando cigarrillos, hablaban poco. Todos aquellos "lugares tenían siempre el mismo olor —olor a sudor rancio, orina y vino barato.

El día anterior había ayudado a Jan a mudarse a casa de un tío gordo, funcionario de hacienda, que vivía en Kingsley Drive. Me quedé en el vestíbulo fuera de su vista y observé cómo el tío la besaba; luego entraron juntos en el apartamento y la puerta se cerró. Salí y bajé caminando por la calle solo, fijándome por primera vez en la cantidad de pedazos de papel volatineros y la basura acumulada cubriendo las aceras. Nos habían echado del apartamento. Tenía 2 dólares y ocho centavos. Jan me prometió que esperaría hasta que mi suerte cambiara, pero me resultó difícil creérmelo. El funcionario de hacienda se llamaba Jim Bemis, tenía una oficina en Alva-rado Street y mucha pasta.
—Le odio cuando me folla —me había dicho Jan. Ahora probablemente le estaba
diciendo lo mismo acerca de mí.

Las naranjas y los tomates estaban apilados en cestas y aparentemente eran gratuitos. Cogí una naranja, mordí la piel y chupé el zumo. Había agotado mi seguro de desempleo después de que me echaran del hotel Sans.

Un tío de unos cuarenta años se me acercó. Su cabello parecía muerto, de hecho no parecía un cabello humano, sino más bien cordones de hilo. La potente luz que venía del techo le daba un aspecto cadavérico. Tenía lunares marrones en la cara, la mayoría

acumulados alrededor de su boca. De cada uno surgían dos o tres pelos negros.
—¿Qué tal? —me dijo.
—Bien.
—¿Te gustaría que te la chupase?
—No, creo que no.
—Estoy caliente, tío, estoy excitado. Lo hago muy bien, de verdad.
—Mira, lo siento, no me va.

Se alejó cabreado. Miré a mi alrededor en la gran nave. Había unos cincuenta hombres esperando. Había también diez o doce contratistas sentados en sus escritorios o paseando por ahí. Fumaban cigarrillos y parecían más preocupados que los vagabundos. Los contraristas estaban separados de nosotros por una pesada verja de alambre, del suelo al techo. Alguien la había pintado de amarillo. De un amarillo muy Cuando un contratista quería hacer una transacción con un vagabundo, quitaba el cerrojo y abría una ventanilla de cristal que había en la verja. Cuando finalizaba el papeleo, el contratista corría la ventanilla y le echaba el cerrojo, y cada vez que esto ocurría, la esperanza parecía desvanecerse. Todos nos incorporábamos cuando se descorría la ventanilla, cada oportunidad era nuestra oportunidad, pero cuando se cerraba, la esperanza se evaporaba. Entonces nos mirábamos unos a otros.

A lo largo de la pared trasera, detrás de la valla amarilla y de los contratistas, estaban seis pizarras. Había tiza blanca y borradores, igual que en la escuela primaria. Cinco de las pizarras estaban limpias, aunque todavía se podían percibir vestigios fantasmales de anteriores mensajes, de trabajos ya concretados y perdidos para siempre en lo que a nosotros concernía.
Había un mensaje en la sexta pizarra:
SE NECESITAN RECOLECTORES DE TOMATES EN BASKERFIELD

Yo creía que las máquinas cosechadoras habían acabado para siempre con los recogedores de tomates. Pero no era así. Al parecer el material humano era más barato que las máquinas. Y las máquinas se averiaban. Ajá.

Me fijé en las personas que aguardaban —no había orientales, ni judíos, ni apenas negros. La mayoría de estos parias eran blancos pobres o chícanos. Los dos o tres negros que había estaban ya borrachos de vino.

Entonces uno de los contratistas se levantó. Era un hombre de gran envergadura con barriga de bebedor de cerveza. Lo primero que veías era su camisota amarilla con rayas negras verticales. La camisa estaba superalmi-donada y llevaba brazaletes para mantener subidas las mangas, igual que los fotógrafos del siglo pasado. Se acercó y descorrió la ventanilla de cristal de la verja amarilla.
—¡Muy bien! ¡Hay un camión en la parte trasera que va para Baskerfield!
Corrió la ventanilla y echó el cerrojo, luego volvió a sentarse en su escritorio y
encendió un cigarrillo.

Durante un momento nadie se movió. Entonces uno por uno aquellos que estaban sentados en los bancos comenzaron a levantarse y a estirarse. Sus rostros permanecían inexpresivos. Los hombres que habían estado arrojando los restos de sus cigarrillos al suelo y apagándolos con las plantas de los pies empezaron a circular cuidadosamente. Un lento éxodo general comenzó; todo el mundo se dirigió hacia una puerta lateral que daba a un patio vallado.
El sol estaba saliendo. Nos miramos los unos a los otros, de verdad, por vez primera.
Algunos sonrieron al reconocer alguna cara familiar.

Nos pusimos en fila, dirigiéndonos a empujones hacia la parte trasera del camión, a la luz del alba. Era la hora de moverse. Estábamos subiendo a un camión del ejército veterano de la segunda guerra mundial con un techo de lona agujereada. Nos fuimos acercando, empujándonos con rudeza, pero al mismo tiempo tratando de mostrarnos un poco educados. Entonces sentí que alguien me tiraba de los hombros. Retrocedí.
La capacidad del camión era admirable. El enorme capataz mexicano permanecía

subido a la caja del camión metiendo a la gente para adentro.
—Bueno, bueno, venga, venga...
La gente iba entrando con lentitud, como si se introdujese en la boca de la ballena.

Los pude ver apelotonados dentro del camión y me fijé en sus rostros; estaban charlando con calma y sonriendo. Me repelían y al mismo tiempo me sentía muy solo. Entonces decidí que podía cosechar tomates, decidí meterme. Alguien me embistió desde atrás. Era una gorda mexicana que parecía muy sofocada. La cogí de las caderas y la ayudé a subir. Era muy pesada y difícil de manejar. Finalmente hice firme en algo; parecía que una de mis manos se había sumergido en lo más recóndito de su obeso culo. Conseguí hacerla indiferente.
subir. Entonces busqué un apoyo con mi mano y me dispuse a subir. Era el último. El capataz
mexicano me puso el pie en la mano.
—No —me dijo—, ya tenemos suficientes.
El motor del camión se puso en marcha, renqueó, se caló. El conductor volvió a
intentarlo. Arrancó y se fueron.

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jueves, 6 de febrero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 85

Los domingos eran cojonudos porque estaba solo, y no tardé en llevarme una botellita de whisky al trabajo. Uno de estos domingos, después de una noche de borrachera brutal, la botellita mañanera me dio la puntilla; perdí la noción de todo. Aquella noche, al llegar a casa, tenía la vaga impresión de haber tenido una actividad algo inusual. Se lo dije a Jan a la mañana siguiente, antes de irme al trabajo.
—Creo que ayer jodí la marrana. Pero a lo mejor son todo figuraciones mías.
Entré y fui a fichar en el reloj. Mi ficha no estaba en el panel. Me di la vuelta y fui a ver

a la vieja que llevaba la oficina de personal. Cuando me vio pareció ponerse nerviosa.
—Señora Farrington, ha desaparecido mi ficha del reloj.
—Henry, yo siempre creí que eras un chico decente.
-¿Sí?
—¿Es que ya no te acuerdas de lo que hiciste? —me preguntó, mirando nerviosamente
a su alrededor.
—No, señora.
—Estabas borracho. Encerraste al señor Pelvington en el retrete de caballeros y no le

dejabas salir. Le tuviste encerrado durante media hora.
—¿Qué le hice?
—No querías dejarle salir.
—¿Quién es?
—El gerente de este hotel.
—¿Y qué más hice?

—Estuviste sermoneándole sobre cómo dirigir este hotel. El señor Pelvington ha estado en el negocio de hostelería durante treinta años. Le dijiste que las prostitutas debían ser hospedadas sólo en el primer piso y que debían someterse a exámenes médicos periódicos. No hay prostitutas en este hotel, Chinaski.

—Oh, ya lo sé, señora Pelvington.
—Farrington.
—Señora Farrington.

—También le dijiste al señor Pelvington que sólo hacían falta dos hombres para descargar los camiones en vez de diez, y que cesarían las sustracciones si a cada empleado se le diera una langosta viva para llevar a casa cada noche, en una jaula especialmente construida que pudiera llevarse en autobuses y tranvías.
—Tiene usted un gran sentido del humor, señora Farrington.

—El guardia de seguridad no consiguió que soltaras al señor Pelvington. Le rompiste la gabardina, estabas frenético. Fue sólo después de que llamáramos a la policía cuando le dejaste libre.
—¿Debo presumir que estoy despedido?
— Presumes correctamente, Chinaski.
Salí por detrás de una pila de cestas de langostas. Cuando la señora Farrington dejó de mirarme, torcí hacia la cafetería de personal. Todavía tenía mi tarjeta de ali-

mentación. Podía tomarme un último almuerzo de categoría. La comida era tan buena como la que les daban a los clientes en el piso de arriba y además te ponían mayores raciones. Agarré mi tarjeta y entré en la cafetería, cogí una bandeja, cuchillo y tenedor, una taza y varias servilletas de papel. Me acerqué al mostrador de la cocina. Entonces levanté la mirada. Clavado a la pared detrás del mostrador había un pedazo de cartón con una rotunda frase escrita en letras grandes:
NO LE DEN DE COMER A HENRY CHINASKI
Volví a dejar la bandeja y los cubiertos sin que se dieran cuenta. Salí de la cafetería.
Atravesé el patio de carga, luego salí al callejón. Me crucé con otro vagabundo.
—¿Tienes un cigarro, colega?
Saqué dos, le di uno y yo tomé el otro. Se lo encendí, luego encendí el mío. El se fue
hacia el este y yo hacia el oeste.

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