jueves, 27 de mayo de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA CARTERO" - CAPITULO 4

CAPÍTULO IV







1


Entonces desarrollé un nuevo sistema en el hipódromo. Saqué 3.000 dólares en mes y medio, y sólo iba a las carreras dos o tres veces por semana. Empecé a soñar. Vi una casita junto al mar. Me vi vestido con ropas lujosas, tranquilo, levantándome por las mañanas, subiendo a mi coche importado, conduciendo con calma todo el camino hasta el hipódromo. Vi cenas relajadas, precedidas y seguidas por buenas bebidas heladas en vasos de colores. Las grandes propinas. El puro. Y mujeres como tú las deseabas. Es fácil caer en este tipo de pensamientos cuando los hombres te entregaban buenos fajos de billetes por las ventanillas de pagos. Cuando en una carrera de 1.200 metros, corrida en minuto y 9 segundos, te sacabas la paga de un mes.

Así que allí estaba yo, en la oficina del superintendente. Allí estaba él, detrás de su escritorio. Yo llevaba un puro en la boca y whisky en el aliento. Me sentía adinerado. Tenia aspecto de adinerado.

-Señor Winters -dije-, la Oficina de Correos me ha tratado bien, pero tengo intereses externos de negocios de los que simplemente me he de ocupar. Si no me puede dar una excedencia, me veo obligado a renunciar.

-¿No le di ya un permiso de excedencia anteriormente, Chinaski?

-No, señor Winters, usted denegó mi solicitud de excedencia. Esta vez no hay vuelta de hoja. Si no me la da, me veré obligado a despedirme.

-Está bien, rellene el impreso. Pero sólo le puedo dar 90 días de excedencia.

-Me quedo con ellos -dije, exhalando una bocanada de humo azul de mi costoso puro.



2


Las carreras se habían desplazado a la costa, a unos 150 kilómetros. Sin dejar de pagar el alquiler de mi apartamento en la ciudad, me subí al coche y me fui para allá. Una o dos veces a la semana volvía al apartamento, recogía el correo, a lo mejor dormía allí y luego regresaba a la costa.

Era una buena vida, y no paraba de ganar. Cada noche, después de la última carrera, me tomaba una o dos copas en el bar, dándole buenas propinas al camarero. Parecía una nueva vida. No podía equivocarme.

Una noche ni siquiera me molesté por ver la última carrera. Me fui al bar.

Mi apuesta habitual eran 50 dólares. Después de apostar 50 a ganador durante un tiempo, es igual que si apostaras 5 o 10.

-Escocés con agua -le dije al barman-. Creo que ésta se la voy a oír al locutor.

-¿A quién lleva?

-A Blue Stocking -le dije-. 50 a ganador.

-Lleva demasiado peso.

-¿Estás de broma? Un buen caballo puede llevar 61 kilos en un premio de seis mil dólares. Eso indica, de acuerdo con las condiciones, que el caballo ha hecho algo que ningún otro de la carrera ha hecho.

Por supuesto, ésa no era la razón por la que había apostado a Blue Stocking. Siempre me gustaba desorientar. No quería compartir con nadie los beneficios.

En esos días no tenían circuito cerrado de televisión. Sólo escuchabas por el altavoz. Llevaba ganados 380 dólares. Si perdía en la última carrera me quedaba con unos beneficios de 330 dólares. Un buen día de trabajo.

Escuchamos. El locutor nombró todos los caballos de la carrera menos Blue Stocking.

Mi caballo se ha debido quedar, pensé.

Llegaron a la recta final, cogiendo la cuerda. Aquel hipódromo era famoso por su corta recta final.

Entonces, justo antes de que acabara la carrera, el locutor gritó:

-¡Y AQUI LLEGA BLUE STOCKING POR EL EXTERIOR! ¡BLUE STOCKING VA A COGER LA CABEZA! ¡ES... BLUE STOCKING!

-Disculpa -le dije al camarero-, en seguida vuelvo. Ponme un whisky doble con agua.

-¡Sí, señor! -dijo él.

Salí a mirar el totalizador que habla junto al paddock. Blue Stocking estaba a 9/2. Bueno, no era 8, o 10 a uno, pero yo jugaba al ganador, no al precio. Cogí los 250 pavos de beneficio más el cambio. Volví al bar.

-¿Cuál le gusta para mañana, señor? -me preguntó el camarero.

-Mañana será otro día -le dije.

Acabé mi bebida, le di un dólar de propina y me marché.



3


Todas las noches era más o menos lo mismo. Conducía a lo largo de la costa buscando un sitio para cenar. Quería sitios caros que no estuviesen muy concurridos. Llegué a desarrollar un olfato infalible para encontrar lugares así. Los distinguía sólo con mirarlos desde fuera. No siempre podías conseguir una mesa que diera directamente al mar a no ser que estuvieras dispuesto a esperar. Pero de cualquier forma, siempre veías el océano allí fuera, y la luna, y te permitías la debilidad de sentirte romántico. Te permitías el lujo de disfrutar de la vida. Siempre pedía una pequeña ensalada y un gran filete. Las camareras sonreían de una manera deliciosa y se ponían muy cerca de ti. Cuánto distaba del zarrapastroso, que hacía años había trabajado en un matadero, que había cruzado el país con una pandilla de tipos de la peor ralea contratados por el ferrocarril, que había trabajado en una fábrica de galletas para perros, que había dormido en bancos de parques, que había trabajo en oficios de perra gorda en docenas de ciudades a lo largo de toda la nación...



4


Un día estaba en el bar, en el intermedio entre dos carreras, y vi a esta mujer. Dios o quien sea no para de crear mujeres y de lanzarlas al mundo, y el culo de ésta es demasiado grande y las tetas de esta otra son demasiado pequeñas, y esta otra está chiflada y aquélla es una histérica, y aquella otra es una fanática religiosa y ésa de más allá lee hojas de té, y ésta no puede controlar sus pedos, y la otra tiene una narizota, y ésta tiene piernas como palillos...

Pero de vez en cuando surge una mujer toda en sazón, una mujer que estalla fuera de sus ropas... una criatura sexual, una maldición, el acabóse. Miré y allí estaba, en el fondo del bar. Estaba bastante bebida y el camarero no le quería servir más y ella empezó a organizar un escándalo y llamaron a uno de los policías del hipódromo. El policía la cogió del brazo llevándosela para fuera y ella no paraba de discutir.

Acabé mi bebida y los seguí.

-¡Oficial! ¡Oficial!

Se paró y me miró.

-¿Ha hecho algo malo mi mujer? -pregunté.

-Creemos que está intoxicada, señor. Iba a llevarla a la salida.

-¿A los cajones de salida?

Se rió.

-No, señor, a la salida del hipódromo.

-Ya me la llevaré, oficial.

-Está bien, señor, pero cuide de que no beba más. No respondí. La cogí del brazo y volvimos a entrar.

-Gracias, me ha salvado la vida -dijo ella.

Pegó su flanco a mi cuerpo.

-No es nada. Me llamo Hank.

-Yo me llamo Mary Lou -dijo ella.

-Mary Lou -dije yo-, te amo.

Ella se rió.

-¿Por cierto, no te esconderás detrás de las columnas en el palacio de la ópera, no?

-Yo no me escondo detrás de nada -dijo ella, sacándose las tetas.

-¿Quieres otra copa?

-Claro, pero no me quieren servir más.

-Hay más de un bar en este hipódromo, Mary Lou. Vamos a subir arriba. Y estáte tranquila. Siéntate en algún lado y yo te traeré tu bebida. ¿Qué bebes?

-Cualquier cosa -dijo ella.

-¿Vale escocés con agua?

-Claro.

Bebimos durante el resto del programa. Me trajo suerte. Acerté dos de las tres últimas carreras.

-¿Trajiste coche? -le pregunté.

-Vine con una especie de imbécil -dijo ella-. Mejor olvidarlo.

-Si tú puedes, yo puedo -le dije.

Nos abrazamos en el coche y su lengua se deslizó dentro y fuera de mi boca como una pequeña serpiente extraviada. Nos separamos y conduje a lo largo de la costa. Era una noche afortunada. Conseguí una mesa mirando al mar, pedimos bebidas y esperamos que nos trajeran los filetes. Todo el mundo tenía los ojos puestos fijos en ella. Me incliné hacia delante y le encendí el cigarrillo, pensando, esto va a ser bueno. Todo el mundo en aquel lugar sabíd lo que yo estaba pensando y Mary Lou también sabia lo que yo estaba pensando, y yo la sonreía por encima de la llama.

-El océano -dije-, míralo allí fuera, batiendo, moviéndose arriba y abajo. Y debajo de todo eso, los peces, los pobres peces luchando ente si, devorándose entre sí. Nosotros somos como esos peces, sólo que estamos aquí arriba. Un mal movimiento y estás acabado. Es bueno ser un campeón. Es bueno conocer tus movimientos.

Saqué un puro y lo encendí.

-¿Otra copita, Mary Lou?

-Cómo no, Hank.



5


Conocía un sitio. Estaba construido de tal forma que se asomaba sobre el mar. Era un edificio viejo, pero con un toque de distinción. Conseguimos una habitación en el primer piso. Podías oír el océano moviéndose allá abajo, podías oír las olas, podías oler el mar, podías sentir la marea subiendo y bajando.

Me tomé mi tiempo con ella mientras hablábamos y bebíamos. Luego me acerqué al sofá y me senté a su lado. Empezamos un poco, riéndonos, charlando y escuchando el océano. Me desnudé pero hice que ella se quedara vestida. Entonces la llevé a la cama y arrastrándome por encima suyo le quité la ropa y me fui para dentro. Era difícil metérsela. Entonces se abrió.

Fue uno de los mejores. Oía el agua, oía la marea subiendo y bajando. Era como si me estuviese corriendo con el océano entero. Parecía durar y durar. Entonces me eché a un lado.

-¡Oh, Cristo! -dije-. ¡Cristo!

No sé por qué Cristo aparece siempre en estos casos.



6


Al día siguiente fuimos a recoger sus cosas a un motel. Había un tipejo moreno con una cicatriz en un lado de la nariz. Parecía peligroso,

-¿Te vas con él? -le preguntó a Mary Lou.

-Sí.

-Está bien. Suerte -encendió un cigarrillo.

-Gracias, Héctor.

¿Héctor? ¿Qué puñetera especie de nombre era ése? -¿Quieres una cerveza? -me preguntó.

-Cómo no -dije yo.

Héctor estaba sentado en el borde de la cama. Fue a la cocina y sacó tres cervezas. Era cerveza buena, importada de Alemania. Abrió la botella de Mary Lou, se la sirvió en un vaso. Entonces me preguntó:

-¿Quieres vaso?

No, gracias.

Me levanté y cogí una botella.

Nos sentamos a beber la cerveza en silencio.

Entonces me dijo:

-¿Eres lo bastante hombre para apartarla de mí?

-Coño, no sé. Es su elección. Si ella quiere quedarse contigo, se quedará. ¿Por qué no se lo preguntas?

-Mary Lou, ¿quieres quedarte conmigo?

-No -dijo ella-, me voy con él.

Me señaló. Me sentí importante. Me habían quitado tantas mujeres otros hombres, que por una vez sentaba bien que fuera todo lo contrario. Encendí un puro. Entonces busqué con la mirada un cenicero. Había uno sobre la cómoda.

Me miré un momento en el espejo para ver lo resacoso que estaba y le vi venir hacia mí como un dardo hacia una diana. Yo todavía llevaba la botella de cerveza en la mano. Giré rápidamente y vino directo hacia ella. Le pegué en plena boca. Toda su boca eran dientes rotos y sangre. Cayó sobre sus rodillas, llorando, tapándose la boca con las dos manos. Vi el estilete. Le di una patada alejándolo de él, lo recogí, lo miré. 9 pulgadas. Apreté el resorte y la cuchilla volvió a meterse dentro. Me lo guardé en el bolsillo.

Entonces, mientras Héctor lloraba, me acerqué y le di un puntapié en el culo. Cayó de bruces al suelo, todavía llorando. Cogí su cerveza y eché un trago.

Entonces me acerqué a Mary Lou y le di un bofetón. Ella gritó.

-¡Zorra! ¿Lo tenias todo preparado, no? ¿Ibas a dejar que este mico me matara por los miserables 400 o 500 dólares que llevo en el bolsillo!

-¡No, no! -dijo ella. Estaba llorando. Los dos estaban llorando.

La volví a abofetear.

-¿Así es como te lo luces, zorra? ¿Matando hombres por unos cuantos billetes?

-¡No, no, YO TE QUIERO, Hank, YO TE QUIERO!

Agarré su vestido azul por el cuello y lo rasgué hasta su cintura. No llevaba sostén. La perra no lo necesitaba.

Salí de allí, llegué a la calle y conduje hasta el hipódromo. Durante dos o tres semanas miraba continuamente por detrás de mi hombro. Tenia los nervios de punta. Nada ocurrió. Nunca más volvía ver a Mary Lou en el hipódromo. Ni a Héctor.



7


Después de eso, el dinero comenzó a irse de alguna forma y al poco tiempo dejé el hipódromo para sentarme en mi apartamento a esperar a que pasaran los 90 días de excedencia. Tenía los nervios hechos trizas de la bebida y la acción. No es nada nuevo hablar de cómo las mujeres descienden sobre los hombres. Piensas que tienes tiempo para tomarte un respiro, levantas la mirada y ya hay otra nueva. Pocos días después de volver al trabajo, ya había otra. Fay. Fay tenía el pelo gris y siempre vestía de negro. Decía que protestaba contra la guerra. Si ella quería protestar contra la guerra, por mí encantado. Era escritora o algo así y frecuentaba un par de librerías de escritores. Tenia ideas acerca de la salvación del mundo y cosas así. Si podía salvarlo para mi, por mí también encantado. Había estado viviendo a base de cheques de manutención enviados por un antiguo marido. Habían tenido 3 hijos, y su madre también le enviaba dinero de vez en cuando. Fay no había tenido más de un par de trabajos en toda su vida.

Mientras tanto Janko mantenía intactas sus reservas de palabrería. Me enviaba a casa todas las mañanas con 'dolor de cabeza. Por aquel tiempo me estaban poniendo numerosas multas de tráfico. Parecía que cada vez que mirara en el retrovisor hubiera luces rojas. Dé un coche patrulla o una moto.

Una noche llegué a mi casa tarde. Estaba realmente molido. Meter la llave en la cerradura me exigía un esfuerzo sobrehumano. Entré en el dormitorio y allí estaba Fay leyendo el New Yorker y comiendo chocolatinas. Ni siquiera me dijo hola.

Entré en la cocina y busqué algo de comer. No había nada en la nevera. Decidí tomarme un vaso de agua. Me acerqué al fregadero. Estaba hasta los topes de mierda. A Fay le gustaba guardar los envases vacíos con sus tapas. Los platos sucios llenaban la mitad del fregadero y flotando sobre el agua, junto a unos cuantos platos de papel, navegaban un montón de envases vacíos.

Volví a entrar en el dormitorio justo cuando Fay estaba metiéndose otra chocolatina en la boca.

-Mira, Fay -le dije-, sé que quieres salvar el mundo, pero ¿no puedes empezar por la cocina?

-Las cocinas no son importantes -dijo ella.

Era difícil pegar a una mujer con el pelo gris, así que opté por irme al baño y abrir el grifo de la bañera. Un baño hirviente podría enfriarme los nervios. Cuando la bañera quedó llena me dio miedo entrar. Mi dolorido cuerpo se había agarrotado por entonces de tal forma que temía hundirme y ahogarme.

Salí a la sala y después de grandes esfuerzos conseguí quitarme la camisa, los pantalones, los zapatos, los calcetines. Entré en el dormitorio y me tumbé en la cama junto a Fay. No podía acomodarme. Cada vez que me movía, me costaba un infierno.

.El único momento en que estás solo; Chinaski, pensé, es cuando conduces camino del trabajo o de vuelta a casa.

Finalmente conseguí adoptar una posición boca abajo.

Me dolía todo. Pronto estaría de nuevo en el trabajo. Si pudiera conseguir dormirme, algo ayudarla. Cada dos por tres oía pasar páginas, el sonido de una chocolatina siendo deglutida. Había sido una de sus noches en el taller de escritores. Si al menos pudiera apagar las luces...

-¿Cómo ha ido en el taller? -pregunté boca abajo.

-Estoy preocupada por Robby.

-Oh -dije-, ¿qué le pasa?

Robby era un tipo que andaba por los cuarenta y que había vivido toda su vida con su madre. Sólo escribía, según me habían dicho, historias terriblemente divertidas sobre la Iglesia Católica. Robby hacía realmente trizas a los católicos. Las revistas no estaban preparadas para Robby, aunque una vez le habían publicado algo en un periódico canadiense. Yo había visto a Robby en una ocasión en una de mis noches libres. Llevé a Fay a esta mansión donde todos se reunían a leerse sus pijadas los unos a los otros.

-¡Oh! ¡Ahí está Robby! -dijo Fay-. ¡Escribe unas historias divertidísimas sobre la Iglesia Católica!

Me lo señaló. Robby nos daba la espalda. Su culo era ancho, grande y blando; se le caía de los pantalones. ¿Es que acaso no lo veían? pensé yo.

-¿No vas a entrar? -me preguntó Fay.

-Quizá la semana que viene...

Fay se metió otra chocolatina en la. boca.

-Robby está preocupado. Ha perdido su trabajo en la camioneta de repartos. Dice que no puede escribir sin tener un trabajo. Necesita sentirse seguro. Dice que no podrá escribir hasta que encuentre un nuevo trabajo.

-Coño -dije-, yo puedo conseguirle un trabajo.

-¿Dónde? ¿Cómo?

-Están haciendo una ampliación de personal en la

Oficina de Correos. La paga no está mal.'

-¡LA OFICINA DE CORREOS! ¡ROBBY ES DEMASIADO SENSIBLE PARA TRABAJAR EN LA OFICINA DE CORREO!

-Lo siento -dije-, mi intención era buena. Buenas noches.

Fay no me contestó. Estaba furiosa.



8


Tenía los viernes y sábados libres, lo que hacía el domingo el día más duro. Aparte que los domingos tenía que presentarme a las 3 :30 de la tarde en vez de mi usual hora de las 6:18.

Un domingo llegué y me destinaron a la sección de periódicos, como era habitual los domingos, y esto significaba por lo menos ocho horas de pie.

Aparte de los dolores, estaba empezando a sufrir mareos. Todo empezaba a dar vueltas, y cuando estaba a punto de desvanecerme, conseguía mantenerme y recuperarme.

Había sido un domingo brutal. Habían venido algunos amigos de Fay, se habían instalado en el sofá y habían empezado a cacarear lo grandes escritores que eran, realmente lo mejor de la nación. La única razón de que no fueran publicados era, decían, porque no enseñaban su obra a los editores.

Yo los había mirado. Si escribían conforme a su aspecto, tomando sus cafés, soltando risitas y mojando sus rosquillas, daba igual que enseñasen su obra a los editores o que se la guardasen metida en el culo.

Estaba clasificando revistas. Necesitaba un café, dos cafés, un bocado para comer. Pero todos los supervisores estaban vigilando junto a la salida. Podía salir por atrás. Tenía que recuperarme. La cafetería estaba en el segundo piso. Yo estaba en el cuarto. Había una puertecilla que daba a unas escaleras en los lavabos. Miré el cartel que había en ella.

¡ATENCION! ¡NO USEN ESTA ESCALERA!

Vaya imbéciles. Yo era más listo que esos comemierdas. Ponían ese cartel para evitar que los tipos inteligentes como Chinaski bajaran a la cafetería. Abrí la puerta y empecé a bajar. La puerta se cerró tras de mí. Bajé hasta el segundo piso. Hice girar el picaporte. ¡Qué carajo! ¡La puerta no se abría! Estaba cerrada. Subí arriba. Pasé la puerta del tercer piso. No intenté abrirla. Sabía que estaba cerrada, igual que la del piso primero. Conocía la Oficina de Correos bastante bien a esas alturas. Cuando ponían una trampa, eran concienzudos. Me quedaba una última y pequeñísima oportunidad. Estaba en el cuarto piso. Probé con el picaporte. Estaba cerrada.

Al menos, la puerta estaba cerca de los lavabos. Siempre había alguien entrando y saliendo para echar una meada. Esperé. 10 minutos. 15 minutos. ¡20 minutos! ¿Es que. NADIE tenia ganas de cagar, mear o hacerse una paja? Entonces vi una cara. Di unos golpes en el cristal.

-¡Eh, compadre! ¡EH, COMPADRE!

No me oía, o pretendía que no me ola. Entró en un water. 5 minutos. Entonces apareció otra cara.

Grité fuerte.

-¡EH, COMPADRE! ¡EH, SOPLAPOLLAS!

Pareció oírme. Me miró desde detrás del cristal alambrado.

-¡ABRE LA PUERTA! ¿ES QUE NO ME VES? ¡ESTOY ENCERRADO, IDIOTA! ¡ABRE LA PUERTA!

Abrió la puerta. Entré. El tío estaba como en estado de trance.

Le di un apretón en el hombro.

-Gracias, chico.

Volví a los cajones de revistas.

Entonces pasó el super. Se paró y me miró. Yo bajé mi ritmo.

-¿Cómo va, señor Chinaski?

Le gruñí, agité una revista en el aire como si estuviera perdiendo la razón, me dije algo a mí mismo y él siguió su camino.



9


Fay estaba preñada. Pero eso no la hizo cambiar y tampoco hizo cambiar a la Oficina de Correos.

Los mismos empleados hacían todo el trabajo mientras otro grupo holgazaneaba y discutía sobre deportes. Todos eran grandes hotentotes negros, con cuerpos de luchador profesional. Cuando uno nuevo entraba en servicio pasaba a unirse a este grupo. Eso evitaba que asesinasen a algún supervisor. No parecía que tuviesen un supervisor, o si lo tenían, nunca se le veía el pelo. Su único trabajo consistía en entrar sacos de correo que llegaban por un ascensor. Esto suponía 5 minutos en una hora de trabajo. A veces contaban el correo, o pretendían que lo hacían. Tenían un aspecto muy tranquilo e intelectual, haciendo sus cuentas con largos lápices que llevaban detrás de la oreja. Pero la mayor parte del tiempo se dedicaban a discutir violentamente sobre la actualidad deportiva. Todos eran expertos, todos leían a los mismos comentaristas deportivos.

-Está bien, tío. ¿Cuál es para ti el mejor lanzador de todos los tiempos?

-Bueno, Willie Mays, Ted Williams, Cobb...

-¿Qué? ¿Qué?

-¡Son los mejores, chico!

-¿Y qué me dices de Babe? ¿Dónde te dejas al Babe?

-Bueno, bueno, ¿cuál es para ti el mejor lanzador que tenemos?

-¿De todos los tiempos?

-Bueno, bueno, ya sabes a lo que me refiero, chico, ya sabes a lo que me refiero.

-¡Me quedo con Mays, Ruth y Di Maj!

-¡Los dos estáis tarados! ¿Qué me dices de Hank Aaron, chico? ¿Qué me dices de Hank?

Un día, los trabajos variados que hacían los negros fueron puestos en disposición de solicitud. Las solicitudes se hacían en base a la veteranía y años de servicio. El grupo de negros fue y arrancó todas las solicitudes del libro de órdenes. Nadie levantó una queja. Por la noche había un largo camino a oscuras hasta el aparcamiento.



10


Mis mareos se fueron haciendo más continuos. Los sentía llegar. La caja del correo empezaba a dar vueltas. Duraban alrededor de un minuto. No podía entenderlo. Las cartas se iban haciendo cada vez más y más pesadas. Los empleados comenzaban a adquirir aquel aspecto gris mortecino. Empezaba a deslizarme por mi taburete. Mis piernas apenas podían sostenerme. El trabajo me estaba matando.

Fui al doctor y le expliqué mi caso. Me tomó la presión sanguínea.

-No, no, su presión sanguínea está bien.

Entonces me puso el estetoscopio y me pesó.

-No puedo encontrar nada mal.

Entonces pasó a hacerme un análisis especial de sangre. Tenía que sacarme sangre del brazo tres veces con intervalos, con un tiempo cada vez más largo entre medias.

-¿Le importa esperar en la otra sala?

-No, no, mejor saldré a dar un paseo y volveré en el momento de la segunda extracción.

-Está bien, pero vuelva a tiempo.

Llegué a tiempo para la segunda extracción. Luego había una pausa más larga hasta la tercera, unos 20 o 25 minutos. Salí a la calle. No pasaba gran cosa. Entré en un drugstore y leí una revista. La dejé, miré el reloj y salí fuera. Vi a una mujer sentada en la parada del autobús. Era una de las especiales. Enseñaba mucha pierna. No podía apartar mis ojos de ella. Crucé la calle y me puse a unos diez metros de ella.

Entonces se levantó. Tenia que seguirla. Aquel culo me llamaba. Me tenía hipnotizado. Entró en una oficina postal y yo entré detrás de ella. Se puso en una cola y yo me puse detrás suyo. Compró 2 postales. Yo compré 12 postales para vía aérea y dos dólares en sellos.

Cuando salí, ella estaba subiéndose al autobús. Vi el resto de aquel delicioso culo y piernas desaparecer dentro del autobús y éste se la llevó.

El doctor estaba esperando.

-¿Qué le ha ocurrido? ¡Llega 5 minutos tarde! -No sé. El reloj debe estar averiado.

-¡ESTA PRUEBA TIENE QUE SER EXACTA! -Venga, sáqueme la sangre de todas formas.

Me metió la aguja...

Un par de días más tarde, los análisis dijeron que no me pasaba nada malo. No sabia si era por culpa de los 5 minutos de diferencia o por qué, pero el caso es que

los mareos eran cada vez peores. Empecé a fichar en el reloj de salida después de 4 horas de trabajo sin rellenar los justificantes necesarios.

Llegaba hacia las 11 de la noche y allí estaba Fay. La pobre y preñada Fay.

-¿Qué ha pasado?

-No he podido aguantar más -decía yo-, soy demasiado sensible...



11


Los chicos de la estafeta Dorsey no conocían mis problemas.

Cada noche llegaba por la entrada trasera, metía mi jersey en una taquilla y me acercaba a recoger mi ficha.

-¡Hermanos y hermanas! -decía.

-¡Hermano Hank!

-¡Hola, hermano Hank!

Teníamos un juego, el juego del blanco y el negro, y a ellos les gustaba jugarlo. Moyer se acercaba a mí, me tocaba en el brazo y decía:

-¡Tío, si tuviera tu pinturita sería millonario!

-Ya lo creo, Boyer. Eso es todo lo que se necesita: una piel blanca.

Entonces el pequeño Haddley se acercaba a nosotros.

-Había un cocinero negro en un barco. Era el único negro a bordo. Hacía pudín de tapioca 2 o 3 veces por semana y entonces echaba una cagada en él. A los muchachitos blancos realmente les encantaba su pudín de tapioca. ¡Jejejejeje! Le preguntaban cómo lo hacía y él les

contestaba que tenía su propia receta secreta. ¡Jejejejeje! Nos reíamos. No sé cuántas veces tuve que oír la historia del pudín de tapioca...

-¡Eh, basurita blanca! ¡Eh, chico!

-Mira, tío, si yo te llamara «chico. a ti, probablemente me harías probar acero, así que no me llames «chico».

-Oye, hombre blanco, ¿qué te parece si salimos juntos este sábado por la noche? Me he conseguido una pájara blanca con el pelo rubio.

-Yo me conseguí una bonita pájara negra, y ya sabes de qué color es su pelo.

-Vosotros os habéis estado jodiendo a nuestras mujeres durante siglos. Ahora estamos tratando de igualar la cosa. ¿Te importa que le meta mi enorme picha negra a la chiquita blanca hasta el fondo?

-Si ella lo quiere, todo para ella.

-Les robásteis la tierra a los indios.

-Pues claro.

-Tú no me invitarías a tu casa. Si lo hicieras, me pedirías que entrara por detrás a oscuras, para que nadie pudiera ver el color de mi piel...

-Pero dejaría algún farolito encendido.

Se hacía aburrido, pero no había manera de librarse.



12


Fay llevaba bien el embarazo. Para ser una mujer de su edad, no tenia grandes problemas. Esperábamos en casa. Finalmente, llegó el momento.

-No será una cosa muy larga -dijo ella-. No quiero ingresar allí demasiado pronto.

Salí a mirar el coche. Volví.

-Oooh, oh -dijo ella-. No, espera.

Quizás pudiera realmente salvar el mundo. Yo estaba orgulloso de su calma. La perdoné por los platos sucios v el New Yorker y su taller de escritores. La vieja era solamente otra criatura solitaria en un mundo al que nada importaba.

-Mejor que nos vayamos ahora -dije.

-No -dijo Fay-, no quiero hacerte esperar demasiado. Sé que no te sientes bien últimamente.

-Al diablo conmigo. Vámonos.

-No, por favor, Hank.

Seguía allí sentada.

-¿Qué puedo hacer por ti? -pregunté.

-Nada.

Siguió allí sentada durante diez minutos. Entré a la cocina a por un vaso de agua. Cuando sal(, me dijo:

-¿Estás listo para conducir?

-Claro.

-¿Sabes dónde está el hospital?

-Por supuesto.

La ayudé a subir al coche. Había hecho dos carreritas de práctica la semana anterior. Pero cuando llegamos allí, no tenia la menor idea de dónde aparcar. Fay señaló un camino.

-Entra por allí. Aparca ahí mismo. Iremos andando.

-Sí, mamá -dije yo...

Estaba en la cama en una habitación trasera que daba a la calle. Su cara se crispó.

-Cógeme de la mano -me dijo.

Lo hice.

-¿De verdad va a ocurrir? -pregunté.

-Sí.

-Haces que parezca fácil -dije.

-Eres tan amable. Eso ayuda.

-Me gustaría ser siempre amable, pero es esa maldita Oficina de Correos...

-Lo sé, lo sé.

Estábamos mirando por la ventana.

-Mira a toda aquella gente allá abajo -dije-. No tienen la menor idea de lo que está ocurriendo aquí arriba. Sólo caminan por la acera. Aun así, es divertido... también ellos una vez nacieron, todos y cada uno de ellos.

-Sí, es divertido.

Podía sentir los movimientos de su cuerpo a través de su mano.

-Aprieta más -dijo ella.

-Sí.

-Odiaré que te vayas.

-¿Dónde está el doctor? ¿Dónde está todo el mundo? ¡Qué demonios!

-Ya llegarán.

Justo entonces entró una enfermera. Era un hospital católico y ella una enfermera muy guapa, morena, español* o portuguesa.

-Usted... debe irse... ahora -me dijo.

Crucé los dedos ante Fay y le sonreí. No sé si me vio. Cogí el ascensor para bajar.



13


Llegó mi doctor alemán. Aquel que me había hecho los análisis de sangre.

-Le felicito -dijo, estrechándome la mano-, es una niña. Cuatro kilos y medio.

-¿Y la madre?

-La madre está bien. No ha habido problemas.

-¿Cuándo podré verla?

-Ya se lo harán saber. Siéntese y ya le avisarán.

Luego se fue.

Miré a través del cristal. La enfermera me señaló a mi hija. Su cara estaba muy roja y lloraba más fuerte que ningún otro bebé. La sala estaba llena de bebés pegando berridos. ¡Tantos nacimientos! La enfermera parecía sentirse muy orgullosa de mi bebé. Al menos esperaba que fuera el mío. Levantó a la niña en alto para que pudiera verla mejor. Yo sonreí a través del cristal. No sabía qué hacer. La niña simplemente lloraba delante mío. Pobre cosa, pensé, pobre y condenada cosita. No sabía entonces que algún día llegaría a ser una hermosa muchacha con la misma jeta que yo, jajaja.

Le hice señas a la enfermera para que dejara a la niña en su cuna, entonces me despedí con la mano de ambas. Era una bonita enfermera. Buenas piernas, buenas caderas. Tetas adorables.

Fay tenía una mancha de sangre en la comisura izquierda de su boca y yo se la limpié con un pañuelo mojado. Las mujeres estaban hechas para sufrir, a pesar de eso pedían constantes declaraciones de amor.

-Me gustaría que me dieran el bebé -dijo Fay-, no hay derecho a separarnos de esta manera.

-Lo sé, pero supongo que hay alguna razón médica.

-Sí, pero no parece justo.

-No, no lo parece, pero la niña tiene buena pinta. Haré lo que pueda para que la suban lo más pronto posible. Debe haber 40 bebés allá abajo. Están haciendo esperar a todas las madres. Supongo que es para dejarlas que recobren fuerzas. Nuestro bebé parece muy fuerte, te lo aseguro. Por favor, no te preocupes.

-Voy a ser tan feliz con mi bebé.

-Lo sé, lo sé, no durará mucho.

-Señor -dijo una gorda enfermera mexicana entrando-, voy a tener que pedirle que se vaya ahora.

-Pero yo soy el padre.

-Lo sabemos, pero su esposa debe descansar.

Apreté la mano de Fay y la besé en la frente. Ella cerró los ojos y pareció quedarse dormida. No era una mujer joven. Quizás no había salvado el mundo, pero habla hecho una importante mejora. Un diez para Fay.



14


Marina Louise, as¡ llamó Fay a la niña. O sea que allí estaba, Marina Louise Chinaski, en la cuna junto a la ventana, mirando a las hojas y otras figuras que colgaban del techo dando vueltas. Entonces se ponía a llorar. A pasear al bebé, a mecerlo y hablarle. La nena quería lose pechos de mamá, pero mamá no siempre estaba en condiciones y yo no tenia los pechos de mamá. Y el trabajo seguía allí. Y ahora había motines. Una décima parte de la ciudad estaba en llamas...



15


Subiendo en el ascensor, era el único blanco. Parecía extraño. Hablaban sobre los motines, sin tan siquiera mirarme.

-Jesús -dijo un tipo negro como el carbón-, verdaderamente es algo tremendo. Todos estos tíos caminando por las calles borrachos con medios de whisky en las manos. Los policías pasan a su lado, pero no se bajan del coche, no les importan los borrachos. Es de día. La gente anda por ahí con televisores, aspiradoras, todo eso. Es algo grande...

-Sí, tío.

-Los sitios con propietario negro han puesto carteles, «HERMANOS DE SANGRE». Y los de propietarios blancos también. Pero no pueden engañar a la gente. Ellos saben qué sitios pertenecen a los blanquitos...

-Sí, hermano.

Entonces se paró el ascensor en el cuarto piso y todos salieron juntos. Pensé que era mejor para mí no hacer ningún comentario.

Poco tiempo más tarde, el director de Correos de la ciudad habló por los altavoces:

-¡Atención! El área sureste está con barricadas. Sólo aquellos con la adecuada identificación podrán atravesarla. Se ha ordenado el toque de queda a las 7 de la tarde. Después de las 7, nadie podrá pasar. Las barricadas se extienden desde la calle Indiana a !a calle Hoover, y del Bulevar Washington a la plaza 135. Cualquiera que viva en esta zona queda excusado de trabajar.

Me levanté y fui a coger mi ficha.

-¡Eh! ¿Adónde va? -me preguntó el supervisor.

-Ya ha oído el anuncio.

-Sí, pero usted no es...

Me metí la mano izquierda dentro del bolsillo.

-¿Yo no soy QUÉ? ¿Yo no soy QUÉ?

Me miró.

-¿Qué sabrás tú, BLANQUITO? -dije.

Cogí mi ficha, la metí en el reloj y salí.



16


Los jaleos acabaron, el bebé se calmó y yo encontré el modo de evitar a Janko. Pero los mareos persistían. El doctor me hizo una receta para unas cápsulas verdes y blancas de librium y éstas me ayudaron algo.

Una noche me levanté a tomar un trago de agua. Luego regresé, trabajé media hora y me tomé los diez minutos de descanso.

Cuando volví a sentarme, el supervisor Chambers, un mulato amarillento, vino corriendo.

-¡Chinaski! ¡Finalmente la has cagado! ¡Has estado fuera 40 minutos!

Chambers se había derrumbado una noche sobre el suelo, retorciéndose y echando espumarajos por la boca. A la noche siguiente había regresado como si no hubiese ocurrido nada, con corbata y camisa nuevas. Ahora me venía con la vieja coña de la fuente de agua.

-Mira, Chambers, trata de darte un poco cuenta de las cosas. Fui a beber un trago de agua, me senté, trabajé 30 minutos y entonces me he tomado mis 10 minutos de descanso. Eso es todo lo que he estado fuera.

-¡La has cagado, Chinaski! ¡Has estado fuera 40 minutos! ¡Tengo 7 testigos!

-¿7 testigos?

-¡SÍ! ¡71

-Te digo que fueron diez minutos.

-¡Ca, te hemos atrapado, Chinaski! ¡Esta vez sí que te hemos atrapado!

Finalmente acabé hartándome. No quería soportar su cara por más tiempo.

-Está bien, entonces. He estado fuera 40 minutos. ¿Te quedas contento? Escríbeme una amonestación.

Chambers se fue corriendo.

Clasifiqué unas cuantas cartas más. Entonces apareció el superintendente general. Un hombre blanco y flaco con mechones de pelo canoso que le colgaban por encima de las orejas. Le miré y luego volví a mi tarea de clasificar cartas.

-Señor Chinaski, estoy seguro de que usted comprende las reglas de la Oficina de Correos. A cada empleado se le permiten dos descansos de diez minutos, uno antes de cenar y otro después. El privilegio del descanso es otorgado por la dirección: son diez minutos. Diez minutos que...

-¡AL CARAJO! -tiré las cartas que tenía en la mano-. Mire, he admitido haber estado fuera 40 minutos sólo para dejarles contentos y que me dejen en paz. ¡Pero siguen viniendo! ¡Pues ahora me mantengo en mis trece! ¡Me he tomado sólo diez minutos! ¡Quiero ver a sus 7 testigos! ¡A ver de dónde los saca!

Dos días más tarde estaba en el hipódromo. Miré hacia arriba y vi todos aquellos dientes, aquella gran sonrisa y los ojos radiantes, reluciendo amigablemente. ¿Qué era aquello, con todos aquellos dientes? Me fijé mejor. Era Chambers mirándome, sonriendo y haciendo cola para un café. Yo llevaba una cerveza en la mano. Me acerqué a una papelera y, sin dejar de mirarle, escupí. Luego me fui. Chambers nunca volvió a molestarme.



17


El bebé andaba a gatas, descubriendo el mundo. Por la noche, Marina dormía en la cama con nosotros. Allí nos poníamos Marina, Fay, el gato y yo. El gato también dormía en la cama. Vaya, pensaba yo, tengo tres bocas que dependen de mí. Qué extraño. Me quedaba sentado y los miraba mientras dormían.

Entonces, dos madrugadas seguidas que llegué a casa después del trabajo me encontré a Fay leyendo los anuncios por palabras.

-Todos estos apartamentos son tan caros -dijo ella.

-Ya lo creo -dije yo.

A la siguiente noche le pregunté mientras leía el periódico

-¿Te vas?

-Sí.

-Está bien. Te ayudaré mañana a encontrar casa. Daremos una vuelta con el coche.

Accedí a pagarle una suma todos los meses.

-Muy bien -dijo.

Fay se quedó con la niña. Yo me quedé con el gato.

Encontramos un sitio a 8 o 10 manzanas de distancia. La ayudé a mudarse, me despedí de la niña y conduje de vuelta.

Iba a ver a Marina 2 ó 3 veces por semana. Sabía que mientras pudiese ver a la niña me sentiría bien.

Fay todavía iba de luto para protestar por la guerra. Se ocupaba de organizar mítines pacifistas de carácter local, celebraciones amorosas, iba a recitales poéticos, al taller literario, a actos del Partido Comunista, y frecuentaba un café hippy. Siempre llevaba a la niña con ella. Si no salía, se sentaba en un sillón a fumar cigarrillo tras cigarrillo y leer. Llevaba chapas de protesta en su blusa negra. Pero lo más normal es que estuviese siempre fuera con la niña cuando yo iba a visitarlas.

Un día finalmente las encontré. Fay estaba comiendo semillas de girasol con yogurt. Cocía su propio pan, pero no era muy bueno.

-He conocido a Andy, un camionero -me dijo-. También es pintor. Esta es una de sus pinturas. -Fay señaló a la pared.

Yo estaba jugando con la niña. Miré el cuadro. No dije nada.

-Tiene una polla enorme --dijo Fay-. El otro día estábamos juntos y me preguntó: «¿Te gustaría ser follada con una gran polla?» y yo le dije: «Me gustaría ser follada con amor.»

-Parece ser un hombre de mundo -le dije.

Jugué con la niña un poco más y luego me fui. Se me avecinaba un examen de esquemas.

Poco tiempo más tarde recibí una carta de Fay. Ella y la niña estaban viviendo en una comuna hippy en Nuevo México. Era un bonito sitio, decía. Marina podría respirar. Incluía un pequeño dibujo que la niña había hecho para mí.

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