No hice gran cosa el resto de la semana. Fui al hipódromo dos o tres veces y perdí siempre. Escribí un cuento verde para una revista porno, también 10 o 12 poemas, me masturbé y llamé a Sara y a Debra todas las noches. Una noche llamé a Cassie y se puso un hombre. Adiós, Cassie.
Pensé en las rupturas, lo difíciles que eran, pero normalmente sólo cuando rompías con una mujer podías encontrar otra. Tenía que probar mujeres para llegar a conocerlas bien, entrar en ellas. Podía inventarme personajes masculinos porque yo era uno, pero las mujeres para mí eran casi imposibles de ficcionalizar sin antes conocerlas. Así que las exploraba lo mejor que podía y encontraba dentro de ellas seres humanos. Entonces me olvidaba de la literatura, el hecho de escribir se quedaba en segundo término y a mí me poseía el episodio en sí. Cuando se acababa, la literatura era el residuo que quedaba de ello. Un hombre no necesitaba tener una mujer para sentirse real, pero no estaba mal conocer unas cuantas. Así, cuando el asunto se ponía mal, podía sentir lo que de verdad significaba sentirse solo y enloquecido, y así podía saber qué es lo que debería aportar cuando llegase el propio final.
Yo era sentimental respecto a muchas cosas: unos zapatos de mujer bajo la cama; unas horquillas olvidadas; la manera como decían «Voy a hacer pipí»...; cintas de pelo; pasear por el bulevar con ellas a la una y media de la tarde, sólo dos personas caminando juntas; las largas noches bebiendo y fumando, hablando; las discusiones; los pensamientos de suicidio; comer juntos y sentirse bien; las bromas, la risa saliendo de ninguna parte; sentir milagros en el aire; estar juntos en un coche aparcado; comparar pasados amores a las tres de la madrugada; que te dijeran que roncabas, oírlas roncar; madres, hijas, hijos, gatos, perros; algunas veces la muerte y otras el divorcio, pero siempre yendo adelante, siguiendo a través; leyendo a solas un periódico y comiendo un triste sándwich sintiendo náuseas porque ella ahora estuviese casada con un dentista tartamudo; hipódromos, parques, picnics; incluso cárceles; sus estúpidos amigos, tus estúpidos amigos; tu bebida, sus bailes; tus flirteos, sus flirteos; sus píldoras, tus polvos con otras personas y ella haciendo lo mismo; dormir juntos... No había juicios que hacer, aunque por necesidad uno tuviera que seleccionar. Más allá del bien y del mal era una cosa buena en teoría, pero para ir viviendo uno tenía que elegir: algunas eran más agradables que otras, otras simplemente estaban más interesadas en ti, y en ocasiones el exterior hermoso y el interior frío eran necesarios para polvos sangrientos y sin clemencia, como en una sangrienta y mierdosa película. Las simpáticas jodían mejor, la verdad, y después de pasar un tiempo con ellas parecían más hermosas, porque lo eran. Pensé en Sara, tenía algo extra. Si simplemente no estuviese Drayer Baba sosteniendo ese maldito signo de DETENTE.
Llegó el cumpleaños de Sara, el 11 de noviembre, el Día del Veterano. Nos habíamos visto dos veces más, una en su casa y otra en la mía. Había habido un alto sentido de la diversión y mucha expectativa. Era extraña, pero individual e inventiva; había felicidad entre nosotros... excepto en la cama... Ardía la excitación... pero Drayer Baba nos mantenía apartados. Yo estaba perdiendo la batalla contra Dios.
—Joder no es tan importante —me decía ella.
Fui a un sitio de comida exótica en Hollywood Boulevard esquina con la Avenida Fountain. Tía Bessie, se llamaba. Los empleados eran gente odiosa, jóvenes chicos negros y jóvenes chicos blancos de alta inteligencia que habían caído en alto snobismo. Se comportaban a su aire e ignoraban e insultaban a los clientes. Las mujeres que allí trabajaban eran pesadas, soporíferas, llevaban amplias blusas azules y dejaban caer sus cabezas como si estuviesen en un somnoliento estado de vergüenza. Y los clientes eran mequetrefes grises que aceptaban los insultos y volvían siempre a por más. Los empleados no llegaron a meterse conmigo, así que pudieron vivir un día más...
Le compré a Sara su regalo de cumpleaños, Pensamientos de abeja, que eran los sesos de muchas abejas sacados de las colmenas con una aguja. Llevaba una cesta y en ella metí, junto a las secreciones de abeja, unos palillos chinos, sal marina, dos granadas (orgánicas), dos manzanas (orgánicas) y algunas pipas de girasol. Los sesos de abeja era lo principal, y me costaron muy caros. Sara había hablado de ello más de una vez, deseándolos, pero decía que no podía permitírselos.
Conduje hasta casa de Sara. También llevaba varias botellas de vino. De hecho, me había pulido ya una mientras me afeitaba. Raras veces me afeitaba, pero me había afeitado para el cumpleaños de Sara. Era una mujer buena. Tenía una mente encantadora y, extrañamente, su celibato era comprensible. Me refiero a la manera en que ella lo veía, tenía que ser preservado para un hombre bueno. No es que yo fuera exactamente un hombre bueno, pero su evidente clase podía pegar bien con mi evidente clase en una mesa de un café de París después de que finalmente yo me hiciera famoso. Era cariñosa, calmadamente intelectual y, lo mejor de todo, tenía esa loca mezcla roja en la dorada brillantez de su cabello. Era como si yo hubiese estado buscando ese color de pelo durante décadas... quizás desde aún antes.
Paré en un bar junto a la autopista de la costa y me tomé un doble vodka-7. Estaba preocupado con Sara. Decía que el sexo significaba matrimonio. Y parecía que lo decía en serio. Había en ella algo definitivamente célibe. Sin embargo, también me imaginaba que se las arreglaba de diversas formas y que yo no había sido el primero en frotar la polla contra su coño. Suponía que ella se sentía tan confusa como todo el resto del mundo. Por qué yo accedía a seguir sus historias era un misterio para mí. Ni siquiera quería tirármela en particular. Yo no estaba de acuerdo con sus ideas, pero de todas maneras me gustaba. Quizás me estaba haciendo un vago. Quizás estuviese cansado de sexo. Quizás finalmente me estaba haciendo viejo. Feliz cumpleaños, Sara.
Llegué a su casa y saqué mi cesta de salud. Ella estaba en la cocina. Me senté con
mi cesta y mi vino.
—¡Aquí estoy, Sara!
Salió de la cocina. Ron estaba fuera, pero ella había puesto su estéreo a todo volumen. Yo siempre había odiado los estéreos. Cuando vivías en barrios pobres, continuamente oías los ruidos de los demás, incluyendo sus polvos, pero lo más espantoso era verte forzado a escucharsu música a todo volumen, el vómito total durante horas. Encima dejaban generalmente sus ventanas abiertas, confiados en que tú tenías que disfrutar lo que ellos disfrutaban.
Sara había puesto un disco de Judy Garland. A mí más bien me gustaba Judy Garland, especialmente en sus últimos años. Pero de repente me pareció muy fuerte, ensordecedora, gritando sus rollos sentimentales.
— ¡Por el amor de Dios, Sara, ba ja eso!
Lo hizo, pero no mucho. Abrió una de las botellas de vino y nos sentamos en la
mesa cara a cara. Me sentí extrañamente irritable.
Sara miró en la cesta y encontró los Pensamientos de abeja. Estaba excitada. Quitó
la tapa y lo probó.
—Es tan poderoso —dijo—, es la esencia... ¿Quieres probarlo?
—No, gracias.
—Estoy preparando la cena.
—Muy bien, pero podía sacarte a cenar.
—Ya he empezado a prepararla.
—Entonces muy bien.
—Pero necesito algo de mantequilla. Tendré que salir a comprarla. También
necesito pepinos y tomates.
—Yo los compraré, es tu cumpleaños.
—¿Estás seguro de que no quieres Pensamientos de abeja?
—No, gracias.
—No puedes imaginarte cuántas abejas hacen falta para llenar esta jarra.
—Feliz cumpleaños. Compraré la mantequilla y las demás cosas.
Me tomé otro vino, subí al Volks y conduje hasta una pequeña tienda de ultramarinos. Encontré la mantequilla, pero los pepinos y los tomates parecían pasados y mustios. Pagué la mantequilla y di vueltas por el barrio buscando un mercado mayor. Encontré uno, compré pepinos y tomates y regresé. Mientras subía por la carretera hacia su casa lo oí otra vez. Tenía el estéreo de nuevo a todo volumen. Mientras me acercaba más y más me fui poniendo peor; mis nervios estaban acercándose al punto de rotura, entonces saltaron. Entré en la casa con sólo la pastilla de mantequilla en mis manos; me había dejado los tomates y pepinos en el coche. No sé qué era lo que sonaba; estaba tan fuerte que no podía distinguir un sonido de otro.
Sara salió de la cocina.
—¡MALDITA JODIDA! —grité.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—¡NO PUEDO OÍR!
—¿Qué?
—¡TIENES PUESTO ESE MALDITO TOCADISCOS MUY FUERTE! ¿NO LO
ENTIENDES?
—¿Qué?
—¡ME VOY!
—¡No!
Me di la vuelta y salí estruendosamente por la cortina de colgantes. Llegué al Volks
y vi la bolsa de tomates y pepinos que me había olvidado. Los cogí y regresé a la casa. Nos
topamos.
Le entregué la bolsa bruscamente.
—Toma.
Luego me di la vuelta y me fui.
—¡Tú, jodido, jodido, jodido hijo de puta! —me gritó.
Me lanzó la bolsa. Me dio en mitad de la espalda. Se dio la vuelta y entró corriendo
en la casa. Miré los tomates y pepinos desperdigados por el suelo a la luz de la luna. Por un
momento pensé en recogerlos. Luego me giré y me marché.
1 comentario:
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