viernes, 4 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 18

A Frank le gustaban los aviones. Me dejaba todas sus novelitas sobre la primera guerra mundial. Las mejores eran las de Ases del aire. Los combates eran fantásticos, con los Spads y los Fokkers mezclándose en el cielo. Leí todas las historias. No me gustaba el que perdieran siempre los alemanes, pero por lo demás eran fabulosas.

Me gustaba ir a casa de Frank a coger prestadas novelas y devolverle las ya leídas. Su madre llevaba zapatos de tacón y tenía unas piernas magníficas. Se sentaba en un sillón con las piernas cruzadas, con la falda muy subida. El padre de Frank se sentaba en otro sillón. Sus padres estaban siempre bebiendo. Su padre había sido aviador en la guerra y se había estrellado. Tenía en uno de sus brazos un alambre en vez de hueso. Cobraba una pensión. Pero era un gran tipo. Cuando entraba, siempre hablaba con nosotros.
—¿Cómo os va, muchachos? ¿Qué tal?

Entonces nos enteramos del espectáculo aéreo. Iba a ser de los grandes. Frank consiguió un mapa y decidimos ir haciendo auto-stop. Yo pensaba que probablemente no conseguiríamos llegar nunca, pero Frank decía que sí. Su padre nos dio algo de dinero.

Bajamos al bulevar con nuestro mapa y conseguimos que nos cogieran. Era un tío viejo con los labios muy húmedos, se humedecía los labios constantemente con la lengua y llevaba una vieja camisa de cuadros abotonada hasta el cuello. No llevaba corbata. Tenía unas extrañas cejas

que caían en rizos sobre sus ojos.
—Me llamo Daniel —dijo.
Frank dijo:
—Este es Henry y yo soy Frank.
Daniel siguió conduciendo. Entonces sacó un Lucky Strike y lo encendió.
—¿Vivís con vuestros padres, chicos?
—Sí —dijo Frank.
—Sí —dije yo.
El cigarrillo de Daniel ya estaba húmedo en su boca. Se paró en un
semáforo.

—Ayer cogieron en la playa a un par de tíos bajo el muelle. Los policías los cogieron y los metieron en la cárcel. Uno de los tíos se la estaba chupando al otro. ¿Qué le importa eso a la policía? Es para cabrearse.
El semáforo cambió y Daniel se puso en marcha.
—¿No creéis que fue una estupidez, muchachos? ¿Que los policías no les dejen a esos tíos chupársela?
No contestamos.
—Bueno —dijo Daniel—. ¿No creéis que un par de tíos tienen derecho a

una buena mamada?
—Supongo que sí —dijo Frank.
—Sí —dije yo.
—¿A dónde vais? —preguntó Daniel.
—Al espectáculo aéreo —dijo Frank.

—¡Ah, el espectáculo aéreo! ¡Me gustan los espectáculos aéreos! Os voy a decir lo que haremos, vosotros me dejáis acompañaros y yo os llevo hasta ahí.No contestamos.
—¿Bueno, qué os parece?
—De acuerdo —dijo Frank.

El padre de Frank nos había dado dinero para el transporte y la entrada, pero habíamos decidido ahorrarnos el dinero del transporte haciendo auto- stop.
—A lo mejor os apetece más ir a nadar, muchachos —dijo Daniel.
—No —dijo Frank—, queremos ir al espectáculo aéreo.

—Es más divertido nadar. Podemos hacer carreras entre nosotros. Conozco un sitio donde podemos estar solos. Yo nunca me iría bajo el muelle.
—Queremos ir al espectáculo aéreo —insistió Frank.
—Está bien —dijo Daniel—, iremos al espectáculo aéreo.
Cuando llegamos al espectáculo aéreo, salimos del coche, y mientras
Daniel lo estaba cerrando, Frank dijo:
—¡CORRE!
Corrimos hacia la entrada y Daniel nos vio.
—¡Eh, PEQUEÑOS PERVERTIDOS! ¡VOLVED AQUÍ! ¡VOLVED!
Seguimos corriendo.
—Cristo —dijo Frank—. ¡Ese hijo de puta está loco! Casi estábamos en la
verja de entrada.
—¡OsCOGERÉ,MUCHACHOS!
Pagamos y seguimos corriendo. El espectáculo todavía no había
empezado pero ya se había congregado una gran multitud.
—Vamos a escondernos bajo las gradas para que no nos encuentre —dijo
Frank.

Las gradas estaban construidas especialmente para el evento con unas tablas. Nos metimos debajo. Vimos a dos chicos bajo el centro de las gradas mirando hacia arriba. Tendrían unos 13 o 14 años, unos dos o tres años más

que nosotros.
—¿A qué miran? —dije yo.
—Vamos a ver —dijo Frank.
Nos acercamos. Uno de los chicos nos vio venir.
—¡Eh, so mierdas, largo de aquí!
—¡Oh, coño, Marty, déjales echar un vistazo!
Nos acercamos hasta donde estaban ellos. Miramos hacia arriba.
—¿Qué pasa? —pregunté yo.
—¿Carajo, es que no love s? —dijo uno de los chicos.

—¿Ver qué?
—Es un coño.
—¿Un coño? ¿Dónde?
—¡Mira, justo allí! ¿Lo ves?
Señaló.
Había una mujer sentada con la falda levantada por encima. No llevaba

bragas, y mirando entre las tablas se le podía ver el coño.
—¿Lo ves?
—Sí, lo veo. Es un coño —dijo Frank.
—Está bien, ahora chavales os vais a ir de aquí y vais a mantener la boca

cerrada.
—Pero queremos verlo un poco más —dijo Frank—. Sólo un poco más.
—De acuerdo, pero no demasiado.
Nos quedamos allí mirándolo.
—Lo veo —dije yo.
—Es un coño —dijo Frank.
—Es un coño de verdad —dije yo.
—Sí —dijo uno de los chicos mayores—, eso es lo que es.
—Siempre me acordaré de esto —dije yo.
—Bueno, chavales, ya es hora de que os marchéis.
—¿Por qué? —preguntó Frank—. ¿Por qué no podemos mirar un poco
más?
—Porque —dijo uno de los chicos mayores —voy a hacer una cosa.

¡Ahora largaros de aquí!
Nos fuimos.
—Me pregunto qué irá a hacer —dije yo.
—No sé —dijo Frank—, puede que vaya a tirarle una piedra.
Salimos de debajo de las gradas y miramos a nuestro alrededor por si

aparecía Daniel. No le vimos por ninguna parte.
—Puede que se haya ido —dije yo.
—A un tipo como ese no le gustan los aviones —dijo Frank.
Subimos a las gradas y esperamos a que comenzase el espectáculo. Miré

a todas las mujeres que estaban allí sentadas.
—Me pregunto cuál sería —dije.
—Desde arriba no se puede saber —dijo Frank.

Entonces empezó el espectáculo aéreo. Había un tío que hacía acrobacias con un Fokker. Era bueno, hacía loopings y giros, caía en picado y salía en el último momento, barriendo el suelo. Su mejor truco consistía en recoger con unos ganchos que llevaba en cada ala dos pañuelos rojos que se colocaban en unos postes de poco más de dos metros de altitud. El Fokker bajaba, inclinaba un ala y cogía el pañuelo de ese lado con el gancho. Luego daba la vuelta, inclinaba la otra ala y cogía el otro pañuelo.

Luego vinieron algunos números de escritura en el cielo que eran un poco aburridos y unas carreras de globos que eran una estupidez. Entonces vino algo bueno, una carrera alrededor de cuatro columnas, a ras del suelo. Los aeroplanos tenían que dar doce vueltas a las columnas y el primero que acabara conseguía el premio. El piloto quedaba descalificado automáticamente si volaba por encima de las columnas. Los aviones de la carrera estaban en la pista calentando motores. Todos eran de modelos diferentes. Uno tenía una cuerpo muy fino y apenas tenía alas. Otro era ancho y redondo, parecía un balón de fútbol. Otro era casi todo alas sin apenas cuerpo. Cada uno era diferente y todos estaban magníficamente pintados. El premio para el ganador era de 100 $. Allí estaban, calentando motores, y se podía ver que ahora iba a venir algo realmente excitante. Los motores rugían como si quisieran salirse de los aviones. Entonces el juez de salida bajó la bandera y salieron. Eran seis aviones y apenas tenían espacio para dar vueltas a las columnas. Algunos pilotos los cogían bajos, otros por la mitad, otros más altos. Unos iban más deprisa y perdían terreno en los giros. Otros iban más lentos y hacían giros más cerrados. Era maravilloso y era terrible. Entonces uno perdió un ala. El avión fue dando botes por el suelo, con el motor despidiendo llamas y humo. Dio una vuelta y se quedó boca arriba. La ambulancia y el coche de bomberos fueron a toda prisa hacia él. Los otros aviones siguieron volando. Entonces a otro avión le explotó el motor, saltó por los aires y los restos cayeron como algo inerte. Pegó en el suelo y se deshizo totalmente. Pero ocurrió una cosa extraña. El piloto abrió la carcasa, salió y esperó de pie a la ambulancia. Saludó al público y todo el mundo aplaudió como loco. Era milagroso.

De repente ocurrió lo peor. Dos aviones se engancharon las alas al dar la vuelta a una columna. Se precipitaron hacia el suelo, se estrellaron y los dos se incendiaron. La ambulancia y el coche de bomberos salieron hacia allí de nuevo. Vimos cómo sacaban a los dos tíos y los ponían sobre camillas. Era triste, aquellos dos valientes probablemente muertos o impedidos para el resto de sus vidas.

Quedaban sólo dos aviones, el número 5 y el número 2, tratando de conseguir el gran premio. El número 5 era el avión estrecho con apenas alas y era mucho más rápido que el número 2. El número 2 era el balón de fútbol, no tenía mucha velocidad, pero ganaba mucho terreno en los giros. No le valía de mucho. El 5 le doblaba continuamente.
—El avión número 5 —dijo el locutor— lleva dos vueltas de ventaja y le
quedan otras dos para el final.

Parecía que el número 5 iba a conseguir el premio. Entonces voló hacia una columna; en vez de rodearla se fue hacia ella y la derribó entera. Siguió volando, directo hacia el suelo, cada vez bajando más y más, con el motor a tope, hasta que tocó tierra. Las ruedas pegaron contra el suelo y el avión botó, se dio la vuelta y se fue deslizando a toda velocidad. La ambulancia y el camión de bomberos tuvieron que ir hasta el quinto pino.

El número 2 siguió dando vueltas a las tres columnas que quedaban y a la que estaba caída, y luego aterrizó. Había ganado el gran premio. Salió el piloto. Era un tipo gordo, igual que su avión. Yo había esperado un tío atractivo y de aspecto duro. Había tenido suerte. Casi nadie le aplaudió.

Para cerrar el espectáculo, había un concurso de paracaidismo. Había un círculo pintado en el suelo, y el que cayese más cerca ganaba. A mí me parecía un poco estúpido. No había ni mucho ruido ni acción. Los saltadores sólo se echaban fuera del avión y trataban de caer en el círculo.
—Esto no es muy bueno —le dije a Frank.
—No —corroboró él.

Caían en las proximidades del círculo. Saltaron más participantes desde
los aviones. Entonces la multitud empezó a daroooohs yaaaahs.
—¡Mira! —dijo Frank.

Un paracaídas se había abierto sólo parcialmente. No cogía mucho aire. El tío caía más deprisa que los otros. Se le podía ver moviendo las piernas y los brazos, tratando de desenredar el paracaídas.
—¡Cristo! —exclamó Frank.

El tío siguió cayendo, más y más. Se le podía ver cada vez mejor. Seguía tirando de las cuerdas tratando de desenredar el paracaídas, pero no lo consiguió. Pegó en el suelo, rebotó un poco, volvió a caer y se quedó inmóvil. El paracaídas a medio desplegar cayó sobre él.
Cancelaron el resto de los saltos.
Salimos con el resto de la gente, todavía vigilantes por si veíamos a

Daniel.
—No hagamos auto-stop para volver —le dije a Frank.
—De acuerdo.
Saliendo con la gente, no sabía qué había sido más excitante, si la
carrera aérea, el salto fallido de paracaídas, o el coño.

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