martes, 30 de marzo de 2010

"CLASE" de Bukowski (relato completo)

Clase

por Charles Bukowski

No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California.

Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé

donde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tío. Había periodistas,

críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas

sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor

parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.

El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie.

Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba,

le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente

logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él,

escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de

un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó.

Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.

Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central.

Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el

hombro.

-¿Señor Hemingway?

-¿Sí, qué pasa?

-Me gustaría cruzar los guantes con usted.

-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?

-No.

-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.

-Mire, estoy aquí para romperle el culo.

Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tío que estaba en el rincón.

-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.

El tío saltó fuera del ring y yo le seguí hasta los vestuarios.

-¿Estás loco, chico? -me preguntó.

-No sé. Creo que no.

-Toma. Pruébate estos calzones.

-Bueno.

-Oh, oh... Son demasiado grandes

-A la mierda. Están bien.

-Bueno, deja que te vende las manos.

-Nada de vendas.

-¿Nada de vendas?

-Nada de vendas.

-¿Y qué tal un protector para la boca?

-Nada de protectores.

-¿Y vas a pelear en zapatos?

-Voy a pelear en zapatos.

Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando

mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.

No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes.

Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.

-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...

-No me voy a caer -le dije al árbitro.

Siguieron otras instrucciones.

-Muy bien, volved a vuestros rincones; y cuando suene la campana,

salid a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te

quites ese puro de la boca.

Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la

boca. Me chupé toda una bocanada de humo, y se la eché en la cara a

Hemingway. La gente rió.

Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis

pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía,

a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en

la nariz de Papá.. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa

muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha

que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la

mejilla, me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho

en el estómago a Ernie. El respondió con un derechazo corto, y me pegó con la

izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó

contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un

sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.

Un tío vino con una toalla.

-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro

asalto.

-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los

ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.

El tío con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.

Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con

buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez

pude ver la duda en sus ojos.

¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le

pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad

mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.

Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba

a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la

tarde.

Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y

ya frío.

Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring.

Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me

di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el

borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa.

Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se

preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les

presté la menor atención. Entonces se me acercó un tío.

-¿Quién eres? - me preguntó-. ¿Cómo te llamas?

-Henry Chinaski.

-Nunca he oído hablar de ti -dijo.

-Ya oirás.

Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo

se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por

todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba

mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica,

educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas

cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.

-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.

-Follar y beber.

-No, no- Quiero decir en qué trabajas.

-Soy friegaplatos.

-¿Friegaplatos?

-Sí.

-¿Tienes alguna afición?

-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.

-¿Escribes?

-Sí.

-¿El qué?

-Relatos cortos. Son bastante buenos.

-¿Has publicado algo?

-No.

-¿Por qué?

-No lo he intentado.

-¿Dónde están tus historias?

-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.

-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo

tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.

-Por mi de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.

La estrella de clase y alta sociedad se acercó:

-El estará conmigo. -Luego me dijo-. Vamos, Henry, vístete. Es un

viaje largo y tenemos cosas que... hablar.

Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.

-¿Qué coño pasó?

-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.

Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.

-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.

-Estreché su mano-. No te vueles los sesos.

Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo

descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a

fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e

impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un

infierno de noche.

El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la

puerta.

-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la

semana libre.

Entramos y había un tío enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol

en la mano.

-Tommy -dijo ella- desaparece.

Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.

-¿Quién era ese grandulón?

-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.

Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.

Entonces dijo:

-Vamos.

La seguí hasta el dormitorio.

A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó

el auricular y yo me incorporé en la cama.

-¿Señor Chinaski?

-¿Sí?

-Leí sus historias. Estaba tan exitado que no he podido dormir en

toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!

-¿Sólo de la década?

-Bueno, tal vez del siglo.

-Eso está mejor.

-Los editores de Harperïs y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede

que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura

publicación.

-Me lo creo -dije.

El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.

lunes, 29 de marzo de 2010

"VIDA DE UN VAGABUNDO" de Bukowski (relato completo)

Vida de un vagabundo


Harry se despertó en su cama con resaca. Una resaca horrible.
-Mierda -dijo en voz baja.
Había un pequeño lavabo en la habitación.
Harry se levantó, alivió su estómago en el lavabo que después aclaró con agua del grifo, metió la cabeza debajo y bebió un poco de agua. Después se mojó la cara y se la secó con la camiseta que llevaba puesta.
Era el año 1943.
Harry cogió algunas prendas del suelo y comenzó a vestirse lentamente. Las persianas estaban echadas y todo estaba oscuro menos los lugares donde el sol se colaba por los trozos rotos de la persiana. Había dos ventanas. Un sitio distinguido.
Salió pasillo adelante rumbo al retrete, cerró la puerta con llave y se sentó. Era increíble que aún pudiese defecar. No había comido desde hacía varios días.
Dios mío, pensó, la gente tiene intestinos, boca, pulmones, orejas, ombligo, órganos sexuales y... pelo, poros, lengua, a veces dientes, y todo lo demás..., uñas, pestañas, dedos de los pies, rodillas, estómago...
Había algo muy fastidioso en todo eso. ¿Por qué nadie se quejaba?
Harry acabó con el áspero papel higiénico de la pensión. Seguro que las caseras se limpiaban con algo mejor. Todas aquellas caseras tan religiosas, con maridos muertos hace tiempo.
Se subió los pantalones, tiró de la cadena, salió de allí, bajó la escalera de la pensión y salió a la calle.
Eran las 11 de la mañana. Se dirigió hacia el sur. La resaca era brutal, pero no le importaba. Eso significaba que había estado en algún otro lugar, algún sitio bueno. Mientras iba andando encontró medio cigarrillo en el bolsillo de la camisa. Se detuvo, miró el extremo negro y aplastado, buscó una cerilla y luego intentó encenderlo. La llama no prendía. Siguió intentándolo. Después de la cuarta cerilla, que le quemó los dedos, consiguió dar una calada. Sintió náuseas, luego tosió. Notó que su estómago se estremecía.
Un coche se acercó lentamente. Estaba ocupado por cuatro muchachos jóvenes.
-¡EH, TÚ, VEJESTORIO! ¡MUÉRETE! -gritó uno de ellos a Harry.
Los otros se rieron. Después se fueron.
El cigarrillo de Harry seguía encendido. Dio otra calada. Brotó una bocanada de humo azul. Le gustaba aquella bocanada de humo azul.
Caminaba bajo el calor del sol pensando: “Voy andando y fumando un cigarrillo.”
Harry caminó hasta llegar al parque que había frente a la biblioteca. Seguía chupando el cigarrillo. Entonces la colilla le quemó los dedos y la tiró a regañadientes. Entró en el parque y anduvo hasta encontrar un sitio entre una estatua y unos arbustos. Era una estatua de Beethoven. Y Beethoven estaba andando, con la cabeza gacha, las manos entrelazadas a la espalda, obviamente pensando en algo.
Harry se agachó y se tumbó sobre la hierba. La hierba recién cortada picaba bastante. Estaba puntiaguda, afilada, pero tenía un aroma agradable y limpio. El aroma de la paz.
Insectos diminutos comenzaron a pulular alrededor de su cara en círculos irregulares, cruzándose unos con otros pero sin chocar jamás.
Apenas eran unas partículas, pero eran unas partículas a la búsqueda de algo.
Harry levantó la mirada, a través de las partículas, hacia el cielo. El cielo estaba azul y endemoniadamente alto. Harry siguió mirando hacia arriba, al cielo, intentando sacar algo en claro. Pero Harry no sacó nada en claro. Ninguna sensación de eternidad, ni de Dios, ni siquiera del diablo. Pero uno tiene que encontrar primero a Dios para encontrar al diablo. Van en ese orden.
A Harry no le gustaban los pensamientos profundos. Los pensamientos profundos podían conducir a errores profundos.
Después pensó un poco en el suicidio. Tranquilamente. Como la mayoría de los hombres piensa en comprarse un par de zapatos nuevos. El problema principal del suicidio es la idea de que podría ser el comienzo de algo peor. Lo que él realmente necesitaba era una botella de cerveza helada, con la etiqueta un poco mojada y esas gotas frías tan hermosas sobre la superficie del vaso.
Harry comenzó a dormitar..., a ser despertado por el sonido de voces. Las voces de colegialas muy jóvenes. Se reían con risillas bobas.
-¡Ohh, mirad!
-¡Está dormido!
-¿Le despertamos?
Harry entreabrió un poco los ojos bajo el sol, espiándolas a través de las pestañas. No estaba seguro de cuántas eran, pero vio sus vestidos llenos de colores: amarillos y rojos y verdes y azules.
-¡Mirad, es precioso!
Soltaron unas risillas bobas, se rieron abiertamente, salieron corriendo.
Harry volvió a cerrar los ojos.
¿Qué había sido aquello?
Nunca le había pasado nada tan deliciosamente refrescante. Le habían llamado “precioso”. ¡Qué amabilidad!
Pero no regresarían.
Se levantó y anduvo hasta el extremo del parque. Allí estaba la avenida. Encontró un banco y se sentó. Había otro vagabundo en el banco de al lado. Era mucho más viejo que Harry. El vagabundo tenía un aire pesado, oscuro y siniestro que a Harry le recordó a su padre.
No, pensó Harry, ¡qué desconsiderado soy!
El vagabundo echó una rápida mirada a Harry. El vagabundo tenía unos ojos minúsculos e inexpresivos.
Harry le sonrió levemente. El vagabundo miró hacia otro lado.
Entonces se oyó un ruido procedente de la avenida. Motores. Era un convoy del ejército. Una larga fila de camiones llenos de soldados. Rebosantes de soldados que iban allí como enlatados, colgando por los costados de los camiones. El mundo estaba en guerra.
El convoy se movía lentamente. Los soldados vieron a Harry sentado en el banco del parque y ahí empezó todo. Era una mezcla de silbidos, abucheos y sartas de palabrotas. Le estaban gritando a él.
-¡EH, TÚ, HIJO DE PUTA!
-¡DESERTOR!
Cuando uno de los camiones del convoy ya habla pasado, el siguiente retomaba la cantinela.
-¡MUEVE EL CULO DE ESE BANCO!
-¡COBARDE!
-¡JODIDO MARICA!
-¡GALLINA!
Era un convoy muy largo y muy lento.
-¡VENGA, ÚNETE A NOSOTROS!
-¡NOSOTROS TE ENSEÑAREMOS A PELEAR, MAMARRACHO!
Los rostros eran blancos y marrones y negros, flores del odio.
Entonces el vagabundo viejo se levantó del banco y gritó a los del convoy:
-¡SE LO VOY A HACER PAGAR POR VOSOTROS, AMIGOS! ¡YO LUCHÉ EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL!
Los de los camiones se rieron y agitaron los brazos:
-¡HAZ QUE LO PAGUE, ABUELO!
-¡HAZLE VER LA LUZ!
Y el convoy desapareció.
Le habían tirado varias cosas a Harry: latas de cerveza vacías, latas de refrescos, naranjas, un plátano.
Harry se puso de pie, cogió el plátano, volvió a sentarse, lo peló y se lo comió. Estaba delicioso. Después encontró una naranja, la peló, masticó y se tragó la pulpa y el zumo. Encontró otra naranja y se la comió. Después encontró un encendedor que alguien había tirado o perdido. Lo encendió. Funcionaba.
Se dirigió hacia el vagabundo sentado en el banco, extendiendo el brazo en el que llevaba el encendedor.
-Eh, amigo, ¿tienes tabaco?
Los ojillos del vagabundo se volvieron rápidamente hacia Harry. No tenían vida, como si las pupilas les hubieran sido arrancadas. El labio inferior del vagabundo temblaba.
-Te gusta Hitler, ¿no? -dijo muy suavemente.
-Oye, amigo -dijo Harry-. ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? Puede que consigamos alguna copa.
Los ojos del vagabundo viejo se quedaron en blanco. Durante un rato lo único que Harry vio fueron los blancos globos oculares inyectados en sangre. Después los ojos volvieron a su sitio.
El vagabundo lo miró:
-¡Contigo... no!
-Muy bien -dijo Harry-, hasta la vista...
Los ojos del vagabundo viejo volvieron a ponerse en blanco y repitió lo mismo, sólo que esta vez más alto:
-¡CONTIGO... NO!


Harry salió lentamente del parque y fue calle arriba hacia su bar preferido. El bar siempre estaba allí. Harry echaba anclas en aquel bar. Era su único refugio. Era despiadado y exacto.
De camino, Harry pasó por un terreno baldío. Un grupo de hombres de mediana edad jugaba a béisbol. No estaban en forma. La mayoría tenían una barriga prominente, eran bajos de estatura y tenían grandes traseros, casi de mujer. Eran todos no aptos o demasiado viejos para ser llamados a filas.
Harry se detuvo y observó el juego. Muchos tiros fuera, lanzamientos absurdos, bateadores golpeados, errores, pelotas mal bateadas, pero seguían jugando. Casi como un rito, un deber. Y estaban furiosos. Lo que mejor les salía era la furia. La energía de su furia era lo que dominaba.
Harry se quedó mirando. Todo parecía inútil. Hasta la pelota parecía triste, botando aquí y allá inútilmente.
-Hola, Harry, ¿cómo es que no estás en el bar?
Era el viejo y flaco McDuff chupando su pipa. McDuff tenía alrededor de 62 años, siempre miraba hacia adelante, nunca te miraba a ti, pero de todas formas te veía desde detrás de aquellas gafas sin montura. Y siempre llevaba un traje negro y una corbata azul. Entraba en el bar todos los días alrededor de mediodía, se tomaba dos cervezas y luego se iba. No se le podía odiar y no se le podía querer. Era como un calendario o un portaplumas.
-Para allá voy -contestó Harry.
-Voy contigo -dijo McDuff.
Así que Harry se fue andando con el viejo y flaco McDuff, y el viejo y flaco McDuff iba chupando su pipa. McDuff siempre tenía encendida aquella pipa. McDuff era su pipa. ¿Por qué no?
Caminaban juntos sin hablar. No había nada que decir. Paraban en los semáforos. McDuff chupaba su pipa.
McDuff tenía dinero ahorrado. Nunca se había casado. Vivía en un apartamento de dos habitaciones y no hacía gran cosa. Bueno, leía los periódicos, pero sin demasiado interés. No era creyente. Pero no por falta de convicción, sino porque simplemente no se había preocupado de considerar ese aspecto de un modo u otro. Era como no ser republicano por no saber lo que es ser republicano. McDuff no era feliz ni desgraciado. Una vez se puso nervioso un instante, pareció que algo le preocupaba y durante unas décimas de segundo el terror se reflejó en sus ojos. Luego aquello pasó, rápidamente..., como una mosca que se hubiera posado... y luego saliese disparada hacia tierras más prometedoras.
Entonces llegaron al bar. Entraron.
El gentío habitual.
McDuff y Harry se sentaron en sus taburetes.
-Dos cervezas -canturreó al camarero el bueno de McDuff.
-¿Qué haces, Harry? -preguntó uno de los clientes del bar.
-Buscar, moverme y cagar -contestó Harry.
Lo sintió por McDuff. Nadie lo había saludado. McDuff era como un papel secante sobre una mesa de despacho. No impresionaba. A Harry lo veían porque era un vagabundo. Les hacía sentirse superiores. Necesitaban esa sensación. McDuff les hacía sentirse débiles y ellos ya eran débiles de por sí.
No pasaba nada importante. Todo el mundo estaba sentado frente a sus bebidas, mimándolas. Pocos tenían la suficiente imaginación como para emborracharse simplemente como una cuba.
Una insulsa tarde de sábado.
McDuff pidió su segunda cerveza y tuvo la amabilidad de invitar a Harry de nuevo.
La pipa de McDuff estaba roja por las seis horas que llevaba ardiendo sin parar.
Acabó su segunda cerveza y salió del bar, y entonces Harry se quedó allí sentado solo, con el resto de la tripulación.
Era un sábado lento, lento, pero Harry sabía que si se quedaba allí sin hacer nada el tiempo suficiente, lo lograría. Por supuesto, el sábado por la noche era el mejor momento para gorronear copas. Pero no tenía adónde ir hasta entonces. Harry tenía que evitar a la dueña de la pensión. Pagaba por semanas y llevaba nueve días de retraso.
El ambiente se puso terrible entre copa y copa. Lo único que buscaban los clientes era sentarse y estar en algún sitio. Reinaba una soledad general, un miedo suave y una necesidad de estar juntos y charlar un poco, eso les aliviaba. Todo lo que Harry necesitaba era algo de beber. Harry podía beber sin parar y aún seguía necesitando más, no existía suficiente bebida para satisfacerle. Pero los demás... sólo estaban allí sentados, interviniendo de vez en cuando se hablara de lo que se hablase.
La cerveza de Harry se estaba desbravando. Y el asunto consistía en no terminarla, porque entonces había que pagar otra y no tenía dinero. Tenía que tener paciencia y esperanza. Como buen gorrón profesional de copas, Harry conocía la primera regla: nunca pidas que te inviten. Para los demás la gracia consistía en que estuviese sediento. Si pedía que le invitaran les quitaba el placer de sentirse espléndidos.
Harry dejó deambular su mirada por el bar. Había cuatro o cinco clientes. No eran muchos y no eran gran cosa. Uno de los que no eran gran cosa era Monk Hamilton. La razón principal por la que Monk creía merecer la inmortalidad era que se comía seis huevos para desayunar. Todos los días. Pensaba que eso le hacía superior. Pensar no se le daba bien. Era enorme, casi tan ancho como alto, tenía unos ojos pálidos y despreocupados, de mirada fija, un cuello de roble y unas manos enormes, peludas y nudosas.
Monk estaba hablando con el camarero. Harry miraba una mosca que se estaba metiendo despacito en un cenicero mojado de cerveza que había frente a él. La mosca dio varias vueltas entre las colillas, se dio contra un cigarrillo borracho y entonces emitió un zumbido furioso, se elevó en línea recta hacia arriba, pareció luego que volaba hacia atrás y hacia la izquierda y después se esfumó.
Monk era limpiacristales. Sus ojos afables vieron a Harry. Sus gruesos labios se contrajeron en una sonrisa altanera. Cogió su botella, se acercó, se sentó en el taburete contiguo al de Harry.
-¿Qué haces, Harry?
-Estoy esperando a que llueva.
-¿Te apetece una cerveza?
-Estoy esperando a que llueva cerveza, Monk. Gracias.
Monk pidió dos cervezas. Las trajeron.
A Harry le gustaba beber la cerveza directamente de la botella. Monk vació parte de la suya dentro de un vaso.
-¿Necesitas trabajo, Harry?
-No he pensado en eso.
-Lo único que tienes que hacer es sostener la escalera. Necesitamos alguien que sostenga la escalera. Claro, no pagan tan bien como a los que están en lo alto, pero te dan algo. ¿Qué te parece?
Monk estaba bromeando. Monk creyó que Harry estaba demasiado jodido para darse cuenta.
-Déjame pensarlo un rato, Monk.
Monk miró a los otros clientes, puso de nuevo su sonrisa altanera, les guiñó un ojo y luego volvió a mirar a Harry.
-Oye, lo único que tienes que hacer es sostener derecha la escalera. Yo estaré arriba, limpiando las ventanas. Lo único que tienes que hacer es sostener derecha la escalera. No es muy difícil, ¿no?
-No tan difícil como muchas otras cosas, Monk.
-Entonces, ¿vas a hacerlo?
-Creo que no.
-¡Venga! ¿Por qué no pruebas una vez?
-No sé hacerlo, Monk.
Entonces todos se sintieron bien. Harry era su chico. El perfecto idiota.
Harry miró todas aquellas botellas de detrás de la barra. Todos aquellos buenos momentos esperando, toda aquella risa, toda aquella locura..., bourbon, whisky, vino, ginebra, vodka y todo lo demás. Sin embargo, aquellas botellas estaban allí, sin abrir. Era como una vida esperando ser vivida y que nadie quería.
-Oye -dijo Monk-, voy a ir a cortarme el pelo.
Harry sintió la gordura silenciosa de Monk. Monk había ganado algo en algún sitio. Se sentía tan bien como una llave que encaja por una cerradura que permite entrar en algún lugar.
-¿Por qué no vienes y te quedas conmigo mientras me cortan el pelo?
Harry no contestó.
Monk se inclinó acercándose:
-Pararemos a tomar una cerveza por el camino y después te invitaré a otra.
-Vamos...
Harry vació sin dificultad la botella dentro de su sed y puso la botella sobre la barra. Salió del bar siguiendo a Monk. Bajaron la calle juntos. Harry se sentía como un perro siguiendo a su amo. Y Monk estaba tranquilo, todo estaba funcionando, todo encajaba. Era su sábado libre e iba a cortarse el pelo.
Encontraron un bar y pararon. Era mucho más bonito y limpio que aquel en el que Harry solía pasarse las horas muertas.
Monk pidió las cervezas.
¡Cómo estaba allí sentado! ¡Un superhombre! Y además, le gustaba sentirse así. Nunca había pensado en la muerte, por lo menos no en la suya.
Cuando estaban sentados uno junto al otro, Harry comprendió que había cometido un error: un trabajo de 8 a 5 hubiese sido menos penoso.
Monk tenía un lunar en el lado derecho de la cara, un lunar muy relajado, un lunar sin conciencia de sí mismo.
Harry observó cómo Monk levantaba su botella y chupaba de ella. Era algo que Monk hacía porque sí, como meterse el dedo en la nariz. No estaba realmente sediento de alcohol.
Monk estaba simplemente allí sentado con su botella y había pagado para eso. Y el tiempo pasaba como la mierda río abajo.
Terminaron sus botellas y Monk le dijo algo al camarero y el camarero le contestó algo.
Entonces Harry salió del bar siguiendo a Monk. Iban juntos y Monk iba a cortarse el pelo.
Llegaron a la peluquería y entraron. No habla ningún otro cliente. El peluquero conocía a Monk. Mientras Monk se encaramaba en su silla, se dijeron algo. El peluquero extendió la toalla y la cabeza de Monk surgió de allí dentro, con el lunar firme en la mejilla derecha, y dijo:
-Lo quiero corto alrededor de las orejas y no mucho por arriba.
Harry, desesperado por otra copa, cogió una revista, pasó algunas páginas e hizo como si tuviera interés en ella.
Entonces oyó a Monk hablar con el peluquero.
-Por cierto, Paul, Este es Harry. Harry, Este es Paul.
Paul y Harry y Monk.
Monk y Harry y Paul.
Harry, Monk, Paul.
-Oye, Monk -dijo Harry-, ¿qué tal si me voy a tomar otra cerveza mientras te cortan el pelo?
Los ojos de Monk se clavaron en Harry.
-No, nos beberemos una cerveza cuando yo termine aquí.
Luego sus ojos se clavaron en el espejo.
-No quites demasiado de encima de las orejas, Paul.
Mientras el mundo daba vueltas, Paul tijereteaba.
-¿Has ligado mucho, Monk?
-Nada, Paul.
-No me lo creo...
-Pues deberías creerlo, Paul.
-No es eso lo que he oído.
-¿Qué, por ejemplo?
-Que cuando Betsy Ross hizo aquella primera bandera, ¡las 13 estrellas no hubieran dado para envolverte la polla!
-Joder, Paul, eres demasiado!
Monk se rió. Su risa era como si se estuviesen cortando rebanadas de linóleum con un cuchillo mal afilado, O quizás era un grito de muerte.
De pronto, dejó de reírse.
-No me quites demasiado de arriba.
Harry dejó la revista y miró el suelo. La risa de linóleum se había convertido en un suelo de linóleum. Verde y azul, con diamantes púrpura. Un suelo antiguo. Algunas partes hablan empezado a pelarse, dejando al descubierto el suelo marrón oscuro de debajo. A Harry le gustaba el marrón oscuro.
Empezó a contar: 3 sillones de peluquería, 5 sillas para esperar, 13 o 14 revistas. Un peluquero. Un cliente. Un... ¿qué?
Paul y Harry y Monk y el marrón oscuro.
Fuera pasaban los coches. Harry empezó a contarlos, paró. No hay que jugar con la locura, la locura no juega.
Más fácil era contar las copas en la mano: ninguna.
El tiempo sonaba como una campana muda.
Harry tomó conciencia de sus pies, de sus pies dentro de los zapatos, luego de los dedos... en los pies... dentro de los zapatos.
Movió los dedos de los pies. Su vida se consumía yendo hacia ninguna parte como si fuese un caracol que se arrastra hacia el fuego.
Las plantas echaban hojas, los antílopes levantaban la cabeza de la hierba, un carnicero de Birmingham levantaba el cuchillo y Harry estaba sentado esperando en una peluquería, con sus esperanzas puestas en una cerveza.
No tenía honor, nunca era su día.
Aquello siguió, transcurrió, siguió y por fin terminó. El final de la obra del sillón del peluquero. Paul giró a Monk para que pudiese verse en los espejos de detrás del sillón.
Harry odiaba las peluquerías. El giro final en el sillón, aquellos espejos, eran momentos de horror para él.
A Monk no le importaba.
Se miró. Estudió su imagen, su cara, su pelo, todo. Parecía admirar lo que veía. Entonces habló:
-Muy bien, Paul, pero ¿te importaría cortarme ahora un poquito más del lado izquierdo? ¿Y ves estos pelillos que salen por aquí? Deberías cortarlos.
-Oh, sí, Monk..., ahora mismo...
El peluquero volvió a girar a Monk y se concentró en los pelitios que se salían de su sitio.
Harry miró las tijeras. Había mucho clic-clic pero no cortaban casi nada.
Entonces Paul giró otra vez a Monk hacia los espejos.
Monk volvió a mirarse.
Una leve sonrisa le distorsionó el lado derecho de la boca. Luego en el lado izquierdo de la cara le apareció un ligero tic. Narcisismo con sólo una sombra de duda.
-Así está bien -dijo-, ahora está perfecto.
Paul cepilló a Monk con un cepillo pequeño. El pelo muerto caía hacia un mundo muerto.
Monk buscó en el bolsillo el dinero para pagar y la propina.
La transacción monetaria tintineó en la tarde muerta.
Después, Harry y Monk fueron juntos calle abajo de regreso al bar.
-No hay nada como un corte de pelo -dijo Monk- para sentirse como un hombre nuevo.
Monk siempre llevaba camisas de trabajo azul pálido, remangadas para exhibir los bíceps. ¡Menudo tío! Ahora lo único que le faltaba era una hembra que le doblase los calzoncillos y las camisetas, que le enrollase los calcetines y los guardara en el cajón de la cómoda.
-Gracias por acompañarme, Harry.
-Vale, Monk...
-La próxima vez que vaya a cortarme el pelo me gustaría que me acompañaras.
-Quizás, Monk...
Monk iba andando junto al bordillo y fue como un sueño. Un sueño sensacionalista. Simplemente ocurrió. Harry no sabía de dónde había venido el impulso, pero lo permitió, simuló que tropezaba y empujó a Monk. Y Monk, como un pesado bloque de carne, cayó delante del autobús. El conductor pisó los frenos y se oyó un ruido sordo, no demasiado fuerte, pero un ruido sordo. Y allí estaba Monk sentado en la cuneta, con su corte de pelo, lunar, y todo. Y Harry bajó la mirada. Lo más extraño de todo aquello: la cartera de Monk estaba en la cuneta. Habla saltado del bolsillo trasero de Monk por el impacto y allí estaba, en la cuneta. Sólo que no estaba plana sobre el suelo, se erguía como una pequeña pirámide.
Harry se agachó, la recogió, la puso en su bolsillo delantero. Estaba tibia y llena de gracia. Dios te salve, María.
Entonces Harry se inclinó sobre Monk.
-¿Monk? Monk..., ¿estás bien?
Monk no contestó. Pero Harry notó que respiraba y vio que no había sangre. Y de repente el rostro de Monk se volvió hermoso y elegante.
Está jodido, pensó Harry, y yo estoy jodido. Todos estamos jodidos sólo que de diferentes maneras. No hay verdad, no hay nada real, no hay nada.
Pero si había algo. Había una multitud.
-¡Retírense! -dijo alguien-. ¡Denle aire!
Harry retrocedió. Retrocedió hasta meterse entre la multitud. Nadie le detuvo.
Iba andando hacia el sur. Oyó el lamento de la ambulancia, junto con el de su propia culpa.
Entonces, de pronto, la culpa desapareció. Como acaba una vieja guerra. Había que seguir adelante. Las cosas continuaban. Como las pulgas y las tortitas con caramelo.
Harry se precipitó dentro de un bar en el que no había reparado antes. Había un camarero en la barra. Había botellas. Estaba oscuro allí dentro. Pidió un whisky doble, lo bebió de un trago. La cartera de Monk estaba hinchada y espléndida. El viernes debía de ser día de paga. Harry sacó un billete, pidió otro whisky doble. Bebió la mitad de un trago, aguardó un minuto en homenaje a Monk y luego se bebió el resto. Por primera vez en mucho tiempo se sintió muy bien.


A última hora de la tarde Harry bajó andando hasta el Groton Steak House. Entró y se sentó en la barra. Nunca había entrado allí. Un hombre alto, delgado y anodino, con gorro de cocinero y delantal manchado, se acercó y se inclinó por encima de la barra. Necesitaba un afeitado y olía a aerosol contra cucarachas. Miró maliciosamente a Harry.
-¿Vienes por el TRABAJO? -preguntó.
¿Por qué demonios quieren todos ponerme a trabajar?, pensó Harry
-No -contestó.
-Hay un puesto de friegaplatos. Cincuenta centavos la hora y, de vez en cuando, se le puede tocar el culo a Rita.
La camarera pasó a su lado. Harry le miró el culo.
-No, gracias. Lo que quiero ahora es una cerveza. Sin vaso. De cualquier marca.
El chef se le acercó aún más. Tenía unos pelos muy largos en los agujeros de la nariz, que provocaban una enorme intimidación, como una pesadilla fuera de programa.
-Oye, cabrón, ¿tienes dinero?
-Claro que tengo -dijo Harry.
El chef dudó un momento, luego se alejó, abrió la nevera y sacó una botella. La destapó, volvió a donde estaba Harry y la puso de un golpe frente a él.
Harry dio un buen trago, bajó suavemente la botella hasta la barra.
El chef seguía examinándolo. El chef no podía comprenderlo del todo.
-Ahora -dijo Harry-, quiero un bistec de solomillo, tirando a hecho, con patatas fritas y poca salsa. Y tráigame otra cerveza ahora mismo.
El chef se alzó amenazadoramente frente a él, como una nube furiosa, luego se largó, volvió a la nevera, repitió la acción que incluía llevar la botella y depositarla de un golpe sobre la barra.
Entonces el chef fue hacia la parrilla, lanzó un bistec encima.
Se levantó un velo de humo glorioso. A través de él, el chef miraba fijamente a Harry.
No sé por qué no le gusto, pensó Harry. Bueno, quizás necesite cortarme el pelo (quíteme bastante de todas partes, por favor) y afeitarme, quizás tenga la cara un poco magullada, pero llevo la ropa bastante limpia. Gastada, pero limpia. Probablemente estoy más limpio que el alcalde de esta puta ciudad.
La camarera se acercó. No tenía mal aspecto. No era nada del otro mundo, pero no estaba mal. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, como revuelto y con unos rizos que le colgaban por los lados. Bonito.
Se inclinó por encima de la barra.
-¿Vas a quedarte de friegaplatos?
-Me gusta el sueldo, pero no es mi tipo de trabajo.
-¿Cuál es tu tipo de trabajo?
-Soy arquitecto.
-Eres un comemierda -dijo, y se alejó.
Harry sabía que no era demasiado bueno entablando conversación. Se había dado cuenta de que cuanto menos hablaba, mejor se sentía la gente.
Harry se acabó las dos cervezas. Entonces llegó el bistec con patatas fritas. El chef depositó el plato de un golpe. El chef era un gran golpeador.
A Harry le parecía un milagro. Se puso a ello, cortando y masticando. Hacía un par de años que no comía un bistec. A medida que comía sentía cómo entraba en su cuerpo una fuerza nueva. Cuando no se come a menudo, eso resulta un gran acontecimiento.
Hasta su cerebro sonreía. Y su cuerpo parecía decir gracias, gracias, gracias.
Entonces Harry acabó.
El chef aún seguía mirándolo fijamente.
-Muy bien -dijo Harry-, tráigame otro plato de lo mismo.
-¿Vas a tomar otra vez lo mismo?
-Sí.
La mirada pasó de fija a feroz. El chef se alejó y lanzó otro bistec sobre la parrilla.
-Y tomaré otra cerveza, por favor. Ahora.
-¡RITA! -gritó el chef-, ¡DALE OTRA CERVEZA!
Rita se acercó con la cerveza.
-Para ser arquitecto -dijo-, le das mucho a la cerveza.
-Estoy planeando levantar algo.
-¡ja, ja! ¡Como si pudieras...!
Harry se concentró en su cerveza. Luego se levantó y se fue al lavabo de caballeros. Cuando regresó se acabó la cerveza.
El chef salió y puso de un golpe el plato de bistec delante de Harry.
-El puesto sigue vacante si lo quieres.
Harry no contestó. Empezó a comer otra vez.
El chef volvió a la parrilla desde donde continuó mirando fijamente a Harry.
-Tienes derecho a dos comidas -dijo el chef-, y a meter mano.
Harry estaba demasiado ocupado con el bistec con patatas para contestar. Seguía teniendo hambre. Cuando se es un vagabundo, y especialmente si se es bebedor, pueden pasar días y días sin que comas, muchas veces sin que sientas siquiera ganas, pero de pronto te ataca un hambre insoportable. Uno empieza a pensar en comérselo todo, cualquier cosa: ratones, mariposas, hojas, resguardos de la casa de empeños, periódicos, corchos, lo que sea.
Ahora, en plena faena del segundo bistec, el hambre de Harry continuaba allí. Las patatas fritas estaban fantásticas, crujientes, amarillas y calientes, parecidas a la luz del sol, una gloriosa y nutritiva luz solar que podía morderse. Y el bistec no era simplemente una rebanada de algún pobre bicho asesinado, era algo apasionante que alimentaba el cuerpo y el alma y el corazón, que iluminaba la mirada y hacía que el mundo no fuera tan difícil de soportar, o tan inhóspito. De momento la muerte no importaba.
Entonces acabó el segundo plato. Sólo quedó el hueso del bistec y, además, completamente limpio. El chef seguía mirándole.
-Me voy a comer otro -le dijo Harry al chef-. Otro bistec con patatas y otra cerveza, por favor.
-¡NO! -gritó el chef-. ¡VAS A PAGAR Y TE VAS A LARGAR A LA PUTA CALLE!
Dio la vuelta a la parrilla y se paró frente a Harry. Tenía una libreta en la mano. Garabateó furiosamente en la libreta. Luego tir¢ la cuenta en medio del plato sucio. Harry la cogió del plato.
Había otro cliente en el restaurante, un hombre muy redondo y rosado, con una cabeza grande, llena de pelos despeinados, teñidos de un castaño bastante desalentador. El hombre había consumido numerosas tazas de café mientras leía el periódico de la tarde.
Harry se puso de pie, sacó unos billetes, apartó dos y los acercó al plato.
Luego salió de allí.
El tráfico de las primeras horas de la noche comenzaba a llenar de coches la avenida. El sol se estaba poniendo a sus espaldas. Harry observó a los conductores de los coches. Parecían desgraciados. El mundo era desgraciado. La gente estaba en la oscuridad. La gente estaba aterrada y desilusionada. La gente había caído en las trampas. La gente estaba desesperada y a la defensiva. Se sentían como si estuvieran malgastando sus vidas. Y tenían razón.
Harry echó a andar. Se detuvo en un semáforo. Y en ese momento tuvo una sensación muy extraña. Le pareció que él era la única persona viva del mundo.
Cuando la luz se puso verde se olvidó completamente del asunto. Cruzó la calle hacia la otra acera y continuó caminando.

sábado, 27 de marzo de 2010

"LA CHICA MÁS GUAPA DE LA CIUDAD" de Charles Bukowski (texto completo"

La chica más guapa de la ciudad
Charles Bukowski


Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no las sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: "No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro..." Tenía un carácter rayando la locura; Un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrarío, realzarla.

Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.

- ¿Tomas algo?
- Claro, ¿Por qué no?

No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión, Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.

- ¿Crees que soy bonita?- preguntó.
- Sé, desde luego. Pero hay algo más... algo más que tu apariencia...
- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.

Buscó en su bolso. Creía que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.

Ella me miró y se echó a reír.

- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?

Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.

-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
- No te preocupes -dije yo.
- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que querrá con ella
- No -dije-, a mí me duele.
- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
- Sí, me duele, de veras.
- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Animo

Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.

Por la mañana me levanté, hice un par cafés y le llevé uno a la cama.
Se echó a reír.

- Eres el primer hombre que conozco que ha querido hacerlo por la noche.
- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por que hacerlo.
- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.

Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandeciente, toda resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.

- Ven, amor.

Fui.

Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.

- ¿Cómo te llamas? -pregunté.
- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.

Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entro ella con una hoja: una oreja de elefante.

- Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.

Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.

- ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
- Lo sabía.

Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Telefoneo una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.

- Esos hijos de puta - decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
- La culpa la tienes tú por aceptar la copa
- Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.
- A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.

Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.

- Vaya, cabrón, has vuelto.

Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.

- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza....
- No, no seas tonto, es la moda.
- Estas chiflada.
- Te he echado de menos -dijo
- ¿Hay otro?
- No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
- Sácate esos alfileres.
- No, es la moda.
- Me hace muy desgraciado.
- ¿Estás seguro?
- Sí, mierda, estoy seguro.

Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.

- Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
- Vale -dije-, tengo mucha suerte.
- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
- Gracias.

Tomamos otra copa.

- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
- A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
- No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso

Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.

Fuimos a casa y abrir una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa.. de aquella manera que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel vestido del cuello alto y lo vi... Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.

- Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama
- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?

La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:

- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
- Sí -dije-, no puedo parar de reír... Cass, zorra, te amo... deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.

Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.

Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.

- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!

Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos muchos. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente "NO". La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.

Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dio el encargado.

- Siento lo de tu amiga.
- ¿El qué? -pregunté.
- Lo siento. ¿No lo sabías?
- No
- Suicidio, la enterraron ayer
- ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
- La enterraron las hermanas
- ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
- Se cortó el cuello.
- Ya. Dame otro trago.

Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel "NO". Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿Por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.

Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé "¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CÁLLATE YA!".

Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.

viernes, 26 de marzo de 2010

"LOS ESCRITORES" de Charles Bukowski (relato completo)

Los Escritores
Por Charles Bukowski


Harold llamó a la puerta del apartamento.
Nelson estaba sentado a la mesa de la cocina comiendo un trozo de tarta de queso y bebiendo una taza de café express.
-¿Sí? -preguntó Nelson. Los golpes a la puerta le ponían nervioso. Y cuando se ponía nervioso desarrollaba un tic en la cabeza. Su cabeza empezaba a hacer reverencias.
-¿Quién es?
-Nelson, soy Harold.
-Ah, un momento.
Nelson cogió lo que quedaba de la tarta de queso y se lo metió en la boca. Mientras masticaba se le humedecieron los ojos. Pesaba 20 kilos de más. Tragó el último trozo, se precipitó hacia el fregadero, echó agua sobre el plato, se lavó las manos, después se fue hacia la puerta, quitó la cadena, giró el pomo y abrió la puerta.
Harold entró. Medía 1 metro 52 cm y era delgado. Tenía 68 años. Nelson tenía unos 30 años menos. Ambos eran escritores pero sólo escribían poesía. Sus libros se vendían muy de vez en cuando y era un secreto bien guardado cómo podían sobrevivir. Ambos contaban con canales de ingresos furtivos provenientes de algún sitio. Pero ninguno hablaba de ello.
-¿Quieres un café express? -preguntó Nelson.
-Bueno, sí...
Harold se sentó. Nelson le trajo una taza enseguida. Después Nelson se sentó a su lado en el sofá junto a la mesita.
La cabeza de Nelson empezó a hacer reverencias y a sacudirse de nuevo.
-Bueno, Harold, fui a ver al hijo de puta. Me concedió una entrevista.
Harold levantó su taza a medio camino hacia la boca. Se detuvo.
-¿Follawski? -preguntó.
Así era como ellos llamaban a aquel escritor.
-Sí.
Harold dio un sorbo, volvió a poner la taza sobre la mesa.
-Creía que ya no veía a nadie.
-¿Estás de broma? Ve a casi todas las malditas mujeres que le escriben o le llaman. Intenta emborracharlas, les hace promesas, cuenta mentiras, se pone pesado con ellas y, si no ceden, las viola.
-¿Y cómo justifica todo eso?
-Afirma que necesita algo sobre lo que escribir.
-¡Qué jodido viejo verde!
Continuaron sentados un rato pensando en aquel jodido viejo verde. Entonces Harold preguntó:
-¿Y cómo te permitió que fueras a visitarlo?
-Probablemente para dar la matraca. Ya sabes, yo lo conocí justo cuando acababa de dejar la fábrica y había decidido intentar convertirse en escritor. Ni siquiera tenía papel higiénico para limpiarse el culo. Usaba papel de periódico arrugado.
-¿Así que le viste, Nelson? ¿Y qué pasó? ¿Estaba borracho?
-Claro, Harold, estaba borracho corno una cuba.
-Se cree que eso es de machos. Me da asco.
-No es tan macho. Tod Winters me contó que una noche le dio una paliza que casi lo mata.
-¿De verdad?
-De verdad. Eso es algo de lo que no escribirá nunca.
-Ni soñarlo.
Continuaron sentados sorbiendo sus cafés express.
Nelson hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó un purito. Se lo llevó a la boca, rasgó el celofán con los dientes. Después le quitó uno de los extremos, se lo metió en la boca, se estiró para coger un cenicero de encima de la mesa.
-Oh, no enciendas eso, Nelson, ¡es una costumbre asquerosa!
Nelson se quitó el purito de la boca y lo tiró sobre la mesa.
-Y es que, Nelson, aparte de la maldita peste que echa, está el cáncer.
-Tienes razón.
Se quedaron otra vez en silencio durante un momento, pensando más en Follawski que en el cáncer.
-Bueno, Nelson, ¡dime qué te dijo!
-¿Follawski?
-¿Quién va a ser?
-Bueno, Harold, ¡se rió de mí! Dijo que yo nunca lo lograría.
-¿De veras?
-De veras. Imagínatelo sentado con sus tejanos rotos, descalzo, con una camiseta sucia. Vive en esa casa enorme, con 2 coches nuevos en el garaje. Está detrás de una gran cerca. Tiene un sistema de seguridad carísimo. Y vive con esa chica tan guapa que es 25 años menor que él...
-No sabe escribir, Nelson. No tiene vocabulario, no tiene estilo. Nada.
-Sólo vomitar y follar y putear, Harold, eso es todo...
-Y odia a las mujeres, Nelson.
-Pega a sus mujeres, Harold.
Harold se rió.
-¿Dios mío! ¿No has leído nunca ese poema en el que se lamenta de que las mujeres nazcan con intestinos?
-Harold, es un tipo condenadamente barriobajero. ¿Cómo logra vender?
-Tiene lectores barriobajeros.
-Sí, escribe sobre apuestas, borracheras..., una y otra vez.
Se quedaron pensando sobre eso un momento.
Entonces Harold suspiró.
-Y es famoso en toda Europa, y ahora está llegando a Sudamérica.
-Un cáncer de imbecilidad, Harold.
-Pero aquí no es tan famoso, Nelson. En los Estados Unidos le tenemos calado.
-Nuestros críticos saben quién es auténtico.
Nelson se levantó y volvió a llenar las tazas, luego se sentó.
-Y hay otra cosa, ¡algo desagradable! ¡Bastante!
-¿El qué, Nelson?
-Se hizo un chequeo general. E1 primero de su vida. Tiene 65 años.
-¿Y qué?
-Limpio y transparente. Tiene los resultados guardados debajo de una botella de vodka. Los he visto. Se ha bebido suficiente matarratas como para destruir a un ejército. La única vez que no bebió nada fue cuando estuvo en chirona por borracho. Lo único que no dio normal en el chequeo fueron los triglicéridos, tiene 264 menos de los que hay que tener.
-¡Al menos le pasa algo!
-De todos modos, no es justo. Ha enterrado a casi todos sus amigos borrachos y a alguna de sus amigas borrachas.
-Ha tenido suerte no sólo con la escritura, Nelson.
-Es como un perro que hubiera logrado cruzar sin mirar una autopista congestionada sin ser atropellado.
-¿Y le preguntaste cómo es eso?
-Sí. Se rió de mí. Dijo que los dioses están de su parte. Dijo que es su karma.
-¿Karma? ¡Si ni siquiera sabe lo que significa esa palabra!
-Fanfarronea, Harold. Fui a una lectura de sus poemas y cuando uno de los estudiantes le preguntó qué pensaba que era el existencialismo, le contestó que «pedos de Sartre».
-¿Cuándo van a ponerle en evidencia?
-¡No veo el momento!
Sorbieron sus cafés express.
Entonces la cabeza de Nelson empezó a saltar y a hacer reverencias otra vez.
-¡Follawski! ¡Es tan feo! ¿Cómo puede una mujer besarlo sin vomitar?
-¿Tú crees que realmente ha conocido a todas esas mujeres sobre las que escribe, Nelson?
-Bueno, yo he conocido a algunas. Y tienen bastante buen aspecto. No lo entiendo.
-Le tienen lástima. Es como un perro con sarna.
-Que cruza una autopista congestionada sin mirar.
-¿Por qué seguirá teniendo suerte?
-Mierda, yo qué sé. Cada vez que sale se mete en un lío. Lo último que he oído es sobre un editor que lo llevó a él y a su novia al Polo Lounge. Se levantó de la mesa para ir al lavabo de caballeros y se perdió. Se dedicó a dar vueltas diciéndole a la gente que eran todos unos impostores. Cuando el maître se acercó para ver qué era aquel escándalo, él le amenazó con una navaja. Ahora no le está permitida la entrada al Polo Lounge.
-¿No te enteraste de cuando lo invitaron a la casa de ese profesor y se meó en un tiesto con flores y prendió fuego al gallinero?
-No tiene ni un puto gramo de clase.
-Nada en absoluto.
Otra vez se sumieron en un silencio momentáneo.
Entonces Harold suspiró.
-No sabe escribir, Nelson.
-Y no tiene educación literaria, Harold.
-Es un maleducado y un mal leído, Nelson.
-Un pichaboba. Un completo pichaboba. Le odio.
-¿Por qué lo leen? ¿Por qué compran sus libros?
-Es por el estilo simple que tiene. Esa falta de profundidad les da confianza.
-¡Aquí nosotros escribiendo algunos de los versos más grandiosos del siglo XX y ese pichaboba de Follawski llevándose los aplausos!
-Tiene un espíritu despreciable.
-Es un impostor.
-¿Cómo puede una mujer besar esa cara tan fea?
-¡Tiene los dientes amarillos!
Entonces sonó el teléfono.
-Disculpa, Harold...
Nelson contestó el teléfono.
-Dígame... Ah, mamá... ¿Qué? Bueno, no lo sé. No, no creo que sea una buena idea. No, no lo creo. Bien, mamá, vamos a dejar este asunto... Ya sé que tenías la mejor intención. Vale. Oye, mamá, ahora estoy en una reunión. Estamos trabajando en la organización de una lectura de poesía en el Hollywood Bowl. Te llamaré pronto, mamá. Un beso...
Nelson colgó de un golpe.
-¡ESA PUTA!
-¿Qué pasa, Nelson?
-¡Está tratando de encontrarme un TRABAJO! ¡ESO ES LA MUERTE!
-¡Santo cielo! Pero ¿es que no comprende?
-Me temo que no, Harold.
-¿Follawski ha tenido madre alguna vez?
-¿Estás bromeando? ¿Que una cosa así venga de otro cuerpo? ¿Un cuerpo humano? Imposible.
Entonces Nelson se levantó y comenzó a deambular por la habitación. Su cabeza se sacudía más que nunca.
-¡DIOS MÍO, ME CANSA TANTO ESPERAR! ¡ES QUE NADIE PERCIBE EL GENIO!
-Bueno, Nelson, mi madre, no. Hasta la noche en que murió, no. Pero, al menos, sí tuvo inteligencia suficiente para ahorrar e invertir su dinero.
Nelson volvió a sentarse. Se cogió la cabeza con las manos.
-Jesús, Jesús...
Harold sonrió.
-Bueno, a nosotros nos recordarán 100 años después de que él haya muerto...
Nelson retiró las manos, miró hacia arriba. La cabeza rompió todos los récords de inclinaciones para arriba y para abajo.
-PERO ¿NO TE DAS CUENTA? ¡AHORA LAS COSAS SON DISTINTAS! ¡ES POSIBLE QUE PARA ENTONCES EL MUNDO HAYA VOLADO EN PEDAZOS! ¡N0 SEREMOS APRECIADOS NUNCA!
-Sí -dijo Harold-, sí, eso es cierto. ¡Ah, qué maldición!
En algún lugar de una ciudad sureña Follawski estaba sentado a su máquina de escribir, borracho, escribiendo sobre dos escritores que había conocido. No era un gran relato, pero era necesario. Escribía un cuento al mes para una revista de sexo que publicaba religiosamente todo cuanto él les enviaba. Sin importar lo malo que fuese. Posiblemente, debido a su fama internacional.
A Follawski le gustaba que sus páginas aparecieran entre fotografías de coños despatarrados. Se imaginaba a alguna de las modelos de las fotos hojeando la revista y topándose con uno de sus relatos.
-¿Qué mierda es esto? -dirían.
Chicas, contestaría él si pudiese, esto es la frase simple, sin confusiones, el diálogo realista. Ésta es la forma en que debe hacerse. Y sólo podréis besar mi fea cara con los dientes amarillos en vuestros sueños. Yo ya estoy comprometido.
Follawski sacó la última página de la máquina, la unió con un clip a las otras y luego buscó un sobre de papel manila. Ésa era la parte más pesada del trabajo de ser escritor: meter lo escrito en el sobre, poner la dirección, pegar el sello y enviarlo, después, por correo.
Y normalmente le llevaba un par de copas de vino rematar una de las formas más bonitas que se han inventado para pasar la noche.
Se sirvió la primera.

jueves, 25 de marzo de 2010

"KID STARDUST EN EL MATADERO" de Bukowski "texto completo"

KID STARDUST EN EL MATADERO


La suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida;
desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como
recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco. así que bajé al
matadero y entré en la oficina.
¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.
no, mentí yo.
había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y
demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los
suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes. me habían
explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un
ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa... algo
muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el
timbre y ya llega otro, y después se largó. cuando vi que se iba me quité la bata, el casco
metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me
largué de allí. y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.
pareces un poco viejo para el trabajo.
quiero endurecerme. necesito trabajo duro, muy duro, mentí.
¿y puedes aguantarlo?
otra cosa no tendré, pero coraje si. fui boxeador. y bueno.
¿ah sí?
si.
vaya, se te nota en la cara. debieron darte duro.
de lo de la cara no hagas caso. yo tenía un juego de brazos magnífico. todavía lo tengo.
lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenia que parecer verdad.
sigo el boxeo. no recuerdo tu nombre.
peleaba con otro nombre, Kid Stardust.
¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.
peleé en América del Sur, en Africa, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas.
Por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo no me gusta poner que fui boxeador porque la
gente cree que hablo en broma o que miento. lo dejo en blanco y se acabó.
vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica. mañana a las nueve y medía te
pondremos a trabajar. ¿dices que quieres trabajo duro?
bueno, si tenéis otra cosa
no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta. no sé sí darte el trabajo
no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.
yo no soy gente: soy Kid Stardust.
vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!
no me gustó el tono.
dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la
tarjeta con mí nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de
descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí. había una fila de hombres sentados en un
banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.
yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con
mi mejor acento golfo:
dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.
alguien señaló.
¿Thurman?
¿Sí?
trabajo para ti.
¿Sí?
sí.
me miró.
¿y las botas?
¿botas?
no tengo, dije.
sacó un par de botas de debajo del banco y me las dió. viejas, duras, tiesas. me las
puse. la historia de siempre: tres números menos. me encogían y me espachurraban los dedos.
luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico. allí me quedé de pie
mientras él encendía un cigarrillo. tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.
vamos.
eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes
negros. yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo
menos dos o tres veces más anchos.
¡Charley! aulló Thurman.
Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.
sudaba ya bajo el casco metálico.
¡¡dale TRABAJO!!
dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le
pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los
estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?
Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el
muelle.
espera aquí.
luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de
un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado. con mierda de pollo. y cada
carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina. no,
no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.
uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y
yo los cogía y se los tiraba al que estaba detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la
caja. los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto
lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacía mí por el aire. comprendí que
querían reventarme. pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la
espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta
el último gramo de energía. apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más
y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo. estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el
suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de
mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos... los
jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el
casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones
jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta
luz eléctrica. era de noche en el infierno. bueno, siempre me había gustado el trabajo
nocturno.
¡vamos!
me llevaron a otro local. arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared
del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras
ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho,
recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.
acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho. ¿cómo pueden
distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?
VENGA... ¡MENEALA!
¿Menéala?
eso es: ¡BAILA CON ELLA!
¿qué?
¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!
George se puso debajo de la ternera muerta. la agarró. UNO. corrió hacia adelante.
DOS. corrió hacia atrás. TRES. corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela
al suelo. alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella. lista para las carnicerías del
mundo. lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las
dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y
sintiendo casi nada.
me pusieron debajo de la ternera siguiente.
UNO.
DOS.
TRES.
la tenía. sus huesos muertos contra mis huesos vivos. su carne muerta contra mi carne
viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría,
pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y
yo tengo una copa en la mano y hablo lenta pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia
la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUELGALA DEL CAMION! caminé hacia
el camión. por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares
de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso
demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía,
sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y
tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además sí soltaba la ternera
quizá tuviera que volver a recogerla. además se ensuciaría. yo no quería que se ensuciase. o
más bien... ellos no querían que se ensuciase.
llegué al camión.
¡CUELGALA!
el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el
trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de
arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era
todo cartílago y grasa, duro, duro.
¡VAMOS! ¡VAMOS!
utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro. el
gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro,
colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.
¡MUEVETE!
un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su
ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.
¡aquí trabajamos en cadena!
vale, campeón.
me puse delante de él. otra ternera me esperaba. cada una que agarraba estaba seguro
de que sería la última que podría agarrar. pero me decía.
una más
sólo una más
luego
lo dejo.
a la
mierda.
ellos estaban esperando que me rajara. lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando
creían que no miraba. no quería darles el placer de la victoria. agarré otra ternera. como el
campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.
pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.
lo había conseguido. un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían
derrotarme. fui tras ellos hada un carrito que alguien había traído. vi elevarse el vapor del café
en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.
¡EH, TU!
era Charley. Charley, como yo.
¿ sí, Charley?
antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.
era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo. la parada
dieciocho quedaba al otro extremo del patio.
conseguí abrir la puerta y subir a la cabina. tenía un asiento blando de suave piel y era
tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era
un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y
demás. di vuelta a la llave y conseguí encender el motor. fui probando pedales y palancas
hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la
parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito. era una
tragedia para mí, una verdadera tragedia. aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí
sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel. luego abrí la puerta y
salí. no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi
maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro. no me hice daño, ni siquiera lo
sentí. me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino
de la calle.
les vi dirigirse de nuevo al muelle riendo y encendiendo cigarrillos.
me quité las botas, me quité la bata, me quité el casco metálico y fui hasta el garito del
patio de entrada, tiré bata, casco y botas por encima del mostrador. El viejo me miró:
vaya, así que dejas esta BUENA colocación...
diles que me manden por correo el cheque de mis dos horas de trabajo o si no que se lo
metan en el culo ¡me da igual!
salí. crucé la calle hasta un bar mejicano y bebí una cerveza. luego cogí el autobús y
volví a casa. el patio escolar norteamericano me había derrotado otra vez.

miércoles, 24 de marzo de 2010

LA MÁQUINA DE FOLLAR de Bukowski "texto completo"


Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. ni siquiera pensaba en follar. sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor... había otros cinco o seis mirando sus cervezas. imbéciles. así que Tony se sentó con nosotros.

—¿qué hay de nuevo, Tony? —pregunté.

—es una mierda —dijo Tony.

—no hay nada nuevo.

—mierda —dijo Tony.

—ay, mierda —dijo Mike el Indio.

bebimos las cervezas.

—¿qué piensas tú de la Luna? —pregunté a Tony.

—mierda —dijo Tony.

—sí —dijo Mike el Indio—, el que es un carapijo en la Tierra es un carapijo en la Luna, qué mas dá.

—dicen que probablemente no haya vida en Marte —comenté.

—¿y qué coño importa? —preguntó Tony.

—ay, mierda —dije—. dos cervezas más.

Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero. lo guardó. volvió.

—mierda, vaya calor. me gustaría estar más muerto que los antiguos.

—¿adónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony? —¿y qué coño importa? —¿tú no crees en el Espíritu Humano? —¡eso son cuentos! —¿y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos ésos? —cuentos, cuentos. bebimos las cervezas pensando en esto. —bueno —dije—, voy a echar una meada. fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el Búho. la saqué y empecé a mear. —vaya polla más pequeña que tienes —me dijo. ——cuando meo y cuando medito sí. pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis. —hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. porque ahí veo por lo menos cinco centímetros. —es sólo el capullo. —te doy un dólar si me dejas chupártela. —no es mucho. —eso e's más del capullo. seguro que no tienes más que eso. —vete a la mierda, Petey. —ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza. volví a mi asiento. —dos cervezas más —pedí. Tony hizo la operación habitual. luego volvió. —vaya calor, voy a volverme loco —dijo. —el calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo —le expliqué a Tony. —¡corta ya! ¿me estás llamando loco? —la mayoría lo estamos. pero permanece en secreto. —sí, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime, ¿cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿hay alguno? —unos cuantos. —¿cuántos? —¿de todos los millones que existen?

—sí. sí.

—bueno, yo diría que cinco o seis.

—¿cinco o seis? —dijo Mike el Indio—. ¡hombre, no jodas! —¿cómo sabes que estoy loco? di —dijo Tony—. ¿cómo podemos funcionar si estamos locos?

—bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo unos cuantos para controlarnos, demasiado pocos, así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras. de momento, es todo lo que pueden hacer. yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. pero ahora sé que también los locos controlan el espacio.

—¿cómo lo sabes?

—porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna. —¿y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna?

—sería lo mismo —dije.

—¿entonces tú eres imparcial? —preguntó Tony.

—soy imparcial con todos los tipos de locura.

silencio. seguimos bebiendo. Tony también; empezó a servirse whisky con agua. podía; era el dueño.

moño, qué calor hace —dijo Tony.

—mierda, sí —dijo Mike el Indio.

entonces Tony empezó a hablar.

—locura —dijo— ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura?

—claro —dije.

—no, no, no... ¡quiero decir AQUÍ, en mi bar!

—¿sí?

—sí. algo tan loco que a veces me da miedo.

——explícame eso, Tony —dije, siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.

Tony se acercó más.

—conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar. no esas chorradas de las revistas de tías. esas cosas que se ven en los anuncios. botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. este tipo lo ha conseguido de veras. es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir nuestro gobierno. antes de que pudieran agarrarlo los rusos. no lo contéis por ahí.

—claro hombre, no te preocupes...

—von Brashlitz. el gobierno intentó hacerle trabajar en el ESPACIO. no hubo nada que hacer. es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa MAQUINA DE FOLLAR. al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Ángel... le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos, mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo. así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche, llega aquí y empieza a beber. me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos. y le escondí aquí. aquí vienen muchos locos, ya sabéis.

—sí —dije yo.

—luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo. había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones.

—llevo toda la vida buscando una mujer así —dije yo.

Tony se echó a reír.

—y quién no. yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MAQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.

—¿Y?

—fue como ir al cielo antes de morir.

—déjame que imagine el resto —le pedí.

—imagina.

—von Brashlitz y su MAQUINA DE FOLLAR están en este momento arriba, en esta misma casa.

—eso es —dijo Tony.

—¿cuánto?

—veinte billetes por sesión.

—¿veinte billetes por follarse una máquina?

—ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. ya lo verás.

—Petey el Búho me la chupa y me da un dólar.

—Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses.

le di mis veinte.

—te advierto, Tony, que si se trata de una chifladura del calor, perderás a tu mejor cliente.

—como dijiste antes, todos estamos locos de todas formas. puedes subir.

—de acuerdo —dije.

—vale —dijo Mike el Indio—. aquí están mis veinte.

—os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. el resto es para von Brashlitz. quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y von B. bebe cerveza como un loco.

—de acuerdo —dije—. ya tienes los cuarenta. ¿dónde está esa inmortal MAQUINA DE FOLLAR?

Tony levantó una parte del mostrador y dijo:

—pasad por aquí. tenéis que subir por la escalera del fondo. cuando lleguéis llamáis y decís «nos manda Tony».

—¿en cualquier puerta?

—la puerta 69.

—vale —dije—, ¿qué más?

—listo —dijo Tony—, preparad las pelotas.

encontramos la escalera. subimos.

—Tony es capaz de todo por gastar una broma —dije.

llegamos. allí estaba: puerta 69.

llamé:

—nos manda Tony.

—¡oh, pasen, pasen, caballeros!

allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo, vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble. como en las viejas películas. tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.

cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul...

—caballeros... mi hija Tanya...

—¿qué?

=sí, ya lo sé, soy tan... viejo... pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar. pueden creer lo que quieran. de todos modos, ésta es mi hija Tanya...

—hola, muchachos —dijo ella sonriendo.

luego todos miramos hacia la puerta en que había este letrero: SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR..

terminó su cerveza.

—bueno... supongo, muchachos, que venís a por el mejor POLVO de todos los tiempos...

—¡papaíto! —dijo Tanya—. ¿por qué tienes que ser siempre tan grosero?

Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro.

luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR. se volvió y nos sonrió. luego, muy despacio, abrió la puerta. entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas.

el chisme estaba DESNUDO, una mesa de metal.

el profesor nos plantó aquel maldito trasto delante y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán.

una masa de metal con aquel agujero en el centro. el profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar de aquel aceite. sin dejar de tararear aquella insensata canción alemana.

y siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos miró por encima del hombro y dijo: «bonita, ¿eh?». luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.

Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:

—maldita sea... ¡han vuelto a tomarnos el pelo!

—sí —dije yo—, estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo, pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.

von Brashlitz soltó una carcajada. se acercó al armario de bebidas. sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago y se sentó frente a nosotros.

—cuando empezamos a saber en Alemanía que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco, hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo: la auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes. si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica... los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegara Marte... los primeros en todo. en fin, el resultado exacto no lo sé... numéricamente o en términos de energía cerebral científica. sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron un trago, me pusieron una pistola en la sien, hicieron promesas, hablaron y hablaron. yo lo firmé todo...

—todas esas consideraciones históricas me parecen muy bien —dije yo—. pero no voy a meter la polla, mi pobrecita polla, en ese cacharro de acero o de lo que sea. Hitler debía ser realmente un loco para confiar en usted. ¡ojalá le hubieran echado el guante los rusos! ¡yo lo que quiero es que me devuelvan mis veinte dólares!

von Brashlitz se echó a reír.

—jiii jiii jiii ji... es sólo mi bromita de siempre. jiü jiii jiu ji!

metió otra vez el cacharro en el cuartito. cerró la puerta.

—¡ay, ji jiii ji! —bebió otro trago de schnaps.

luego se sirvió más. lo liquidó.

—caballeros, ¡yo soy un artista y un inventor! mi MAQUINA DE FOLLAR es en realidad mi hija, Tanya...

—¿más chistecitos, von? —pregunté.

—¡no es ningún chiste! ¡Tanya! ¡ponte en el regazo de este caballero!

Tanya soltó una carcajada, se levantó, se acercó y se sentó en mi regazo. ¿Una MAQUINA DE FOLLAR? ¡no podía serlo! su piel era piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica... cada movimiento era distinto, y respondía a los míos.

me lancé inmediatamente, le arranqué la blusa, le metí mano en las bragas, hacía años que no estaba tan caliente; luego nos enredamos; de algún modo acabamos de pie... y la entré de pie, tirándole de aquel pelo largo y rubio, echándole la cabeza hacia atrás, luego bajando, separándole las nalgas y acariciándole el ojo del culo mientras le atizaba, y se corrió... la sentí estremecerse, palpitar, y me corrí también.

¡nunca había echado polvo mejor!

Tanya se fue al baño, se limpió y se duchó, y volvió a vestirse para Mike el Indio. supuse.

—el mayor invento de la especie humana —dijo muy serio von Brashlitz.

tenía toda la razón.

por fin Tanya salió y se sentó en mi regazo.

—¡NO! ¡NO! ¡TANYA! ¡AHORA LE TOCA AL OTRO! ¡CON ESE ACABAS DE FOLLAR!

ella parecía no oír, y era extraño, incluso en una MAQUINA DE FOLLAR, porque yo nunca había sido muy buen amante, la verdad.

—¿me amas? —preguntó.

—sí.

—te amo, y soy muy feliz. y... teóricamente no estoy viva. ya lo sabes, ¿verdad?

—te amo, Tanya, eso es lo único que sé.

—¡cago en tal! —chilló el viejo—. ¡esta JODIDA MAQUINA!

se acercó a la caja barnizada en que estaba escrita la palabra TANYA a un lado. salían unos pequeños cables; había marcadores y agujas que temblequeaban, y varios indicadores, luces que se apagaban y se encendían, chismes que tictaqueaban... von B. era el macarra más loco que había visto en mi vida. empezó a hurgar en los marcadores, luego miró a Tanya:

—¡25 AÑOS! ¡toda una vida casi para construirte! ¡tuve que esconderte incluso de HITLER! y ahora... ¡pretendes convertirte en una simple y vulgar puta!

—no tengo veinticinco —dijo Tanya—. tengo veinticuatro.

—¿lo ves? ¿lo ves? ¡como una zorra normal y corriente!

volvió a sus marcadores.

—te has puesto un carmín distinto ——dije a Tanya.

—¿te gusta?

—¡oh, sí!

se inclinó y me besó.

von B. seguía con sus marcadores. tenía el presentimiento de que ganaría él.

von Brashlitz se volvió a Mike el Indio:

—no se preocupe, confíe en mí, no es más que una pequeña avería. lo arreglaré en un momento.

—eso espero —dijo Mike el Indio—. se me ha puesto en treinta y cinco centímetros esperando y he pagado veinte dólares.

—te amo —me dijo Tanya—. no volveré a follar con ningún otro hombre. si puedo tenerte a ti, no quiero a nadie más.

—te perdonaré Tanya, hagas lo que hagas.

el profe estaba corridísimo. seguía con los cables pero nada lograba.

—¡TANYA! ¡AHORA TE TOCA FOLLAR CON EL OTRO! estoy... cansándome ya... tengo que echar otro traguito de aguardiente... dormir un poco... Tanya...

—oh —dijo Tanya— ¡este jodido viejo! ¡tú y tus traguitos, y luego te pasas la noche mordisqueándome las tetas y no puedo dormir! ¡ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente! ¡eres asqueroso!

—¿COMO?

—¡DIJE «QUE NI SIQUIERA ERES CAPAZ DE CONSEGUIR UN EMPALME DECENTE»

—¡esto lo pagarás Tanya! ¡eres creación mía, ;no yo creación tuya!

seguía hurgando en sus mágicos marcadores. quiero decir, en la máquina. estaba fuera de sí, pero se veía claramente que la rabia le daba una clarividencia que le hacía superarse.

—es sólo un momento, caballero —dijo dirigiéndose a Mike. ¡sólo tengo que ajustar los cuadros electrónicos! ¡un momento! ¡vale! ¡ya está!

entonces se levantó de un salto. aquel tipo al que habían salvado de los rusos.

miró a Mike el Indio.

—¡ya está arreglado! ¡la máquina está en orden! ¡a divertirse caballero!

luego, se acercó a su botella de aguardiente, se sirvió otro pelotazo y se sentó a observar.

Tanya se levantó de mi regazo y se acercó a Mike el Indio. vi que Tanya y Mike el Indio se abrazaban.

Tanya le bajó la cremallera. le sacó la polla, ¡menuda ,polla tenía el tío! había dicho treinta y cinco centímetros, pero parecían por lo menos cincuenta.

luego Tanya rodeó con las manos la polla de Mike.

él gemía de gozo.

luego la arrancó de cuajo. la tiró a un lado.

vi el chisme rodar por la alfombra como una disparatada salchicha, dejando tristes regueruelos de sangre. fue a dar contra la pared. allí se quedó como algo con cabeza pero sin piernas y sin lugar alguno a donde ir... lo cual era bastante cierto.

luego, allá fueron las BOLAS volando por el aire. una visión saltarina y pesada. simplemente aterrizaron en el centro de la alfombra y no supieron qué hacer más que sangrar.

así que sangraron.

von Brashlitz, el héroe de la invasión rusonorteámericana, miró ásperamente lo que quedaba de Mike el Indio, mi viejo camarada de sople, rojo rojo allá en el suelo, manando por su centro... von B. se dio el piro, escaleras abajo...

la habitación 69 había hecho de todo salvo aquello.

luego le pregunté a ella:

—Tanya, habrá problemas aquí muy pronto. ¿por qué no dedicamos el número de la habitación a nuestro amor?

—¡como quieras, amor mío!

lo hicimos, justo a tiempo; y luego entraron aquellos idiotas. uno de aquellos enterados declaró entonces muerto a Mike el Indio. y como von B. era una especie de producto del gobierno norteamericano, en seguida se llenó aquello de gente, varios funcionarios de mierda de diversos tipos, bomberos, periodistas, la pasma, el inventor, la CIA, el FBI y otras diversas formas de basura humana. Tanya vino y se sentó en mi regazo. —ahora me matarán. procura no entristecerte, por favor. no contesté. luego von Brashlitz se puso a chillar, apuntando a Tanya: —¡SE LO ASEGURO, CABALLEROS, ELLA NO TIENE NINGÚN SENTIMIENTO! ¡CONSEGUÍ QUE HITLER NO LA AGARRASE! ¡se lo aseguro, no es más que una MAQUINA! todos se limitaron a quedarse allí mirándole. nadie le creía. era ni más ni menos la máquina más bella, la mujer por así decirlo, que habían visto en su vida. —¡maldita sea! ¡majaderos! toda mujer es una máquina de follar, ¿es que no se dan cuenta? ¡apuestan al mejor caballo! ¡EL AMOR NO EXISTE! ¡ES UN ESPEJISMO DE CUENTO DE HADAS COMO LOS REYES MAGOS! aun así no le creían. —¡ESTO es sólo una máquina! ¡no tengan ningún MIEDO! ¡MIREN! von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya. lo arrancó de cuajo del cuerpo. y dentro, dentro del agujero del hombro, se veía claramente, no había más que cables y tubos, cosas enroscadas y entrelazadas, además de cierta sustancia secundaria que recordaba vagamente la sangre. y yo vi a Tanya allí de pie con aquellos alambres enroscados colgándole del hombro donde antes tenía el brazo. me miró: —¡por favor, hazlo por mí! recuerda que te pedí que no te pusieras triste. vi como se echaban sobre ella, como la destrozaban y la violaban y la mutilaban.

no pude evitarlo. apoyé la cabeza en las rodillas y me eché a llorar...

Mike el Indio nunca llegó a cobrarse sus veinte dólares.

pasaron unos meses. no volví al bar. hubo juicio, pero el gobierno eximió de toda culpa a von B. y a su máquina. me trasladé a otra ciudad. lejos. y un día estaba sentado en la peluquería y cogí una revista pornográfica. había un anuncio: < ¡Hinche su propia muñequita! veintinueve dólares noventa y cinco. goma resistente, muy duradera. cadenas y látigos incluidos en el lote. un bikini, sostén, bragas, dos pelucas, barra de labios y un tarrito de poción de amor incluidos. von Brashlitz Co.».

envié un pedido. a un apartado de correos de Massachusetts. también él se había trasladado.

el paquete llegó al cabo de unas tres semanas. fue bastante embarazoso porque yo no tenía bomba de bicicleta, y me puse muy caliente cuando saqué todo aquello del paquete. tuve que bajar a la gasolinera de la esquina y utilizar la bomba de aire.

hinchada tenía mejor pinta. grandes tetas, un culo. inmenso.

—¿qué es eso que tiene ahí, amigo? —me preguntó el de la gasolinera.

—oiga, oiga, yo le he pedido prestado un poco de aire. soy un buen cliente, ¿no?

—bueno, bueno, puede coger el aire. pero es que no puedo evitar la curiosidad... ¿qué tiene ahí?

—¡vamos, déjeme en paz! —dije.

—¡DIOS MIO! ¡que TETAS! ¡mire, mire!

—¡ya las veo, imbécil!

le dejé con la lengua fuera, me eché el chisme al hombro y volví a casa. me metí en el dormitorio.

aún estaba por plantearse la gran cuestión...

abrí las piernas buscando algún tipo de abertura.

von B. no lo había hecho mal del todo.

me eché encima y empecé a besar aquella boca de goma. de cuando en cuando echaba mano a una de las gigantescas tetas de goma y la chupaba. le había puesto una peluca amarilla y me

había frotado con la poción de amor toda la polla. no hizo falta mucha poción de amor, con la del tarro habría para un año.

la besé apasionadamente detrás de las orejas, le metí el dedo en el culo y le di sin parar. luego la dejé, di un salto, le encadené los brazos a la espalda, con el candadito y la llave, y le azoté el culo de lo lindo con los látigos.

¡dios mío, voy a volverme loco! pensé.

después de azotarla bien, volví a metérsela. follé y follé. era más bien aburrido, la verdad. imaginé perros follando con gatas; imaginé dos personas follando en el aire mientras caían de un rascacielos. imaginé un coño grande como un pulpo, reptando hacia mí, apestoso, anhelante de orgasmo. recordé todas las bragas, rodillas, piernas, tetas y coños que había visto. la goma sudaba; yo sudaba.

—¡te amo, querida! —susurré jadeante en sus oídos de goma.

me fastidia admitirlo, pero me obligué a eyacular en aquella sarnosa masa de goma. no se parecía en nada a Tanya.

cogí una navaja de afeitar y destrocé el artefacto. lo tiré donde las latas vacías de cerveza.

¿cuántos hombres compran esos chismes absurdos en Norteamérica?

¿no pasas ante medio centenar de máquinas de joder si das una vuelta por cualquier calle céntrica de una gran ciudad de Norteamérica? con la única diferencia de que éstas pretenden ser mujeres.

pobre Mike el Indio, con su polla muerta de cincuenta centímetros.

todos los pobres mikes. todos los que escalan el Espacio. todas las putas de Vietnam y Washington.

pobre Tanya, con su vientre que había sido el vientre de un cerdo. sus venas que habían sido las venas de un perro. apenas cagaba o meaba, follar, sólo follaba (corazón, voz y lengua prestados por otros). por entonces sólo debían haber hecho unos diecisiete transplantes de órganos. von B. iba muy por delante de todos.

pobre Tanya, qué poco había comido la pobre... básicamente queso barato y uvas pasas. nunca había deseado dinero ni propiedades ni grandes coches nuevos, ni casas supercaras. jamás había leído el diario de la tarde. no deseaba en absoluto una televisión en color, ni sombreros nuevos, ni botas de lluvia, ni charlas de patio con mujeres idiotas; jamás había querido un marido médico, o corredor de bolsa, o miembro del Congreso o policía.

y el tipo de la gasolinera sigue preguntándome:

—oiga, ¿qué fue de aquello que trajo a hinchar aquel día? pero ya no me lo preguntará más. voy a echar gasolina en otro sitio. y no volveré tampoco a la barbería donde vi la revista del anuncio de la muñeca de goma de von B. voy a intentar olvidarlo todo.

¿no harías tú lo mismo?.