martes, 8 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 21

Entonces empecé el bachillerato en el Instituto Justin. Cerca de la mitad de los chicos de la Escuela Primaria de Delsey iban allí, precisamente la mitad más grande y ruda. Los chicos de 7.º grado éramos más grandes que los de 9.° grado. Cuando nos poníamos en fila para la clase de gimnasia era divertido. La mayoría de nosotros éramos más grandes que los profesores de gimnasia. Nos poníamos allí a formar, distendidos, con el estómago suelto, la cabeza baja y los hombros caídos.
—¡Por Cristo! —decía Wagner, el profesor de gimnasia—. ¡Sacad el
pecho, arriba esos hombros, poneos firmes!

Nadie cambiaba de posición. Éramos así, y no queríamos ser de ningún otro modo. Todos proveníamos de familias víctimas de la Depresión y la mayoría habíamos sido mal alimentados, aunque por una extraña paradoja habíamos crecido enormemente. La mayoría de nosotros, creo, no recibía el menor amor por parte de su familia, y tampoco lo necesitaba de nadie. Éramos de risa, pero la gente llevaba mucho cuidado con reírse delante nuestro. Era como si hubiéramos crecido demasiado pronto y estuviésemos aburridos de ser niños. No les teníamos respeto a los mayores. Éramos como tigres en la jungla. Uno de los tíos judíos, Sam Feldman, tenía una barba negra que tenía que afeitarse cada mañana. A mediodía tenía la barbilla toda oscurecida. Y tenía una masa de pelo en el pecho y le olían terriblemente los sobacos. Otro tío era igualito a Jack Dempsey. Otro, Peter Mangalore, tenía una polla de 22 centímetros en estado normal. Y cuando nos metíamos en la ducha, yo descubrí que tenía las pelotas más grandes que nadie.

—¡Eh! ¡Miradle las pelotas a ese tío!
—¡La hostia! ¡De polla no vale un pito, pero vaya pelotas!
—¡La hostia!

No sé lo que era, pero teníamos algo especial, y lo sabíamos. Lo podías ver en el modo en que nos movíamos y hablábamos. No hablábamos mucho, lo dábamos todo por sobreentendido, y eso era lo que le ponía negro a todo el mundo, el aire de seguridad en nosotros mismos que despedíamos.

El equipo de fútbol americano de 7° grado jugaba después de clase contra los de octavo y noveno. No había color. Los vencíamos fácilmente, los tumbábamos sin dificultad, con estilo, casi sin esfuerzo. En el fútbol de toque, los equipos nos aguantaban todo el juego, pero les metíamos cantidad de goles. Entonces pasábamos al de blocaje y nuestros chicos se lanzaban a por los otros, arrasándoles. Era una simple excusa para ser
70
violentos, no importaba quién llevase la pelota. El otro equipo siempre lo
agradecía cuando decidíamos jugar sólo a hacer pases.

Las niñas se quedaban después de clase y nos observaban. Algunas de ellas ya salían con chicos de preuniversitario, no querían mezclarse con mierdas de bachillerato, pero aún así se quedaban después de clase, nos contemplaban y se maravillaban. Yo no estaba en el equipo, pero me ponía en una banda y fumaba cigarrillos, sintiéndome como una especie de entrenador o algo así. Vamos a follar todos, pensábamos, viendo a las chicas. Pero la mayoría sólo nos masturbábamos.
Recuerdo cómo descubrí la masturbación. Una mañana, Eddie llamó por

mi ventana.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Levantó un tubo de ensayo que tenía algo blanco en el fondo.
—¿Qué es eso?
—Corrida —dijo Eddie—, es mi corrida.
—¿Sí?

—Sí, todo lo que tienes que hacer es escupirte en la mano y empezar a frotarte la picha, es muy agradable y al poco rato te sale esta cosa blanca de la punta de la picha. Se le llama «corrida».
—¿Sí?
—Sí.

Eddie se fue con su tubo de ensayo. Yo pensé acerca de ello durante un rato y entonces decidí intentarlo. Mi polla se endureció, la cosa me gustó realmente, me sentía cada vez mejor, seguí y me sentí como nunca me había sentido antes. Entonces salió un chorro de jugo de la punta de mi polla. Después de aquello empecé a hacerlo más a menudo. Era mejor si imaginabas que lo estabas haciendo con una chica mientras te la meneabas.

Un día yo estaba en una banda observando a nuestro equipo dándole una paliza de cuidado a otro equipo. Estaba fumando un cigarrillo al tiempo que observaba. Tenía una chica a cada lado. Mientras nuestros chicos rompían una melée, vi al profesor de gimnasia, Curly Wagner, viniendo hacia mí. Tiré el cigarro y di unas palmadas.
—¡Vamos a romperles el culo, muchachos!
Wagner vino hasta mí. Se quedó allí mirándome. Yo había desarrollado
un aire de maldad en mi expresión.
—¡Voy a acabar contodos vosotros! —dijo Wagner—. ¡Especialmente
contigo!
Volví la cabeza y le miré, como casualmente, luego volví a mirar el juego.
Wagner se quedó allí mirándome. Luego se fue.

Me sentí bien después de aquello. Me gustaba que me consideraran en el grupo de los chicos malos. Me gustaba ser malo. Cualquiera podía ser un buen chico, no hacía falta cojones para eso. Dillinger tenía cojones. Ma Barker era una gran mujer, enseñando a sus hijos a manejar ametralladoras. Yo no quería ser como mi padre. El sólo pretendía ser malo. Cuando se es malo no se pretende serlo, sólo se es. A mí me gustaba ser malo. Ser bueno me ponía enfermo.
La chica que estaba a mi lado dijo:
—No deberías dejar que Wagner te dijese esas cosas. ¿Es que le tienes miedo?
Me volví y la miré. Planté mis ojos en ella durante un buen rato, sin

moverme.
—¿Qué te pasa? —dijo ella.
Dejé de mirarla, escupí en el suelo y me alejé. Caminé lentamente a todo
lo largo del campo, salí por la puerta del extremo y empecé a andar hacia
casa.

Wagner siempre llevaba una camiseta gris y unos pantalones grises de chandal. Era un poco barrigón. Siempre estaba irritado por algo. Su única ventaja era su edad. Siempre trataba de hacernos reventar, pero eso cada vez le valía de menos. Siempre había alguien empujándome sin tener derecho a empujarme. Wagner y mi padre. Mi padre y Wagner. ¿Qué era lo que querían? ¿Por qué estaba yo en su camino?.

ENLACE " CAPITULO 22 "

No hay comentarios: