sábado, 19 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 28

La adolescencia me sobrevino repentinamente. En el 8.° grado, a punto de alcanzar el 9.°, estalló el acné. La mayoría de los chicos lo padecían, pero no tanto como yo. El mío fue realmente terrible. Era el peor caso de la ciudad. Tenía granos y erupciones en toda mi cara, espalda, cuello e incluso en mi pecho. Me aconteció justo cuando empezaba a ser aceptado como líder y chico duro. Yo todavía era un duro pero ya no era lo mismo. Tuve que retirarme y mirar a la gente desde lejos, como si estuvieran en un escenario. Sólo que ellos estaban en un escenario y yo era el único espectador. Siempre tuve problemas con las chicas, y con el acné se convirtieron en imposibles. Las chicas eran más inaccesibles que nunca. Algunas de ellas eran verdaderamente bonitas: sus vestidos, su pelo, sus ojos, la forma en que se movían. Tan sólo andar por la calle al atardecer con alguna, ya sabéis, hablando de todo y de nada, creo que me hubiera hecho sentirme muy bien.

Además aún había algo en mi interior que continuamente me creaba problemas. La mayoría de los profesores no confiaban en mí, ni yo era de su agrado, especialmente las profesoras. Nunca dije nada fuera de lugar, pero ellas alegaban que el problema era «mi actitud». Algo que tenía que ver con el modo en que me recostaba en mi asiento y el «tono de mi voz». Normalmente me acusaban de «burlarme» aunque yo no era consciente de ello. A menudo me echaban al pasillo fuera de la clase o era enviado al despacho del director. El director siempre actuaba de igual modo. Tenía una cabina telefónica en su despacho y me hacía permanecer en pie en ella con la puerta cerrada. Pasé muchas horas en la cabina telefónica. El único material legible era la Revista del Hogar Femenino. Aquello era tortura deliberada. De todos modos leía la Revista del Hogar Femenino. Llegué a leerme todos los números. Esperaba que al menos aprendería algo de las mujeres.

Debía de tener cerca de 5.000 puntos negativos a la hora de graduarme, pero no parecía importar. Querían desembarazarse de mí. Yo estaba de pie en la fila que iba penetrando en la sala de actos uno a uno; cada cual con su birrete y toga baratos que habían sido heredados de generación en generación. Podíamos oír cómo anunciaban el nombre de cada alumno a medida que cruzaban por el escenario. Estaban haciendo una maldita comedia con la ceremonia de nuestra graduación. La banda de música interpretaba nuestra himno colegial:
Oh, Mt. Justin, Oh, Mt. Justin Seremos leales,

Nuestros corazones cantan con fervor
Y nuestros horizontes son azules...
De pie en la fila, cada uno de nosotros esperaba el momento de saltar a

la palestra. Entre la audiencia estaban nuestros padres y amigos.
—Estoy a punto de vomitar —dijo uno de los chicos.
—Salimos de una mierda para meternos en otra —dijo otro.

Las chicas parecían tomárselo mucho más en serio. Esa era la razón por la que no confiábamos realmente en ellas. Parecían cerrar filas en el bando contrario. Ellas y la escuela marchaban al mismo ritmo del himno.
—Esta historia me deprime —dijo uno de los chicos—. Me gustaría pegar
una calada.
—Aquí tienes...

Otro de los muchachos le tendió un cigarrillo y lo hicimos circular entre cuatro o cinco de nosotros. Pegué una calada y la exhalé por la nariz. Entonces vi a Curly Wagner acercándose a nosotros.
—¡La jodimos! —exclamé—. ¡Aquí viene Wagner y su diarrea mental!

Wagner se dirigió directamente hacia mí. Estaba vestido con el chandal gris —incluyendo su camiseta sudada— que llevaba la primera vez que le vi así como en todo el resto de las ocasiones. Se detuvo frente a mí.

—¡Escucha! —dijo—. ¡Crees que me vas a perder de vista sólo porque te vas de aquí, pero estás equivocado! Te voy a seguir durante el resto de tu vida. ¡Te voy a seguir hasta el fin de la tierra y terminaré pillándote!

Le miré sin hacer ningún comentario hasta que se fue. El pequeño discurso de graduación de Wagner sólo me hizo crecer ante los ojos de los demás chicos. Pensaron que yo debía de haber realizado algo tremendamente importante para sulfurarle de ese modo. Pero no era cierto. Wagner era simplemente un pobre imbécil.

Cada vez estábamos más cerca de la entrada de la sala de actos. No sólo podíamos oír cada nombre que se anunciaba y los aplausos consiguientes, sino que podíamos ver a los espectadores.
Entonces me tocó a mí.

—Henry Chinaski —anunció el director por el micrófono, y yo anduve hacia delante. Nadie aplaudió. Entonces una alma bendita entre los espectadores dio dos o tres palmadas.

Había varias filas de asientos dispuestos sobre el escenario para los alumnos recién graduados. Nos sentamos allí y esperamos. El director pronunció su discurso» sobre el tema de la oportunidad y el éxito en América. Al poco todo había acabado. La banda atacó con el himno del colegio. Los estudiantes y sus padres y amigos se levantaron y se entremezclaron. Yo di una vuelta, buscando. Mis padres no estaban allí. Me cercioré de ello. Di otra vuelta y lancé un vistazo general.

Daba lo mismo. Un chico duro no los necesitaba. Me quité mi viejo birrete y la toga y se los entregué al chico que estaba al fondo del pasillo, el portero. Dobló el vestido para que fuera usado una próxima vez.
Salí al exterior. El primero en hacerlo. ¿Pero adonde podía ir? Tenía once
centavos en el bolsillo. Volví andando al lugar donde vivía.

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