miércoles, 16 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 43

Jimmy Hatcher empleaba parte de su tiempo trabajando en una tienda de ultramarinos. Mientras ninguno de nosotros obteníamos trabajo, él siempre estaba empleado. Con su carita y su tipo nunca tenía problemas para encontrar trabajo.
—¿Por qué no vienes a mi apartamento después de cenar esta noche? —

me preguntó un día.
—¿Para qué?
—Robo toda la cerveza que quiero y la llevo a casa. Podemos bebérnosla.
—¿Dónde la tienes?
—En el refrigerador.
—Muéstramela.
Estábamos casi a una manzana de distancia. Recorrimos el camino
andando. En el vestíbulo Jimmy dijo:

—Espera un minuto, voy a ver el correo. —Sacó su llave y abrió el buzón. Estaba vacío. Lo cerró de nuevo—. Mi llave abre el buzón de esta mujer. Mira.
Jimmy abrió un buzón, extrajo una carta y la abrió. Me leyó la carta.

«Querida Betty: Sé que este cheque te llega con retraso y que has estado esperándolo. He perdido mi trabajo. Encontré otro, pero está peor pagado. De todos modos aquí está el cheque. Espero que todo te vaya bien. Con cariño, Don.»

Jimmy cogió el cheque y lo miró. Lo rompió en pedacitos junto con la carta y se guardó los trozos en el bolsillo de su cazadora. Luego cerró el buzón.
—Vamos.
Fuimos a su apartamento y entramos en la cocina, donde abrió el

refrigerador. Estaba repleto de latas de cerveza.
—¿Lo sabe tu madre?
—Claro. Ella se la bebe.
Cerró la nevera.
—Jim, ¿tu padre se saltó los sesos por culpa de tu madre?
—Sí. El estaba al teléfono y contó que tenía una pistola. Dijo: «Si no
vuelves conmigo, voy a suicidarme. ¿Volverás conmigo?» Y mi madre

contestó: «No.» Hubo un tiro y eso fue todo.
—¿Qué es lo que hizo tu madre?
—Colgó el teléfono.
—De acuerdo. Te veré esta noche.

Les dije a mis padres que iba a casa de Jimmy para hacer unos deberes

con él. El tipo de deberes que me gustaban, pensé para mis adentros.
—Jimmy es un chico agradable —dijo mi madre.
Mi padre permaneció callado.

Jimmy sacó la cerveza y comenzamos a beberla. Realmente me gustaba. La madre de Jimmy trabajaba en el bar hasta las dos de la mañana. Teníamos el apartamento para nosotros solos.

—Tu madre tiene un tipo magnífico, Jim. ¿Cómo es que muchas mujeres tienen unos cuerpazos fantásticos y otras parecen deformes? ¿Por qué no tienen todas un tipazo?
—Dios, no lo sé. Quizás si todas las mujeres fueran iguales, nos

aburrirían.
—Bébete alguna más. Bebes demasiado despacio.
—De acuerdo.
—A lo mejor, después de unas pocas cervezas te daré una paliza que te

siente bien.
—Somos amigos, Hank.
—No tengo amigos. ¡Bébetela!
—De acuerdo. ¿Cuál es la prisa?
—Tienes que trasegarlas a toda máquina para que te hagan efecto.
Abrimos algunas latas más de cerveza.
—Si yo fuera mujer, andaría por ahí con las faldas bien alzadas para

excitar a todos los hombres —dijo Jimmy.
—Me enfermas.
—Mi madre conoció a un tipo que se bebía su meada.
—¿Qué?

—Sí. Se emborrachaban durante toda la noche y luego él se tumbaba en la bañera y ella le meaba en la boca. Luego él le entregaba veinticinco dólares.
—¿Te contó ella eso?
—Desde que murió mi padre, ella se confía en mí. Es como si yo hubiera

tomado su puesto.
—¿Quieres decir que...?
—Oh, no. Tan sólo me hace confidencias.
—¿Como las de ese tipo en la bañera?
—Sí, como ésas.
—Cuéntame algo más.
—No.
—Venga hombre, bebe más. ¿Hay alguien que se coma la mierda de tu

madre?
—No hables de ese modo.
Terminé mi lata de cerveza y la arrojé al otro lado de la habitación.
—Me gustó esta dosis. Voy a por otra.
Me acerqué a la nevera y traje un paquete de seis.
—Soy un hijo de puta realmente duro —dije—. Tienes suerte de que te

deje revolotear a mi alrededor.
—Somos amigos, Hank.
Le puse una lata de cerveza bajo su nariz.


148
—¡Venga, bébete esto!

Fui al baño para mear. Era una habitación muy afeminada, con toallas de brillantes colores y azulejos rosas. Incluso el retrete era de color rosa. Ella se sentaba sobre el retrete con su culo blanco y enorme y su nombre era

Clare. Miré mi polla virginal.
—Soy un hombre —dije—. Puedo darle por culo a cualquiera.
—Necesito pasar al baño, Hank... —Jim llamó a la puerta.
Entró en el baño y oí como vomitaba.
—Ah, mierda... —dije yo y abrí otra lata de cerveza.
Al cabo de unos minutos Jim salió y se sentó en una silla. Estaba muy
pálido y yo le metí una lata de cerveza bajo las narices.
—¡Bébela! ¡Sé un hombre! ¡Si eres lo suficientemente hombre como para

robarlas, has de serlo también para bebértelas!
—Deja que me recupere un poco.
—¡Bébela!
Me senté en el sillón. Emborracharse era magnífico. Decidí que siempre
me emborracharía. Todo lo vulgar de la vida desaparecía y quizás si te

apartabas de ello muy a menudo, no te convertirías en un ser vulgar.
Miré a Jimmy.
—Bebe, tío mierda.
Tiré mi lata vacía al otro extremo de la habitación.
—Dime algo más de tu madre, chaval. ¿Qué es lo que ella decía acerca

del tipo que bebía su meado en la bañera?
—Ella decía: cada minuto nace un mamón.
—Jim.
—¿Sí?
—¡Bebe! ¡Sé un hombre!
Alzó su lata de cerveza y luego salió corriendo hacia el baño donde le oí
vomitar de nuevo. Volvió al cabo de un rato y se sentó en la silla. No tenía

buen aspecto.
—Tengo que tumbarme —dijo.
—Jimmy —dije—, pienso esperar hasta que llegue tu madre.
Jimmy se levantó de la silla y empezó a dirigirse al dormitorio.
—Cuando llegue, pienso follármela, Jimmy.
No me oyó. Tan sólo se metió en el dormitorio.
Fui a la cocina y volví con más cerveza.
Me senté y bebí la cerveza esperando a Clare. ¿Dónde estaba esa puta?
No me podía permitir esas faltas, yo era el patrón de un disciplinado barco.
Me levanté y anduve hasta el dormitorio. Jim estaba tumbado boca abajo
sobre la cama con todas sus ropas puestas, incluso los zapatos. Volví a salir.

Bueno, era obvio que ese chico no tenía estómago para la bebida. Clare necesitaba un hombre. Me senté y abrí otra lata de cerveza. Bebí un largo sorbo. Encontré un paquete de cigarrillos en la mesita del café y encendí uno.

No sé cuántas cervezas más bebí mientras esperaba a Clare, pero finalmente oí cómo se abría la puerta. Ahí estaba Clare con su cuerpazo y su pelo brillantemente rubio. Su cuerpo sealzab a sobre unos zapatos de alto tacón y se tambaleaba un poco. Ningún artista podía haber imaginado algo mejor. Las lámparas, las sillas, la alfombra, las paredes... todo la miraba

mientras ella permanecía en pie...
—¿Quién demonios eres? ¿Qué significa esto?
—Clare, por fin nos encontramos. Soy Hank, el amigo de Jimmy.
—¡Sal de aquí!
—¡Voy a quedarme, nena —me reí—, tenemos algo entre tú y yo!
—¿Dónde está Jimmy?
Entró corriendo en el dormitorio y luego salió.
—¡Pequeño cabrón! ¿Qué ha pasado aquí? Cogí un cigarrillo, lo encendí e

hice una mueca.
—Estás más guapa cuando te enfadas...
—No eres nada más que un pequeñajo borracho de cerveza. Vete a casa.
—Siéntate, nena. Tómate una cerveza. Clare se sentó. Me sorprendí

mucho cuando lo hizo.
—Tú vas a Chelsey, ¿no es verdad? —preguntó.
—Sí, Jimmy y yo somos compañeros.
—Tú eres Hank.
—Sí.
—Me ha hablado de ti.
Le ofrecí a Clare una lata de cerveza. Mi mano temblaba.
—Aquí tienes, bebe un trago, nena.
Abrió la cerveza y bebió un sorbo.
Miré a Clare, alcé la cerveza y comencé a excitarme. Era toda una mujer,
con un tipazo a lo Mae West y con el mismo tipo de vestido ajustado.
Grandes caderas, magníficas piernas. Y los senos; unas tetas asombrosas.
Clare cruzó sus fantásticas piernas y la falda se subió un poco. Abrí otra
lata, tomé un sorbo y la miré, sin saber si fijarme en las tetas, las piernas o

en su rostro cansado.
—Siento que tu hijo se haya emborrachado, pero tengo que decirte algo.
Ella giró la cabeza para encender un cigarrillo, luego volvió a mirarme.
—¿Sí?
—Clare, te quiero.
No se rió. Sólo me devolvió una pequeña sonrisa inclinando las comisuras
de su boca.
—Pobre chaval. No eres más que un pollito fuera del cascarón.

Era verdad, pero me enfureció. Quizás porque era verdad. La somnolencia y la cerveza creaban otra imagen. Tomé otro sorbo, la miré y dije:
—Corta el rollo. Súbete la falda. Enséñame alguna pierna. Enséñame algo

de carne.
—Sólo eres un niño.
Entonces lo dije. No sé de dónde me salieron las palabras, pero lo dije:
—Podía partirte en dos, nena, si me das la oportunidad.
—¿Sí?
—Sí.
Entonces lo hizo. Como si no fuera nada. Descruzó sus piernas y se subió
la falda.
No llevaba bragas.

Vi sus abundantes muslos. Ríos de carne. Tenía una gran verruga sobresaliente en la cara interior de su muslo izquierdo. Y una jungla de pelo enmarañado entre las piernas, pero no era amarillo brillante como el de su cabeza, era marrón y festoneado de gris, viejo como un arbusto reseco,

inanimado y triste.
Me levanté.
—Me tengo que ir, señora Hatcher.
—¡Cristo, creí que querías tener un poco defie sta!
—No con su hijo en la otra habitación, señora Hatcher.
—No te preocupes por él, Hank. Está pasado de vueltas.
—No, señora Hatcher. Enverd ad tengo que irme.
—Muy bien, ¡sal de aquí, maldito enano!
Cerré la puerta tras de mí, crucé el vestíbulo del edificio de apartamentos
y salí a la calle.
Pensar que alguien se había suicidado por eso.
La noche de repente pareció magnífica. Anduve hasta la casa de mis
padres.

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