miércoles, 8 de junio de 2011
Mañana decisiva (relato completo)
A las siete de la mañana, Barney se despertó y empezó a embestir a Shirley en el trasero con el pene.
Shirley se hizo la dormida. Barney siguió embistiendo más fuerte. Ella se levantó, fue al cuarto de baño y orinó.
Cuando salió del baño, él había quitado el cobertor y tenia el pene empinado bajo la sábana.
—¡Mira nena! —dijo—. ¡El monte Everest!
—¿Quieres que prepare el desayuno?
—¡A la mierda el desayuno! ¡Ven aquí ahora mismo!
Shirley volvió a la cama y él la cogió por la cabeza y la besó. Le olía mal el aliento, pero la barba era lo peor. Le cogió la mano y se la puso en el pijo.
—¡Piensa en la cantidad de mujeres a las que les gustaría tener este chisme!
—Barney, no estoy de humor.
—¿Qué quieres decir con eso de que no estás de humor?--
—Pues que no estoy caliente.
—¡Lo estarás, nena, lo estarás! — En verano dormían sin pijama, así que se echó sobre ella.
—¡Ábrete bien, demonios! ¿Estás mala?
—Barney, por favor...
—¿Por favor qué? ¡Quiero pegar un polvo y voy a pegarlo!
Siguió empujando hasta que consiguió penetrarla.
—¡Puta condenada, voy a abrirte en canal!
Barney lo hacía como una máquina. A Shirley no le inspiraba ninguna sensación. ¿Cómo podía una
mujer casarse con un hombre así?, se preguntó. ¿Cómo podía una mujer vivir tres años con un hombre así?
Al principio, cuando se conocieron, él no parecía ser... como una pura y simple madera de leño.
—¿Te gusta este cacho de polla, nena?
Notaba todo el peso de su corpachón sobre ella. Notaba su sudor. No la dejaba respirar.
—¡Me voy a ir, nena, me voy, ME VOY!
Barney se echó a un lado y se limpió con la sábana. Shirley se levantó, fue al cuarto de baño y se duchó. Luego, fue a la cocina a preparar el desayuno. Puso las patatas, el bacon, el café. Echó los huevos en el cuenco y los revolvió. Sólo llevaba puestos el albornoz y las zapatillas. En el albornoz decía «ELLA».
Barney salió del cuarto de baño. Tenía crema de afeitar en la cara.
—Oye, nena, ¿dónde están aquellos calzoncillos de rayas verdes y rojas?
Ella no contestó.
—¡Oye, te digo que donde están esos calzoncillos!
—No sé.
—¿No sabes? Me rompo el espinazo trabajando de ocho a doce horas al día y tú no sabes dónde
están mis calzoncillos, ¿eh?
—No sé.
—¡Que se derrama el café! ¿Es que no lo ves? Shirley apagó el fuego.
—¡O no haces café, o te olvidas de él y lo dejas salirse! O te olvidas de comprar bacon o quemas las
tostadas o pierdes mis calzoncillos, siempre tienes que hacer algo al revés. ¡No haces nada a derechas!
—Barney, no me siento bien...
—¡Túnunca te sientes bien! ¿Cuándo coño vas a empezar a sentirte bien? Yo salgo todas las mañanas y me rompo el espinazo trabajando y tú te pasas el día tumbada leyendo revistas y compadeciéndote de tu culo de mantequilla. ¿Te crees que van bien las cosas en el trabajo? ¿Es que no sabes que hay un diez por ciento de parados? ¿Te das cuenta de que tengo que luchar por mi puesto todos los días, uno tras otro, mientras tú estás repantigada en un sillón compadeciéndote de ti misma? Y bebiendo vino y fumando cigarrillos y cotilleando con tus amigas... y amigos. ¿Te crees que a mí me resultan fáciles
las cosas en el trabajo?
—Sé que no es fácil, Barney.
—Y ya ni siquiera me dejas echar un polvo.
Shirley vertió los huevos en la sartén.
—¿Por qué no acabas de afeitarte? El desayuno estará en seguida.
—¿Por qué tantos remilgos para echar un polvo? ¿Es que te crees que tienes el cono de oro?
Ella revolvió los huevos con un tenedor. Luego, cogió la espátula.
—Es que no puedo soportarte ya, Barney. Te odio.
—¿Me odias? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no puedo soportarte, que me repugna cómo caminas, que no aguanto los pelos que te asoman de la nariz. No me gusta tu voz, no me gustan tus ojos, no me gusta tu manera de pensar ni tu manera de hablar. No me gustas.
—¿Y tú qué? ¿Qué tienes que ofrecer tú? ¡Con esa pinta! ¡No podrías conseguir trabajo ni en un
burdel de tercera!
—Ya lo conseguí.
Entonces, él le pegó. Con la mano abierta, en la cara. A ella se le cayó la espátula, perdió el equilibrio, fue a dar contra un lado del fregadero y allí se agarró. Recogió la espátula, la lavó, volvió a revolver los huevos.
—No quiero desayunar —dijo Barney.
Shirley apagó todos los fuegos y volvió al dormitorio. Se metió en la cama. Le oía acabar de arreglarse en el cuarto de baño. Ni siquiera le gustaba su forma de echarse agua en la cara en el lavabo cuando se afeitaba. Y cuando oyó el cepillo de dientes eléctrico, se lo imaginó en aquella boca, limpiando aquellos dientes y aquellas encías, y sintió una repugnancia inmensa. Luego, la loción del pelo. Después, silencio. Más tarde, la cisterna.
Barney salió. Le oyó escoger una camisa en el armario. Oyó el rumor de las llaves y de la calderilla cuando se ponía los pantalones. Luego, sintió que la cama se hundía, al sentarse él en el borde para ponerse los calcetines y los zapatos. Después, al levantarse él, la cama se levantó. Ella estaba tendida boca abajo, con los ojos cerrados. Se dio cuenta de que estaba mirándola.
—Escucha —le dijo—. Sólo quiero decirte una cosa. Si hay otro hombre, le mataré. ¿Entendido?
Shirley no contestó. Luego, sintió sus dedos en la nuca. Le alzó la cabeza bruscamente, y se la
hundió en la almohada.
—¡Contéstame cuando te hablo! ¿Entendido? ¿Entendido? ¿Lo has entendido?
—Sí —dijo ella—. Lo he entendido.
Se fue. Salió del dormitorio, cruzó el salón. Shirley oyó la puerta al cerrarse. Luego, oyó sus pasos en las escaleras. El coche estaba en el camino de acceso y oyó cómo lo ponía en marcha. Después, lo oyó alejarse. Más tarde, el silencio.
Charles Bukowski del libro Música de cañerías.
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