viernes, 29 de julio de 2011

"PONIENDO CUERNOS A MARIE" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Hacía calor aquella noche en el hipódromo, durante las carreras de un cuarto de milla. Ted había llegado con doscientos dólares y en la tercera carrera ya tenía quinientos treinta. Conocía bien los caballos. Puede que no fuese bueno en otras cosas, pero conocía los caballos. Ted miraba el marcador y miraba a la gente. La gente no sabía calibrar un caballo. Pero acudían al hipódromo con su dinero y sus sueños a cuestas. El hipódromo daba unexacta de dos dólares, casi en cada carrera, para engatusarles. Eso y el Pick- 6. Ted no tocaba nunca el Pick-6 ni los exactas ni los dobles. Se limitaba siempre a apostar ganador al mejor caballo, que no era necesariamente el favorito.

Marie siempre andaba fastidiándole por su afición a las carreras y eso que sólo iba dos o tres veces por semana. En seguida había vendido la empresa y se había retirado del negocio de la construcción. La verdad es que no tenía gran cosa que hacer.
El cuarto caballo parecía prometedor a seis-a-uno, pero quedaban aún dieciocho minutos para
apostar. Notó que le tiraban de la manga.
—Perdone, caballero, pero he perdido en las dos primeras carreras. Le vi cobrar sus apuestas. Parece
usted un tipo que sabe lo que hace. ¿Qué caballo le parece el mejor en esta carrera?

Era una rubia de pelo rojizo, de unos veinticuatro años, de finas caderas y unos pechos desmesurados. Largas piernas y una nariz muy linda, respingona. Boca como un capullito de rosa. Llevaba un vestido azul claro y zapatos blancos de tacón alto. Sus ojos azules le miraban.
—Bueno —dijo Ted sonriendo—, yo suelo apostar al ganador.
—Yo estoy acostumbrada a apostar a los purasangres —dijo la rubia—. ¡Pero esas carreras de un
cuarto son tanrápidasl
—Sí, casi todo se resuelve en dieciocho segundos. En seguida te das cuenta si te has equivocado o

no.
—Si mi madre supiera que estoy aquí perdiendo mi dinero, me daría de correazos.
—A mí también me gustaría dárselos —dijo Ted.
—¿No será usted uno de ésos, eh? —preguntó ella.
—Era sólo una broma —dijo Ted—. Venga, vamos al bar. Tal vez allí podamos elegir un ganador.
—De acuerdo, señor...
—Llámeme Ted. ¿Y tú cómo te llamas?
—Victoria.
Entraron en el bar.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó Ted.
—Lo mismo que tú —dijo Victoria.
Ted pidió dos Jack Daniel. Bebió. Ella tomó, también un sorbo del suyo, sin mirarle. Ted le examinó
el trasero: era algo perfecto. Estaba más buena que la mayoría de estrellas de cine, y no parecía resabiada.
—Bueno —dijo Ted, señalando el programa—. En la próxima carrera, el cuarto tiene muy buen
aspecto y lo pagan seis-a-uno. Victoria soltó un «Ah.» muy sexy. Se inclinó para mirar el programa, rozándole con el brazo. Luego Ted sintió la presión de su pierna contra la suya.
—La gente no sabe lo que son los caballos —le dijo—. Muéstrame un hombre que entienda de

caballos y yo te mostraré alguien capaz de ganar dinero a espuertas.
Ella sonrió.
—Ojalá pueda llegar a saber tanto como tú.
—Te sobran dotes, nena. ¿Quieres otro?
—Oh no, gracias...
—Mira —dijo Ted—, lo mejor será que apostemos ya. —De acuerdo, apostaré dos dólares a

ganador. ¿Era al número cuatro?
—Sí, nena, al cuatro...
Hicieron las apuestas y fueron a ver la carrera. El cuarto no hizo una buena salida; quedó bloqueado;
pero se rehizo. Iba el quinto entre nueve, pero empezó a ganar terreno y llegó a la meta a la par que el

favorito de dos a uno. Todo dependía ahora de la fotografía.
Maldita sea, pensó Ted, ésta tengo que ganarla. ¡Por favor, por favor,tengo que ganarla!
—Oh —dijo Victoria—. ¡Estoy tanemocionada!
El marcador dio el número del ganador. Elcu a tro .
Victoria empezó a gritar y a saltar muy contenta.
—¡Ganamos, ganamos! ¡GANAMOS!

Se abrazó a Ted. Ted sintió su beso en la mejilla.
—Calma, nena, ha ganado el mejor, eso es todo.
Esperaron la señal y luego el marcador indicó el pago. Catorce dólares con sesenta.
—¿Cuánto apostaste? —preguntó Victoria.
—Cuarenta ganador —dijo Ted.
—¿Cuánto ganarás?
—Doscientos noventa y dos dólares. Vamos a recogerlos.
Se dirigieron a las ventanillas. De pronto Ted sintió la mano de Victoria en la suya. Y un tirón.

Quería que se detuviera.
—Inclínate —le dijo—. Quiero decirte una cosa al oído.
Ted se inclinó y sintió el refrescante contacto de los rosados labios en la oreja.
—Eres... un hombre con suerte..., quiero... joder contigo...
Ted se quedó pasmado, mirándola con una desmayada sonrisa.
—Dios mío —dijo.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?
—No, no, no es eso...
—¿Qué es, entonces?
—El problema es Marie... mi mujer... estoy casado... y me tiene controlado al minuto... Sabe cuándo

terminan las carreras y cuál es mi hora límite de llegada.
Victoria se echó a reír.
—¡Pues larguémonos ahora mismo! ¡Vámonos a un motel!
—Hecho —dijo Ted.
Cobraron y salieron al aparcamiento.
—Llevaremos mi coche. Luego te traigo, cuando acabemos —dijo Victoria.
Buscaron el coche. Era un Fiat azul del 82 que hacía juego con su vestido. La matrícula decía:

VICKY. Al meter la llave en la cerradura, Victoria vaciló.
—¿No serás uno de esos tipos, verdad?
—¿Qué tipos? —preguntó Ted.
—Uno de esos a los que les gusta azotar..., mi madre una vez tuvo una experiencia terrible...
—No te preocupes —dijo Ted—. Soy inofensivo.
Encontraron un motel a unos dos kilómetros del hipódromo. El Luna Azul. Sólo que el Luna Azul estaba pintado de verde. Victoria aparcó y se apearon, entraron, firmaron y les dieron la habitación 302. Habían parado a comprar una botella de Cutty Sark en el camino. Ted quitó el celofán a los vasos, encendió un cigarrillo y sirvió un par de whiskys mientras Victoria se desnudaba. Las bragas y el sostén eran de color rosa y el cuerpo era rosiblanco y muy hermoso. Era sorprendente que de vez en cuando naciese una mujer así, cuando todas las demás, la mayoría, no valían nada, o casi nada. Para perder la cabeza. Victoria era un sueño maravilloso.
Victoria estaba desnuda. Se acercó y se sentó al borde de la cama, junto a Ted. Cruzó las piernas.
Tenía pechos firmes y ya parecía excitada. Ted no podía creer del todo que hubiera tenido tanta suerte.

Luego ella soltó una risilla.
—¿De qué te ríes? —preguntó.
—¿Estás pensando en tu mujer?
—Bueno, no, pensaba en otra cosa.
—Pues,deberías pensar en tu mujer...
—Demonios —dijo Ted—. ¡Fuistetú quien propuso venir a joder.
—Preferiría que no utilizaras esa palabra...
—¿Te arrepientes?
—No, qué va. Dime, ¿tienes un cigarrillo?
—Claro...
Sacó uno, se lo puso en los labios y le dio fuego.
—Tienes el cuerpo más hermoso que he visto en mi vida —dijo Ted.
—No lo dudo —dijo ella, sonriendo.
—Oye, ¿no pretenderás echarte atrás? —le preguntó.
—Claro que no —contestó ella—. Desnúdate.

Ted empezó a desvestirse. Se sentía gordo, viejo y feo. Pero también muy afortunado. Había sido su mejor día en el hipódromo, en todos los sentidos. Colocó la ropa en una silla y se sentó de nuevo junto a Victoria.
Luego sirvió otro par de whiskys.
—Mira —le dijo—, tú eres una tía con clase, pero yo también soy un tío con clase. Cada uno tiene
clase a su manera. Yo supe hacer las cosas en el negocio de la construcción y aún sigo sabiendo hacerlas

con los caballos. No todo el mundo tiene tanto instinto.
Victoria bebió la mitad de su whisky y le sonrió.
—¡Oh, eres mi gran Buda gordo!
Ted terminó el whisky.
—Mira, si no quieres hacerlo, no lo hacemos. Olvídalo.
—Vamos a ver lo que tiene mi Buda...
Victoria deslizó la mano entre las piernas de Ted. Se la cogió y la apretó.
—Vaya, vaya..., aquí hay algo… —dijo Victoriav
—Claro..., ¿y qué?
Entonces ella se inclinó. Al segundo siguiente, ya se la estaba besuqueando. Ted sintió toda su boca

y su lengua.
—¡Hostias! —dijo.
Victoria alzó la cabeza y le miró.
—Por favor, cuida ese lenguaje.
—Está bien, Vicky, está bien. Me controlaré.
—¡Métete en la cama, Buda!

Ted se metió entre las sábanas y sintió el cuerpo de ella junto al suyo. Tenía la piel fresca. Ella entreabrió la boca y él la besó metiéndole la lengua. Le gustaba así, aquel frescor de primavera, joven, nuevo, agradable. Qué delicia. Jugueteó con ella abajo, pero ella tardaba en entregarse. Cuando sintió que se abría, le metió los dedos. Ya era suya, la muy zorra. Metió el dedo y le acarició el clítoris. Antes quieres jugar un poco, ¡pues vas a tener juego!, pensó. Luego, sintió los dientes de ella en su labio inferior. Fue un dolor agudísimo. Ted se apartó. Notó el sabor de la sangre y sintió una herida en los labios. Se incorporó y le cruzó con fuerza la cara, primero un lado, luego el otro. Después volvió a tantear allí abajo, se deslizó sobre su cuerpo y la penetró mientras posaba de nuevo su boca en la de ella. Luego le dio como un arrebato de venganza y echando de vez en cuando hacia atrás la cabeza, para mirarla, procuraba retrasarlo, contenerlo, hasta que de pronto vio aquella nube de cabellos color fresa desparramados por la almohada a la luz de la luna.
Ted sudaba y gemía como un colegial. Esto era, sí. El Nirvana. Un auténtico paraíso. Victoria no
decía nada. Los gemidos de Ted se desvanecieron y por fin acabó tumbándose a su lado. Se quedó mirando

fijamente la oscuridad. No me he acordado de chuparle las tetas, pensó.
Luego oyó la voz de Victoria.
—¿Sabes qué? —dijo.
—¿Qué? —dijo él.
—Me recuerdas a uno de esos caballos de las carreras de un cuarto.
—¿Qué quieres decir?
—Que todo se ha terminado en dieciocho segundos.
—Ya echaremos otra carrera, nena... —dijo él.

Ella fue al cuarto de baño. Ted se limpió con la sábana, como un viejo profesional. Victoria tenía un lado desagradable. Pero se la podía manejar. Tenía su aquello. ¿Cuántos hombres tenían, como él, casa propia y ciento cincuenta de los grandes en el banco a su entera disposición? El tenía clase y ella no podía ignorarlo.

Victoria salió del cuarto de baño con el mismo aspecto de antes, fresco, intacto, casi virginal. Ted encendió la lamparilla de la mesita. Se incorporó y sirvió dos whiskies. Ella se sentó al borde de la cama con su vaso y él salió de la cama y se sentó a su lado.
—Victoria —dijo—. Puedo hacerte la vida agradable.

—Supongo que sí, Buda. —Y seré mejor amante. —Por supuesto.
—Escucha, deberías haberme conocido de joven. Era duro, pero era grande. Tenía lo que hay que
tener. Y aún lo tengo. Ella le sonrió.
—Vamos, Buda, no está tan mal la cosa. Tienes una mujer, un montón de cosas a tu disposición.
—Todas menos una —dijo él, echando un trago y mirándola—. Menos una, que es la que de verdad
quiero...
—¡Mira cómo tienes el labio! ¡Estás sangrando!
Ted miró el vaso. Había gotas de sangre en el whisky y notó la sangre en la barbilla. Se limpió la
barbilla con el dorso de la mano.
—Voy a ducharme y a limpiarme, nena, ahora vuelvo.

Fue al cuarto de baño, abrió la puerta de la ducha y soltó el agua, comprobándola con la mano. Parecía estar a la temperatura adecuada, así que entró y dejó que el agua le corriera por todo el cuerpo. Vio la sangre mezclada con el agua diluyéndose hacia el desagüe. Era una gatita salvaje. Lo único que hacía falta con ella era mano firme.

Marie estaba bien, era buena, pero en realidad era un poco sosa. Había perdido el vigor de la juventud. Ella no tenía la culpa. Pero quizás encontrara el sistema de tener a mano a las dos. Victoria le rejuvenecía. Y él necesitaba una renovación. Y necesitaba un buen polvo de vez en cuando. Un polvo como aquél. Claro que todas las mujeres estaban medio locas y exigían más de lo normal. No se daban cuenta de que hacer el amor no era una experiencia gloriosa, sino sólo una pura necesidad.
—¡Date prisa, Buda! —la oyó decir—. ¡No me dejes aquí sola!
—¡No tardo, nena! —gritó desde debajo de la ducha.
Se enjabonó bien, se aclaró. Luego salió, se secó. Abrió la puerta del cuarto de baño y pasó al
dormitorio. La habitación estaba vacía. Victoria se había esfumado.

Resulta a veces notable la distancia existente entre los objetos más ordinarios, entre los acontecimientos más ordinarios. Vio de pronto las paredes, la alfombra, la cama, dos sillas, la mesita, el tocador y el cenicero con sus colillas. La distancia entre estos objetos era inmensa. De pronto parecían separados por años luz. En un súbito arrebato, corrió al armario y lo abrió. Sólo había perchas vacías. Cayó entonces en la cuenta de que su ropa había desaparecido. Camiseta, calzoncillos, camisa, pantalones. Las llaves del coche y la cartera, el dinero, los zapatos, los calcetines. Todo. En otro arrebato, miró debajo de la cama. Nada. Luego vio en el tocador la botella de whisky y se acercó. Se sirvió un trago. Y entonces vio dos palabras garrapateadas en el espejo del tocador con lápiz de labios color rosa: «¡ADIÓS, BUDA!»

Ted bebió el whisky, posó el vaso y se miró en el espejo: se vio a sí mismo muy gordo y muy viejo. No sabía qué tenía que hacer. Cogió la botella, se sentó al borde de la cama, donde había estado sentado con Victoria. Alzó la botella y bebió a morro mientras las brillantes luces de neón del bulevar penetraban a través de las polvorientas persianas. Luego se quedó allí, mirando afuera, viendo cómo pasaban los coches.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

genial...sencillamente genial...

Lara dijo...

Bokowski tenía esa magia, de hacer sentir muchas emociones distintas al leer sus relatos,grandioso

Anónimo dijo...

Se me paro el mani

GGB dijo...

Es genail Bukowski, pero hay un fallo en la historia: fueron en el coche de ella, así que no tiene sentido decir que las llaves del coche ya no estaban. Cuántas historías como esta reales no habrán pasado y pasarán en el mundo todos los días.