miércoles, 31 de agosto de 2011

"OJOS COMO EL CIELO" DE CHARLES BUKOWSKI


Hace algún tiempo vino a verme Dorothy Healey. yo tenía resaca y barba de cinco días. se me había olvidado esto hasta que la otra noche, tomando tranquilamente una cerveza, me acordé de su nombre. se lo mencioné al joven que estaba frente a mí, que había venido a verme.

—¿por qué vino a verte? —preguntó él.
—no sé.
—¿y qué dijo?
—no recuerdo lo que dijo. lo único que recuerdo es que llevaba un lindo vestido azul y

que tenía los ojos de un maravilloso azul resplandeciente.
—¿no te acuerdas de lo que dijo?
—en absoluto.
—¿te la tiraste?

—claro que no. Dorothy tiene que vigilar mucho con quién se va a la cama. piensa en la mala publicidad si involuntariamente se acostase con un agente del FBI o con el dueño de una cadena de zapaterías. supongo que Jackie Kennedy debe seleccionar también cuidadosamente

sus ligues.
—claro. la Imagen. no creo que ella se acostase nunca con Paul Krassner.
—me gustaría estar allí si lo hiciera.
—¿sujetando las toallas?
—sujetando las piezas —dijo él.
y los ojos de Dorothy Healey tenían aquel maravilloso azul resplandeciente...

los tebeos hace ya mucho que se han hecho serios, y desde entonces son en realidad más cómicos que nunca. las historietas dibujadas han sustituido en cierto modo a los antiguos seriales radiofónicos. ambas cosas tienen en común el que tienden a proyectar una realidad sería, muy seria, y en eso radica su humor: su realidad es tan claramente artilugio de plástico de saldo que no puedes por menos de reírte un poco si no tienes demasiados problemas digestivos.

en el último número de Los Angeles Times (cuando escribo esto) tenemos una historia hippie—beatnik y su desenlace. ha aparecido el rebelde universitario, barbudo y con jersey de cuello alto, escapándose con la reina de la universidad, una rubia de larga melena y figura perfecta (casi me corro mirándola). lo que el rebelde de la universidad defiende es algo de lo que nunca podemos estar del todo seguros, salvo en unos cuantos discursitos que dicen muy poco. de cualquier modo, no te aburriré con el argumento de la historia. termina con el gran papi malo, corbata y traje caro y cabeza calva y nariz aguileña, haciéndole al barbudo un sermoncito de su cosecha, y ofreciéndole luego un trabajo en bandeja, para que pueda así tener como es debido a su cachonda hija. el hippie—beatnik se niega al principio y desaparece de la página y el papi y la hija están haciendo el equipaje para abandonarle, para dejarle allí en su propio fango idealista, cuando, de improviso, vuelve. « ¡Joe!... ¿qué has hecho?» dice la cachonda hija. y Joe entra SONRIENDO Y AFEITADO: «pensé que debías verle bien la cara a tu marido, querida... ¡antes de que fuese demasiado tarde! » . luego se vuelve a papá: «también pensé, señor Stevens, que una barba sería más un inconveniente que una ayuda... ¡PARA UN AGENTE INMOBILIARIO! » . «¿significa esto que ha recuperado usted por fin EL JUICIO, joven» pregunta papá. «significa que quiero pagar el precio que usted pone a su hija, caballero» (¡ay, el sexo, ay el amor, ay la JODIENDA!) «pero», continúa nuestro ex hippie, «aún pienso combatir la INJUSTICIA... ¡donde quiera que la encuentre!». bien, eso es magnífico, porque nuestro ex hippie va a encontrar mucha injusticia en el negocio inmobiliario. luego, en un aparte, papá nos dice: «vaya sorpresa que te vas a llevar, amigo...


¡cuando descubras que nosotros los viejos retrógrados queremos también un mundo mejor!
¡sólo que no somos partidarios de QUEMAR la casa para librarnos de las termitas!».

pero, viejos retrógrados, piensa uno inevitablemente. ¿qué demonios estáis haciendo? luego pasas al otro lado de la página, a APARTAMENTO 3-G, y allí hay un profesor universitario que analiza con una chica muy rica y muy bella el amor que ella siente por un joven médico pobre e idealista. este médico ha incurrido en arrebatos temperamentales muy desagradables: tiró el mantel, los platos y las tazas en el club nocturno, tiró por el aire los emparedados de huevo, y, si no recuerdo mal, zurró a un par de amigos. le enfurece que su hermosa y rica dama no haga más que ofrecerle dinero, pero pese a tanta furia ha aceptado un fantástico automóvil nuevo, un consultorio lujosamente decorado en la zona residencial y otros artículos. ay, si este médico fuese el vendedor de periódicos de la esquina, o el cartero, no recibiría nada de esto, y me gustaría verle entrar en un club nocturno y tirar cena y vino y tazas de café y cucharas y demás al suelo y luego volver y sentarse y no disculparse siquiera. desde luego, no me gustaría nada que ESE médico me operase de mis hemorroides crónicas.
así que cuando lees las historietas ríes ríes ríes, y sabes que es ahí en parte, donde estamos.

pasó ayer a verme un profesor de una universidad. no se parecía a Dorothy Healey, pero su mujer, una poetisa peruana, estaba la mar de buena. el objeto era que estaba cansado de las mismas inútiles reuniones de supuesta NUEVA POESIA. la poesía sigue siendo aún, dentro de las artes, el mayor reducto de fatuos pretenciosos, con grupillos de poetas luchando por el poder. supongo que el mayor fraude que se inventó fue el viejo grupo de Black Mountain. y a Creeley aún le temen dentro y fuera de las universidades (le temen y le reverencian) más que a ningún otro poeta. luego tenemos a los académicos que, como Creeley, escriben muy cuidadosamente. en suma, la poesía generalmente aceptada hoy, tiene una especie de cristal por fuera, suave y deslizante, y dentro sólo hay una articulación embutida palabra a palabra en una suma o agregado, en general inhumano y metálico, una especie de perspectiva semisecreta. es una poesía para millonarios y hombres gordos con tiempo libre por lo que recibe respaldo y sobrevive, porque el secreto es que los que están en el ajo lo están de veras y al diablo el resto. pero es una poesía torpe, muy torpe, tan torpe que la torpeza se toma por significado oculto... el significado está oculto, no hay duda, tan bien oculto que no hay ningún significado. pero si TU no puedes encontrarlo, careces de alma, de sensibilidad, etc., así que es MEJOR QUE LO DESCUBRAS O NO ESTAS EN EL AJO. y si no lo descubres, NO MOLESTES.

entretanto, cada dos o tres años, alguien de la academia, deseando conservar su puesto en la estructura universitaria (y si piensas que Vietnam es un infierno deberías ver lo que pasa entre esos supuestos cerebros en sus combates, intrigas y luchas por el poder dentro de sus propias cárceles) saca la misma vieja colección de poesía vidriosa e insulsa y la etiqueta LA NUEVA POESIA o LA NOVISIMA, pero sigue siendo la misma baraja marcada.

bueno, este profesor era un jugador evidentemente, dijo que estaba harto del juego y que quería sacar a la luz algo fuerte, una creatividad nueva. tenía ideas propias, pero luego me preguntó quién creía yo que estaba escribiendo la nueva poesía ACTUAL, qué muchachos eran y qué material. no pude contestarle, francamente. al principio mencioné algunos nombres: Steve Richmond, Doug Blazek, Al Purdy, Brown Miller, Harold Norse, etc., pero luego me di cuenta de que a la mayoría los conocía personalmente, y si no personalmente, por correspondencia. me dio un escalofrío. si los etiquetaba como grupo, sería otra vez una especie de BLACK MOUNTAIN... otra nueva capilla. así empieza la muerte. una especie de muerte personal gloriosa, pero de todos modos una mierda.

así que, rechacemos a ésos; rechacemos a los chicos de la vieja poesía—vidriosa, ¿qué nos queda? una obra de mucho vigor, la obra vivida y colorista de los jóvenes que empiezan ahora a escribir y a publicar en pequeñas revistas que sacan adelante otros jóvenes llenos también de fuerza y ánimo. para éstos, el sexo es algo nuevo y la vida también bastante nueva y también la guerra, y eso está muy bien, resulta refrescante. aún no están «atrapados». pero, por otra parte, escriben un buen verso y catorce malos. a veces, te hacen añorar hasta el cuidadoso chisporroteo y el catarro de un Creeley y suenan todos igual. y añoras a un Jeffers, un hombre

sentado detrás de una roca, tallando la sangre de su corazón entre paredes. dicen que no hay que confiar en el que pase de los treinta, y porcentualmente es una buena fórmula: la mayoría de los hombres se han vendido ya por entonces. así que, en realidad, ¿COMO VOY A CONFIAR YO EN UN HOMBRE DE MENOS DE TREINTA? lo más probable es que se venda.

bueno, quizás sea cuestión de épocas. tal como está la poesía (y esto incluye a un tal Charles Bukowski), sencillamente, en esta época, sencillamente no TENEMOS arietes, faltan los innovadores audaces, los hombres, los dioses, los grandes muchachos, que podrían levantarnos de la cama de un golpe o mantenernos en movimiento en el infernal pozo oscuro de fábricas y calles. los T. S. Eliot han desaparecido. Auden se ha parado; Pound está esperando la muerte; Jeffers dejó un hueco que jamás llenará ningún Love—In del Gran Cañón; hasta el viejo Frost tenía cierta grandeza de espíritu; Cummings no nos deja dormirnos; Spender, «este hombre es vida agonizando» ha dejado de escribir; a D. Thomas le mató el whisky norteamericano, la admiración norteamericana y la mujer norteamericana; hasta Sandburg, hace ya mucho tiempo escaso de talento, que entra en las aulas norteamericanas con su pelo blanco mal cortado, su mala guitarra y sus ojos vacíos, hasta Sandburg ha recibido la patada en el culo de la muerte.

admitámoslo: los gigantes han muerto y no han aparecido gigantes que los sustituyan. quizás sean los tiempos. quizás ahora les toque a Vietnam, a Africa, a los árabes. quizás la gente quiera más de lo que dicen los poetas. quizás la gente acabe siendo el último poeta... ojalá. Dios lo sabe, a mí no me gustan los poetas. no me gusta sentarme con ellos en la misma habitación. pero es difícil dar con lo que a uno le gusta. las calles parecen huecas. el hombre que me llena el depósito en la gasolinera de la esquina parece la más nefanda y odiosa de las bestias. y cuando veo fotos de mi presidente, o le oigo hablar, me parece una especie de gran payaso seboso, una criatura torpe y repugnante a la que se ha otorgado decisión sobre mi vida, mis posibilidades, y las de todos los demás. y yo no lo entiendo. y lo que pasa con nuestro presidente pasa con nuestra poesía. es casi como si le hubiésemos formado con nuestra falta de espíritu, y en consecuencia lo mereciéramos. Johnson está perfectamente a cubierto de las balas de un asesino, no por el aumento de las medidas de seguridad, sino porque produce poco placer o ninguno matar a un hombre muerto.

lo que vuelve a llevarnos al profesor y a su pregunta: ¿a quién incluir en un libro de poesía verdaderamente nueva? yo diría que a nadie. que es mejor olvidarse de tal libro. es casi imposible. si quieres leer un material decente, humano y fuerte, sin falsedades ni fingimientos, yo diría Al Purdy, el canadiense. pero, ¿qué es en realidad un canadiense? sólo alguien subido en la rama de un árbol, apenas allí, gritando hermosas canciones de fuego desde dentro de su vino casero. el tiempo, si lo tenemos, nos lo dirá, nos hablará de él.

así que, profesor, lo siento, pero no puedo ayudarle. quizás sea culpa de alguna rosa de mi ojal (¿ROSA TIERRA?) el que nos hayamos perdido, y eso incluye a los Creeley, a ti, a mí, a Johnson, a Dorothy Healey, a C. Clay, a Powell, al último disparo de Hem, a la gran tristeza de mi hija pequeña que corre por el piso hacia mí. todos sentimos cada vez más esta maldita pérdida de espíritu y de dirección. e intentamos avanzar más y más hacia algún mesías antes de la Catástrofe, pero ningún Ghandi, ningún PRIMER Castro se ha adelantado. sólo Dorothy Healey la de ojos como el cielo. y es una sucia comunista.

así que, veamos. Lowell rechazó la invitación de Johnson a una especie de fiesta al aire libre. esto estuvo bien. esto fue un principio. pero, por desgracia, Robert Lowell escribe bien. demasiado bien. está atrapado entre una especie de poesía tipo vidrio y una dura realidad, y no sabe qué hacer: por tanto, mezcla ambas y muere de ambos modos. a Lowell le gustaría muchísimo ser un ser humano. pero le castran sus propias concepciones poéticas. Ginsberg, mientras da gigantescos y extrovertidos saltos mortales ante nuestra vista, comprende el vacío e intenta llenarlo. al menos sabe lo que está mal... pero carece sencillamente de la capacidad artística necesaria para llenar ese vacío. así que, profesor, gracias por la visita. a mi puerta llama mucha gente extraña. demasiados extraños. no sé qué será de nosotros. necesitamos muchísima suerte. y últimamente la mía ha sido muy mala. y el sol está acercándose. y, la
Vida, tan fea como parece, quizá merezca vivirse tres o cuatro días más. ¿crees que lo conseguiremos?.

lunes, 29 de agosto de 2011

"NOCTURNAS CALLES DE LOCURA" DE CHARLES BUKOWSKI


El chico y yo éramos los últimos de una juerga en mi casa y estábamos allí sentados cuando alguien, fuera, empezó a tocar la bocina de un coche, fuerte FUERTE FUERTE, oh canta fuerte, pero luego todo es como hachazos en la cabeza, de todos modos. el mundo no hay quién lo arregle, así que simplemente seguí allí sentado con mi copa, fumando un puro y sin pensar en nada; se habían ido los poetas, los poetas y sus damas se habían ido, y el ambiente resultaba bastante agradable, a pesar de aquella bocina. en comparación. los poetas se habían acusado mutuamente de diversas traiciones: de escribir mal, de fallos y cada uno de ellos proclamaba así merecer más aplausos, escribir mejor que Fulano y Mengano y Zutano. les dije a todos que lo que necesitaban era pasarse dos años en una mina de carbón o una central siderúrgica, pero siguieron discurseando, aquellos melindrosos, bárbaros, apestosos, y, la mayoría, podridos escritores. ya se habían ido. el puro era bueno. el chico seguía allí sentado. yo acaba de escribir un prólogo para su segundo libro de poemas. ¿o era el primero? no lo sé muy bien.
—oye —dijo el chaval—, hay que salir a decirle a ese tío que se calle, que se meta la
bocina en el culo.

el chico no escribía mal, y sabía reírse de sí mismo, lo cual es, a veces, signo de grandeza, o al menos signo de que tienes cierta posibilidad de acabar siendo algo más que un cerote literario disecado. el mundo estaba lleno de cerotes literarios disecados que no paraban de contar que se habían encontrado a Pound en Espoleto o a Edmund Wilson en Boston, o a Dalí en ropa interior, o a Lowell en su jardín; allí sentados con sus pequeños albornoces, te lo contaban una y otra vez para que te enteraras, y AHORA tú estabas hablando con ELLOS, ay, te das cuenta. «... la última vez que vi a Burroughs...» «Jimmy Baldwin, Dios, qué borracho estaba, tuvimos que ayudarle a salir al escenario y apoyarle en el micro. . . »

—tenemos que salir ahí fuera y decirle que se meta esa bocina en el culo —decía el chico, influido por el mito Bukowski (en realidad yo soy un cobarde), y el rollo Hemingway, y Humphrey B. y Eliot con sus calzones enrolladitos... en fin. di una chupada al puro. la bocina seguía. ALTO CANTA EL CUCO.

—la bocina no está mal. no salgas a la calle después de llevar cinco o seis u ocho o diez horas bebiendo. tienen jaulas preparadas para la gente como nosotros. no creo que pueda soportar otra jaula, otra de esas malditas jaulas. ya me construyo yo solo bastantes.
—voy a salir a decirles que se la metan en el culo —dijo el chico.

el chico estaba influido por el superhombre, Hombre y Superhombre. él quería hombres inmensos, duros y criminales, uno noventa, ciento veinte kilos, que escribiesen poesía inmortal. pero por desgracia los fortachones eran todos subnormales y eran los mariquitas elegantes de pulidas uñas los que escribían los poemas de los tipos duros. el único que se ajustaba al modelo de héroe del muchacho era el gran John Thomas, y el gran John Thomas siempre actuaba como si el muchacho no estuviese allí. el chico era judío y el gran John Thomas tenía conexiones con Adolfo. me gustaban los dos y a mí no suele gustarme la gente.
—escucha —dijo el chico—, yo voy a salir a decirles que se metan la bocina por el culo.

ay Dios. el chico era grande pero un poco por la vertiente gorda, no se había debido perder muchas comidas, pero era flojo por dentro, bueno por dentro, asustado y preocupado y un poco loco, como todos nosotros, ninguno había triunfado, en realidad, y yo dije, «chaval, olvida la bocina. me parece que no la toca un hombre. parece una mujer. los hombres paran y lanzan bocinazos, lanzan amenazas musicales. las mujeres simplemente se apoyan en la bocina. el sonido total, una gran neurosis femenina.»
—¡joder! —dijo el chico. corrió hacia la puerta.
¿qué importa esto? pensé. ¿qué más da? la gente sigue haciendo cosas que no cuentan.
cuando haces una cosa, todo debe estar ordenado matemáticamente. eso fue lo que aprendió
Hemingway en las corridas de toros y lo aplicó en su obra. eso es lo que yo aprendo en las

carreras de caballos y lo aplico a mi vida. los buenos de Hem y Buk.
—qué hay, Hem, soy Buk.
—oh, Buk, que alegría oírte.
—es que me gustaría acercarme a tomar una copa.
—oh, me encantaría. muchacho, pero sabes, bueno, en realidad me voy ahora mismo de la
ciudad.
—pero, ¿por qué te vas, Ernie?

—tú has leído los libros. dicen que estaba loco, que imaginaba cosas. entrando y saliendo del manicomio. dicen que imaginaba que tenía el teléfono controlado, que imaginaba que tenía la silla pegada al culo, que me seguían y me vigilaban. sabes, yo no fui en realidad político, pero siempre jodí con la izquierda, la guerra española, todo ese rollo.
—sí, la mayoría de vosotros los literatos os inclináis a la izquierda. parece romántico, pero
puede resultar una trampa infernal.
—lo sé. pero en fin, yo tenía aquella terrible resaca y sabía que había dado un patinazo, y
cuando creyeron en EL VIEJO Y EL MAR supe que el mundo estaba podrido.
—lo sé. volviste a tu primer estilo, pero no era real.
—yo sé que no era real. y conseguí el PREMIO. y que me siguieran y me vigilaran. la
vejez cayó sobre mí. bebiendo allí sentado como un vejestorio, contando historias rancias a

quien quisiese escucharlas. ¿que iba a hacer sino pegarme un tiro?
bueno, Ernie, ya te veré.
—de acuerdo, sé que lo harás, Buk.
coló. v cómo.

salí fuera a ver lo que hacía el chico. era una vieja en un coche del 69. seguía tumbada en la bocina. ni piernas, ni pecho, ni cerebro. sólo un coche del 69 y rabia, rabia, inmensa y total. un coche bloqueaba . la entrada de su casa. tenía casa propia. yo vivía en uno de los últimos patios cochambrosos de DeLongpre. algún día el propietario lo vendería por una gran suma y yo sería bulldozeado. terrible. daba fiestas que duraban hasta que salía el sol, escribía a máquina día y noche. en el patio de al lado vivía un loco. todo era agradable. una manzana al norte y diez al oeste podía caminar por una acera que tenía huellas de ESTRELLAS. no sé lo que los nombres significan. no voy al cine. no tengo televisor. tiré por la ventana el aparato de radio cuando dejó de funcionar. borracho. yo, no el aparato. en una de mis ventanas hay un gran agujero. olvidé que tenía, cristales. tuve que sacar la radio de allí y abrir la ventana para tirarla. después, borracho y descalzo, mi pie (izquierdo) recogió todos los cristales, y el médico, mientras me lo abría sin ponerme siquiera anestesia, mientras buscaba los malditos cristales, me preguntó: —oiga, ¿anda usted siempre por ahí sin saber lo que hace? —casi siempre, nene. entonces me dio un gran corte que no era necesario. me agarré a la mesa y dije: —sí, Doctor. entonces se puso más amable. ¿por qué han de estar los médicos por encima de mí? no lo entiendo. el viejo cuento del hechicero. así pues, estaba en la calle, Charles Bukowski, amigo de Hemingway, Ernie, que nunca ha leído MUERTE EN LA TARDE. ¿dónde consigo un ejemplar? el chico dijo a la chiflada del coche, que sólo exigía respeto y estúpidos derechos de propiedad: —retiraremos el coche, lo sacaremos de ahí en medio. el chico hablaba también por mí. ahora que le había escrito su prólogo, le pertenecía. —mira, muchacho, no hay sitio al que empujar el coche. v en realidad me importa un pito, yo voy a echar un trago.
empezaba a llover. tengo la piel delicadísima, igual que los caimanes, y el alma a juego.
me fui, mierda, ya estaba harto de guerras.
me fui y luego, cuando estaba a punto de llegar al agujero del patio de delante, oí gritos.
me volví.

y había lo siguiente: un chico delgado, de camiseta blanca que le gritaba descompuesto al poeta judío gordo cuyos poemas acababa de prologar. ¿qué tenía que ver con el asunto el de la camiseta blanca? el camisetablanca empujaba a mi poeta semiinmortal. con fuerza. la loca seguía tumbada en la bocina.
Bukowski, ¿deberías probar otra vez tu gancho de izquierda? te balanceas como la puerta de un granero viejo y sólo ganas una pelea de cada diez. ¿cuál fue la última pelea que ganaste? deberías usar bragas.
bueno, demonios, con un historial como el tuyo, una paliza más no será ninguna
vergüenza.

empecé a avanzar para ayudar a aquel chaval judío y poeta, pero vi que tenía acogotado al camisetablanca. y entonces, del lujoso edificio de veinte millones de dólares que había junto a mi agujero cochambroso, salió una joven corriendo. vi cómo se balanceaban las mejillas de su trasero a la falsa luz lunar de Hollywood. nena, podría enseñarte algo que nunca, jamás olvidarías: casi nueve sólidos centímetros de palpitante polla, ay dios santo, pero ella no me dio oportunidad, corrió meneando el culo hasta su pequeño Fiaria del 68 o como se llame, y entró, lindo chochito muriéndose por mi alma poética, entró, puso en marcha el chisme, lo sacó de allí en medio, casi me atropella, a mí, a Bukowski, BUKOWSKI, Mnnnn, y se mete en el aparcamiento subterráneo del edificio de veinte millones. ¿por qué no lo había aparcado allí desde el principio?

el chico de la camiseta blanca aún sigue dando vueltas por allí, descompuesto, mi poeta judío ha vuelto a mi lado, allí a la luz lunar de Hollywood, que era como apestosa agua de lavar platos derramada sobre todos nosotros, resulta tan difícil suicidarse, quizás cambie la suerte, hay un PENGUIN a punto de salir, Norse—Bukowski—Lamantia... ¿qué?

ahora, ahora, la mujer tiene sitio para entrar en su casa pero es incapaz de hacerlo. ni siquiera sabe situar adecuadamente el coche. sigue dando hacia atrás y embistiendo a un camión blanco de reparto que hay frente a ella. allá se van las luces de situación al primer golpe. retrocede. acelera. allá va media puerta trasera. marcha atrás. acelerador. allá se van la defensa y la mitad del lado izquierdo, no, del derecho, es el derecho. da igual. el camino queda despejado.
Bukowski-Norse-Lamantia. libros de bolsillo. menuda suerte tienen los otros dos tíos de
que yo esté allí.
de nuevo mierdoso acero que choca con acero. y en medio ella tumbada, sobre la bocina,

camisetablanca se bambolea a la luz de la luna, enloquecido.
—¿qué pasa? —pregunté al chico.
—no sé —admitió finalmente.
—serás un buen rabino algún día, pero debes comprender todo esto.
el chico estudia para rabino.
—no lo comprendo —dice.
—necesito un trago —digo—. si estuviese aquí John Thomas los mataría a todos, pero yo
no soy John Thomas.

estaba a punto de irme, la mujer seguía destrozando el camión blanco de reparto y yo estaba a punto de irme ya cuando un viejo con gafas y un holgado abrigo marrón, un tío realmente viejo, más viejo que yo, y eso es ser viejo, salió y se enfrentó al chico de la camiseta. ¿enfrentó? ¿será ésa la palabra justa?

lo cierto es que, al parecer, el viejo de las gafas y el abrigo marrón sale con aquella gran lata de pintura verde, debía ser por lo menos de un galón o de cinco, y no sé lo que significa esto, he perdido por completo el hilo de la trama o el significado, si es que hubo alguno en principio, y el viejo, digo, tira la pintura al chico de la camiseta blanca que está dando vueltas en círculo por la Avenida DeLongpre. a la luz lunar mierda de pollo de Hollywood, y la pintura no le da de lleno, sólo le alcanza un poco, allí donde acostumbraba a estar el corazón, un golpe de verde sobre el blanco, y sucede deprisa, lo deprisa que suceden las cosas, casi más de lo que ojo o pulsación puedan sumar, y por eso uno recibe versiones tan distintas de cualquier hecho, motín, pelea a puñetazos, de cualquier cosa, ojo y alma no pueden parangonarse con la ACCION animal y frustrante, pero veo al viejo encogerse, caer, creo que el primero fue un empujón, pero sé que el segundo no lo fue. La mujer del coche dejó de embestir y de dar bocinazos y se quedó allí sentada chillando, chillando, un chillido total que significaba lo mismo que había significado la bocina, ella estaba muerta y liquidada para

siempre en un coche del 69 y no podía aceptarlo, estaba enganchada y destrozada, desechada, y algún pequeño sector del interior de su ser aún lo comprendía. (nadie pierde definitivamente su alma, sólo se llevan un noventa y nueve por ciento de ella.)

camisetablanca acertó de lleno al viejo con el segundo golpe. le partió las gafas. le dejó tambaleándose y flotando en su viejo abrigo marrón. al fin, el viejo logró recuperarse y el chico le atizó otro. cayó. le pegó otra vez al ver que intentaba incorporarse, aquel chico de la

camiseta blanca estaba pasándolo muy bien.
—¡DIOS MIO! ¿VES LO QUE LE HACE AL VIEJO? —me dijo el joven poeta.
—sí, sí, es muy curioso —dije, deseando un trago, o por lo menos un cigarro.
volví hacia mí casa. cuando vi el coche patrulla aceleré el paso. el chico me siguió.
—¿por qué no volvemos a decirles lo que pasó?
—porque lo único que pasó fue que todos dejaron que la vida les arrastrara a la locura y la
estupidez. en esta sociedad sólo hay dos cosas que cuentan: que no te agarren sin dinero y que

no te agarren mamado de ningún tipo de cosa.
—pero no debió hacerle aquello al viejo.
—los viejos están para eso.
—pero, ¿y la justicia?
—pero qué es la justicia: el joven azotando al viejo, el vivo azotando al muerto. ¿es que no

te das cuenta?
—pero tú dices esas cosas y eres viejo.
—ya lo sé. vamos dentro.

saqué más cerveza y nos sentamos. el rumor de la radio del coche patrulla atravesaba las paredes. dos chavales de veintidós años con revólveres y porras iban a tomar una decisión inmediata basándose en dos mil años de cristiandad estúpida, homosexual y sádica. no es extraño que se sintiesen a gusto con el uniforme, la mayoría de los policías son empleaduchos de clase medía baja a quienes se les da un poco de carne para echar en la sartén y una mujer de culo y piernas medio aceptables, y una casita tranquila en MIERDALANDIA... son capaces de matarte para demostrar que Los Angeles tenía razón, le llevamos con nosotros, señor, lo siento, señor, pero tenemos que hacerlo, señor. dos mil años de cristianismo y ¿cómo acabamos? radios de coches patrullas intentando mantener en pie mierda podrida, y ¿qué más? toneladas de guerra, pequeñas incursiones aéreas, asaltos en las calles, puñaladas, tantos locos que llegas a olvidarlos, simplemente corren por las calles, con uniformes de policías o sin ellos. así que entramos y el chico siguió diciendo: —bueno, ¿por qué no salimos ahí y le explicamos al policía 1u que pasó? —no, chaval, por favor. si estás borracho, eres culpable, pase lo que pase. —pero si están ahí mismo. salgamos a decírselo. —no hay nada que decir. el chico me miró como si fuese un cobarde de mierda. lo era. él sólo había estado en la cárcel unas siete horas por una manifestación de universitarios. —chaval, creo que la noche terminó. le di una manta para el sofá y se tumbó a dormir. yo cogí dos botellas de cerveza, las abrí, las coloqué a la cabecera de mi gran cama alquilada, eché un gran trago, me estiré, esperé mi muerte como debió hacer Cummings, Jeffers, el basurero, el repartidor de periódicos, el corredor de apuestas... terminé las cervezas. el chaval se despertó hacia las nueve y media. no puedo entender a los madrugadores. Micheline era otro madrugador. de esos que se lanzan por ahí a tocar timbres, a despertar a todo el mundo. estaban nerviosos, intentaban derribar las paredes. siempre pensé que los que se levantan antes del mediodía son tontos de remate. lo mejor era lo de Norse: andar siempre con bata de seda y pijama por casa y dejar que el mundo siga su camino.

dejé al chico en la puerta y allá se fue al mundo. la pintura verde estaba seca en la calle. el azulejo de Maeterlinck estaba muerto. Hirsohman estaba sentado en una habitación oscura sangrando por la ventanilla derecha de la nariz.
y yo había escrito otro PROLOGO a otro libro de poesía de alguien. ¿cuántos más?
—hola Bukowski, tengo este libro de poemas. pensé que podrías leer los poemas y decir
algo.
—¿decir algo? pero hombre, si a mí no me gusta la poesía.

—da igual. sólo di algo.

el chico se había ido. yo tenía que cagar. el water estaba atascado. el casero se había ido fuera tres días. saqué la mierda y la metí en una bolsa de papel marrón. luego salí y caminé con la bolsa de papel como el que va al trabajo con el almuerzo. luego, cuando llegué al solar vacío, tiré la bolsa. tres prólogos. tres bolsas de mierda. nadie comprendería jamás lo que sufría Bukowski.

volví hacia casa, soñando con mujeres en posición supina y fama perdurable. lo primero resultaba más agradable. y me estaba quedando sin bolsas marrones. quiero decir, sin bolsas de papel. las diez, el correo. una carta de Beiles, está en Grecia. decía que allí también llovía.
bueno, en fin, dentro y solo de nuevo, y la locura de la noche la locura del día. me eché en
la cama, en posición supina mirando fijo hacia arriba y oyendo la lluvia mamona.

sábado, 27 de agosto de 2011

"YO MATE A UN HOMBRE EN RENO" DE CHARLES BUKOWSKI


Bukowski lloró cuando Judy Garland cantó en la Filarmónica de Nueva York, Bukowski lloró cuando Shirley Temple cantó «I got animal crackers in my soup»; Bukowski lloró en pensionzuchas baratas, Bukowski no sabe vestir, Bukowski no sabe hablar, a Bukowski le asustan las mujeres, Bukowski no aguanta nada bebiendo, Bukowski está lleno de miedo, y odia diccionarios, monjas, monedas, autobuses, iglesias, los bancos del parque, las arañas, las moscas, las pulgas, los freaks; Bukowski no fue a la guerra. Bukowski es viejo, Bukowski lleva cuarenta y cinco años sin soltar una cometa; si Bukowski fuese un mono, le expulsarían de la tribu...
tan preocupado está mi amigo por desgajar de mis huesos la carne de mi alma que apenas
parece pensar en su propia existencia.
—pero Bukowski vomita con mucha limpieza y nunca le he visto mear en el suelo.
así que después de todo, tengo mi encanto, comprendes. luego abre de golpe una

puertecilla y allí en un cuarto de uno por dos lleno de periódicos y trapos hay un espacio.
—siempre podrás instalarte aquí, Bukowski, estará siempre a tu disposición.
sin ventana, sin cama, pero estoy cerca del baño. aún parece bueno para mí.
—aunque quizás tengas que ponerte tapones en los oídos por la música que siempre tengo

puesta.
—me agenciaré un equipo, seguro.
volvimos otra vez a su cubil.
—¿quieres oír un poco a Lenny Bruce?
—no, gracias.
—¿Ginsberg?
—no, no.
en fin, tiene que mantener el magnetófono en marcha, o si no el tocadiscos. por fin, me
atacan con Johnny Cash cantando para los chicos de Folson.
—yo maté a un hombre en Reno sólo por ver como moría.

a mí me parece que Johnny está dándoles su ración de mierda lo mismo que sospecho que hace Bob Hope con los chicos que están en Vietnam por Navidades. soy tan desconfiado. los chicos gritan, aplauden, están fuera de sus celdas, pero me da la sensación de que es algo así como tirar huesos sin carne en vez de bizcochos a los hambrientos y los atrapados. no veo en ello nada santo ni valiente. sólo se puede hacer una cosa por los que están en la cárcel: dejarles

salir. sólo se puede hacer una cosa por los que están metidos en la guerra: parar la guerra.
—apágalo —pido.
—¿qué pasa?
—es puro cuento. el sueño de un publicitario.
—no puedes decir eso. Johnny ha estado en la cárcel.
—mucha gente ha estado.
—nos parece buena música.
—me gusta la voz. pero el único hombre que puede cantar en una cárcel, realmente, es un

hombre que esté realmente en la cárcel.
—de todos modos, nos gusta.
está allí su mujer y hay una pareja de jóvenes negros que tocan combo en una banda.
—a Bukowski le gusta Judy Garland. «allá sobre el arcoiris».
—me gustó aquella vez en Nueva York. ponía toda el alma. no había quien pudiera con
ella.—está muy gorda y bebe mucho.
la misma vieja mierda: gente arrancando carne sin llegar a ningún sitio. me fui algo
pronto. cuando lo hacía, les oí poner otra vez a J. Cash. paré a por cerveza y justo la bebía

cuando suena el teléfono.
—¿Bukowski?
—¿sí?
—Bill.
—ah, hola, Bill.
—¿qué haces?
—nada.
—¿qué haces el sábado por la noche?
—tengo un asunto.
—quería que vinieras, a conocer a una gente.
—no puedo. ese día.
—sabes, Charley, voy a cansarme de llamar.
—sí.
—¿aún escribes para el mismo papelucho de mierda?
—¿qué?
—ese periódico hippie...
—¿has leído algún número?
—claro. toda esa mierda de protestas. estás perdiendo el tiempo.
—no siempre escribo para el periódico de la policía.
—creía que sí.
—yo creí que tú habías leído el periódico.
—por cierto, ¿qué sabes de nuestro común amigo?
—¿Paul?
—sí, Paul.
—no sé nada de él.
—sabes, él admira muchísimo tu poesía.
—me parece muy bien.
—personalmente a mí no me gusta tu poesía.
—también me parece muy bien.
—no puedes venir el sábado.
—no.
—bueno, voy a hartarme de llamar. ten cuidado. buenas noches.

otro arrancador de carne. ¿qué demonios querían? bueno, Bill vivía en Malibú y Bill ganaba mucho dinero escribiendo (ollas a presión de mierda filosófico—sexual llenas de errores tipográficos e ilustraciones de pregraduado) y Bill no sabía escribir pero Bill tampoco sabía dejar el teléfono. telefonearía otra vez. y otra. y me soltaría sus cerotitos. yo era el viejo que no había vendido las pelotas al carnicero y esto les tenía jodidos. su victoria final sobre mí sólo podría ser una paliza física, y esto podía sucederle a cualquier hombre en cualquier sitio.

Bukowski creía que el ratón Mickey era un nazi; Bukowski hizo el ridículo más bochornoso en Bamey's Beanery; Bukowski hizo un ridículo bochornoso en Shelly's Nanne— hole; Bukowski le tiene envidia a Ginsberg, Bukowski envidia el Cadillac 1969, Bukowski no es capaz de comprender a Rimbaud; Bukowski se limpia el culo con papel higiénico de ese áspero y marrón, Bukowski no vivirá cinco años, Bukowski no ha escrito un poema decente

desde 1963, Bukowski lloró cuando Judy Garland... mató a un hombre en Reno.
me siento. meto la hoja en la máquina. abro una cerveza. enciendo un cigarrillo.
consigo una o dos líneas buenas y suena el teléfono.
—¿Buk?
—¿sí?
—Marty.
—hola Marty.

—escucha, acabo de leer tus dos últimas columnas. es muy bueno. no sabía que estuvieses
escribiendo tan bien. quiero publicarlas en forma de libro. ¿tienes ya lo de GROVE PRESS?
—sí.
—lo quiero. tus columnas son tan buenas como tus poemas. —un amigo mío de Malibú

dice que mis poemas apestan.
—que se vaya a la mierda. quiero las columnas.
—las tiene...

—coño, ése es un pomo. conmigo llegarás a las universidades, a las mejores librerías. cuando esa gente te descubra, ya está; están cansados de toda esa mierda intrincada que llevan siglos embutiéndoles. ya verás. ya estoy viendo publicado todo ese material tuyo antiguo que no se puede conseguir, vendiéndolo a dólar o un dólar y medio ejemplar y haciendo millones.
—¿no temes que me convierta en un gilipollas?
—bueno, siempre has sido un gilipollas, sobre todo cuando bebes... por cierto, ¿cómo te
va?
—dicen que agarré a un tipo en Shelly's por las solapas y que le aticé un poco. pero podría
haber sido peor, sabes.
—¿qué quieres decir?
—quiero decir que podía haberme agarrado él a mí por las solapas y atizarme. una
cuestión de honor, sabes.
—escucha, no te mueras ni dejes que te maten hasta que hagamos esas ediciones de dólar

y medio.
—lo intentaré, Martin, lo intentaré.
—¿cómo va la edición de bolsillo?
—Stangest dice que en enero. acabo de recibir las pruebas de imprenta. y cincuenta de

adelanto que fundí en las carreras.
—¿es que no puedes dejar de apostar?
—nunca decís nada cuando gano, cabrones.
—es verdad. bueno, dime algo de tus columnas.
—vale. buenas noches.
—buenas noches.

Bukowski, el escritor de campanillas; una estatua de Bukowski en el Kremlin, meneándosela, Bukowski y Castro, una estatua en La Habana, bajo la luz del sol, llena de cagadas de pájaros, Bukowski y Castro en un tándem de carreras hacia la victoria (Bukowski en el asiento de atrás), Bukowski bañándose en un nido de oropéndolas; Bukowski azotando a una esbelta rubia de diecinueve abriles con un látigo de piel de tigre, una espigada rubia de noventa y cinco centímetros de busto, una esbelta rubia que lee a Rimbaud; Bukowski haciendo cucú en las paredes del mundo, preguntándose quién tapió la suerte... Bukowski yendo a por Judy Garland cuando era ya demasiado tarde para todos.

luego recuerdo la vez que volví al coche. justo junto al Bulevar Wilshire. su nombre está en el gran cartel. trabajamos una vez en el mismo trabajo mierda. no me emociona el Bulevar Wilshire. pero aún soy un aprendiz. en principio no excluyo nada. él es mulato, de una combinación de madre blanca y padre negro. caímos juntos en el mismo trabajo mierda, fue algo mutuo. sobre todo, no querer palear mierda siempre, y aunque la mierda era una buena profesora había sólo determinadas lecciones y luego podía ahogarte y liquidarte para siempre.
aparqué detrás y llamé a la puerta trasera, dijo que me esperaría hasta tarde aquella noche.

eran las nueve y media. se abrió la puerta.
DIEZ AÑOS. DIEZ AÑOS. diez años. diez años. diez. diez jodidos AÑOS.
—¡Hank, hijo de puta!
—Jim, pedazo de cabrón...
—vamos, pasa.

le seguí. dios mío, increíble. pero es agradable cuando se van las secretarias y el personal. en principio no excluyo nada. tiene seis u ocho habitaciones. entramos en su despacho. saco los dos paquetes de seis cervezas.

diez años.

él tiene 43. yo 48. parezco por lo menos quince años más viejo que él. y me da un poco de vergüenza. la barriga floja. el aire de perro apaleado. el mundo se ha llevado de mí muchas horas y años con sus tareas anodinas y rutinarias; se nota. me da vergüenza mi fracaso; no su dinero, mi fracaso. el mejor revolucionario es un hombre pobre. yo no soy siquiera un

revolucionario, sólo estoy cansado. ¡vaya cubo de mierda! espejo, espejo...
tenía buen aspecto con su jersey amarillo claro, tranquilo y realmente contento de verme.
—he atravesado el infierno —dijo—, llevo meses sin hablar con un verdadero ser humano.
—hombre, no sé si yo estoy cualificado.
—lo estás.
la mesa escritorio parece tener siete metros de ancho.

—Jim, me han echado de tantos sitios como éste. un mierda sentado en una silla giratoria. como un sueño de un sueño de un sueño. todos malos. ahora estoy aquí sentado bebiendo una cerveza con un hombre que. está detrás de la mesa y no sé más ahora de lo que sabía entonces.
se echó a reír.
—chaval, quiero que tengas oficina propia, un sillón propio, tu propia mesa. sé lo que te

pagan ahora. ganarás el doble.
—no puedo aceptarlo.
—¿por qué? —quiero saber de qué te serviría yo.
—necesito tu cerebro.
se echó a reír.
—hablo en serio.
luego esbozó el plan. me dijo lo que quería. tenía uno de esos cerebros hijoputas que

sueñan ese tipo de cosas. parecía tan bueno que tuve que reírme.
—me llevará tres meses arreglarlo —le dije.
—entonces firmaremos el contrato.
—por mí de acuerdo. pero esas cosas a veces no resultan.
—resultará.
—mientras tanto, tengo un amigo que me dejará dormir en su casa en el cuarto de las
escobas, si algo falla.
—estupendo.

bebimos dos o tres horas más y luego él se fue a dormir lo suficiente como para reunirse luego con un amigo y dar un paseo en yate a la mañana siguiente (sábado) y yo di una vuelta y me salí del barrio elegante y en el primer tascucho que encontré recalé a echar un trago o dos. y bueno, hijoputa si no encontré allí a un tipo al que conocía de un sitio en que habíamos trabajado los dos.

—¡Luke! —dijo—. ¡hijoputa!
—¡Hank, chaval!
otro negro. (¿qué hacen los blancos por la noche?) parece de capa caída, así que le convido

a una copa.
—¿aún sigues allí? —me pregunta.
—sí.
—mierda, tío —dice.
—¿qué?
—no podía aguantar más, sabes, así que me largué. conseguí en seguida otro trabajo. en
fin, un cambio, ya sabes. eso es lo que mata a un hombre hombre: la falta de cambio.
—lo sé, Luke.

—bueno, la primera mañana me acerqué a la máquina. era un sitio en que trabajaban con fibra de vidrio. yo llevaba una camisa de cuello abierto y manga corta y me di cuenta de que la gente me miraba mucho. En fin, me senté y empecé a manejar las palancas y todo fue bien durante un rato, hasta que de pronto empiezo a notar un picor por todo el cuerpo. entonces voy y le digo al capataz: «oiga, ¿qué demonios es esto? ¡me pica todo el cuerpo! ¡el cuello, los brazos, todo!». y él entonces me dice: « ¡no es nada, ya te acostumbrarás». pero me doy cuenta de que él lleva la camisa abotonada y un pañuelo al cuello y que la camisa es de manga larga, en fin. voy al día siguiente bien abotonado y con mi pañuelo pero no sirve de nada: aquel jodido cristal es tan fino que no puedes verlo, son como pequeñas flechitas de cristal que atraviesan la ropa y se clavan en la piel. entonces me di cuenta de por qué me hacían ponerme las gafas protectoras. aquello podía dejar ciego a un hombre en media hora. tenía que largarme. fui a una fundición. amigo, ¿sabes que los tipos VERTIAN ESA MIERDA AL ROJO EN MOLDES? lo vertían como si fuese grava o grasa de cerdo. ¡increíble! ¡y caliente! ¡mierda! me largué. ¿cómo te va, hombre?

—Luke, esa zorra de allí no deja de mirarme y de sonreír y de subirse la falda.
—no le hagas caso, está loca.
—pero tiene buenas piernas.
—sí, sí que las tiene.
pedí otro trago, lo cogí, y me fui hacia ella.
—hola nena.
ella entonces hurga en el bolso, saca, aprieta el botón y aparece una hermosa navaja

automática de quince centímetros. miro al del bar que no parece inmutarse.
—¡si te acercas un paso más te corto las pelotas! —dice la zorra.
tiro su vaso y cuando mira la agarro por la muñeca, le quito la navaja, la cierro, me la meto
en el bolsillo. el del bar sigue inmutable. vuelvo con Luke y terminamos nuestros tragos. me
doy cuenta de que son las dos menos diez y pido dos paquetes de seis cervezas. vamos a mi

coche. Luke está sin ruedas. ella nos sigue.
—necesito que me lleves.
—¿adónde?
—hacia Century.
—es mucho camino.

—¿y qué? vosotros, hijos de puta, me robásteis la navaja. cuando estoy a mitad de camino de Century, veo aquellas piernas femeninas alzarse en el asiento trasero. cuando las piernas bajan me arrimo a una esquina oscura y le digo a Luke que eche un cigarro. odio ser el segundo, pero cuando lleva uno mucho tiempo sin ser el primero y es teóricamente un gran artista y maestro de Vida, TIENEN que servir los segundos platos, y, como dicen los muchachos, en algunos casos son mejores los segundos. estuvo bien. cuando la dejé le devolví la navaja envuelta en un billete de diez dólares: estúpido, desde luego. pero me gusta ser estúpido. Luke vive entre la Octava e Irola así que no queda muy lejos de mi casa.
cuando abro la puerta, empieza a sonar el teléfono. abro una cerveza y me siento en la
mecedora y le oigo sonar. ha sido suficiente para mí. oscurecer, noche y mañana.

Bukowski lleva calzoncillos de color marrón. a Bukowski le dan miedo los aviones. Bukowski odia a Santa Claus. Bukowski hace figuras deformes con las gomas de la máquina de escribir. cuando el agua gotea, Bukowski llora. cuando Bukowski llora, el agua gotea. oh, sancta sanctorum de los manantiales, oh escrotos, oh manantes escrotos, oh la gran fealdad del hombre por todas partes como ese fresco cagarro de perro que el zapato matutino de nuevo no ve. oh la poderosa policía, oh las poderosas armas, oh los poderosos dictadores, oh los poderosos malditos imbéciles de todas partes, oh el solitario pulpo, oh el tic tac del reloj sorbiéndonos cada limpio minuto a todos nosotros, equilibrados y desequilibrados y santos y acatarrados, oh los vagabundos tirados en callejas de miseria en un mundo de oro, oh los niños que se harán feos, oh los feos que se harán más feos, oh la tristeza y la bota y el sable y los muros de tierra (sin Santa Claus, sin mujer, sin varita mágica, sin Cenicienta, sin Grandes Inteligencias siempre; cu-cú) sólo mierda y perros y niños azotados, sólo mierda y limpiar mierda; sólo médicos sin pacientes sólo nubes sin lluvia sólo días sin días, oh dios oh poderoso que tú nos impongas esto.
cuando penetremos en tu poderoso palacio de JUDÍO y ángeles fichadores quiero oír Tu

voz sólo diciendo una vez
MISERICORDIA
MISERICORDIA
MISERICORDIA
PARA TI MISMO y para nosotros y para lo que te hagamos a Ti, doblé por Irola hasta
llegara Normandie, eso fue lo que hice, y luego entré y me senté y oí sonar el teléfono.

viernes, 26 de agosto de 2011

MAS DISCUSIÓN de CHARLES BUKOWSKI

Rilke, ella dijo, ¿no adoras a
Rilke?

no, dije, me aburre,
los poetas me aburren, son mierdas, caracoles, pedacitos de
polvo en un viento barato.

Lorca, dijo, ¿qué te parece Lorca?

Lorca era bueno cuando era bueno. Sabía como
cantar, pero la única razón por la que te gusta
es porque fue asesinado.

Shelley, entonces, ¿qué te parece Shelley?

¿no se ahogó en un bote de remos?

entonces ¿qué te parecen los amantes? me olvidé sus nombres...
los dos franceses, uno asesinó al
otro...

bárbaro, dije, ahora háblame de
Oscar Wilde.

un gran hombre, dijo ella.

él era inteligente, dije, pero tu crees en todas esas cosas
por la razón equivocada.

Van Gogh, entonces, dijo ella.

ahí vamos, dije, ahí vamos de nuevo

¿qué me quieres decir?

quiero decir que lo que los otros pintores de la época decían era verdad:
que era un pintor promedio.

¿cómo lo sabes?

lo sé porque pagué $10 para entrar y ver algunas de sus
pinturas. vi que era interesante,
honorable, pero no grandioso.

¿cómo puedes decir, preguntó, todas estas cosas acerca de toda esta gente?

querrás decir, ¿por qué no estoy de acuerdo contigo?

¡para ser un hombre que casi se está muriendo de hambre, hablas como si fueras
un tremendo sabio!

pero, dije, ¿no se murieron de hambre todos tus héroes?

pero esto es diferente; no te gusta nada de lo que a mí me gusta.

no, dije, simplemente no me gustan de la manera que
te gustan.

me voy, dijo.

podría haberte mentido, dije, como la mayoría
lo hace.

¿quieres decir que los hombres me mienten?

sí, para llegar a lo que crees que es sagrado.

¿quieres decir que no es sagrado?

no lo sé, pero no te voy a mentir
para que funcione.

vete a la mierda entonces, dijo.

buenas noches, dije.

ella dio un bruto portazo.

me levanté y prendí la radio.

había un pianista tocando la misma pieza de
Grieg. nada cambió. nada
cambia nunca.
Nada.

Charles Bukowski.

miércoles, 24 de agosto de 2011

"UNA CONVERSACIÓN TRANQUILA" DE CHARLES BUKOWSKI


La gente que viene a mi casa es un poco rara, pero en fin, casi todo el mundo es un poco raro. el mundo se estremece y tiembla más que nunca, y las consecuencias son evidentes. hay uno que es un poco gordo, y que se ha dejado ahora una barbita, y tiene un aspecto bastante aceptable. quiere leer uno de mis poemas en una lectura de poesía. le digo que vale y luego le digo COMO se lee y se pone un poco nervioso. —¿dónde está la cerveza? ¿es que no tienes nada de beber? coge catorce pipas de girasol, se las mete en la boca, masca como una máquina, yo voy a por la cerveza. este chico, Maxie, nunca ha trabajado. sigue yendo a la universidad para que no le manden a Vietnam. ahora estudia para rabino. será un magnífico rabino, es lo suficientemente lujurioso y está lo bastante lleno de mierda. será un buen rabino. pero en realidad no está contra la guerra. como la mayoría de la gente, él divide las guerras en buenas y malas. quiso participar en la guerra árabe—' israelí, pero antes de que pudiese hacer el equipaje terminó el embrollo. en fin, es evidente que los hombres seguirán matándose. basta con darles esa cosilla que trastorne su proceso de razonamiento. no es bueno matar a un norvietnamita: está bien matar a un árabe. será un magnífico rabino. me quita la cerveza de la mano, echa un poco de liquido sobre las pepitas de girasol y dice: —Jesús.

—vosotros matásteis a jesús —digo yo.
—¡no empieces otra vez con eso!
—no lo haré. yo no soy así.
—quiero decir, Dios mío, me enteré de que te había dado mucho dinero en derechos
TERROR STREET.

—sí, soy su «éxito de ventas». conseguí superar sus series de Duncan, Creeley y Levertov todas sumadas. pero quizás eso no signifique nada... también venden muchos ejemplares de Los Angeles Times todas las noches y en Los Angeles Times no hay nada.
—sí.
seguimos con la cerveza.

—¿cómo está Harry? —preguntó. Harry es un chaval, Harry ERA un chaval que había salido del manicomio. escribí la introducción al primer libro de poemas de Harry. eran muy buenos. casi aullaban. luego, Harry consiguió un trabajo al que yo me negué: escribir para las revistas de chicas. le dije «no» al director y envié a Harry. Harry era un lío. trabajaba cuidando niños, ya no escribe poemas.

—oh, Harry. tiene CUATRO motocicletas. el 4 de julio, reunió a la gente en su patio trasero y quemó quinientos dólares de fuegos artificiales. en quince minutos, los quinientos dólares se esfumaron en el cielo.
—Harry está en el buen camino.
—seguro. gordo como un cerdo. bebe buen whisky. come sin parar. se casó con esa mujer
que cobró 40.000 dólares cuando murió el marido. tuvo un accidente cuando buceaba quiero

decir que se ahogó. ahora Harry se ha hecho con un equipo de buceo con escafandra.
—precioso.
—tiene celos de ti, a pesar de todo.
—¿por qué?
—no lo sé. en cuanto se menciona tu nombre se pone furioso.
—estoy colgando de un hilo. lo sé de sobra.
—tienen cada uno un suéter con el nombre del otro. ella cree que Harry es un gran

escritor, tiene poca experiencia. están
tirando una pared para hacerle un estudio. insonorizado, como Proust. ¿era Proust?
—¿el que tenía un estudio forrado de corcho?


—sí, eso creo. de cualquier forma, va a costarles dos de los grandes. ya veo al gran autor escribiendo en su estudio forrado de corcho, «Lilly saltó ágilmente la cerca del granjero John... ».
—dejemos en paz a ese tío... es tan curioso que él esté ahogándose en dinero.
—ya. bueno, ¿qué tal la pequeña? ¿cómo se llama? ¿Marina? —Marina Louise Bukowski.
sí. me vio salir de la bañera el otro día. tiene tres años y medio ahora. ¿sabes lo que dijo?
—no.
—me dijo: Hank, mira tu ridículo ser. todo eso colgando por delante y sin nada que

cuelgue por detrás.
—demasiado.
—sí. ella esperaba que hubiera pene por los dos lados.
—quizás no sea tan mala idea.
—sí para mí. no consigo trabajo bastante para uno.
—¿tendrías un poco más de cerveza?
claro, perdona.
saqué las cervezas.
—estuvo aquí Larry —le dije.
—¿sí?
—sí. cree que la revolución será mañana por la mañana. puede que sí y que no. quién sabe.

le dije que el problema con las revoluciones es que han de empezar de DENTRO—afuera no de fuera—ADENTRO. lo primero que la gente hace en una revuelta es correr y agarrar una tele en color. quieren el mismo veneno que hace al enemigo un imbécil. pero él no hizo caso. se echó el fusil al hombro. fue a Méjico a unirse a los revolucionarios. los revolucionarios bebían tequila y bostezaban. y además, la barrera del idioma. ahora es Canadá. tienen un nido de comida y armas en uno de los estados del norte. pero no tienen la bomba atómica. están jodidos. y sin fuerza aérea.
—tampoco la tienen los vietnamitas. y están haciéndolo muy bien.

—eso es porque no podemos utilizar la bomba atómica a causa de Rusia y China. pero supongamos que decidimos bombardear un reducto de «castros» en Oregón, eso sería asunto nuestro, ¿no?
—hablas como un buen norteamericano.
—yo no hago política. soy un observador.
—menos mal que no todos se limitan a observar, porque si no nunca llegaríamos a

ninguna parte.
—¿hemos llegado a alguna parte?
—no lo sé.

—tampoco yo. pero sé que muchos revolucionarios son simples gilipollas, simples ESTUPIDOS, demasiado para acabar con el tinglado. mira, no digo que los pobres no tengan que recibir ayuda, que los ignorantes no deban recibir instrucción, que no haya que hospitalizar a los enfermos, etc. lo que quiero decir es que estamos poniendo sotanas a muchos de estos revolucionarios y algunos son enfermos preocupados por el acné, abandonados por sus esposas que se han colgado al cuello esos condenados Símbolos de la Paz. muchos no son más que los oportunistas del momento y lo harían igual de bien si trabajaran para la Ford, si pudieran póner el pie en la puerta. no quiero pasar de una mala dirección a otra igual de mala... y hemos estado haciendo precisamente eso en cada elección.
—yo aún sigo creyendo que una revolución acabaría con mucha mierda.
—lo hará, triunfe o no. acabará con cosas buenas y malas. la historia humana avanza muy

lenta. en cuanto a mí, me conformaré con mirar desde la ventana.
—el mejor sitio para observar.
—el mejor sitio para observar. bebamos otra cerveza.
—sigues hablando como un reaccionario.
—escucha, rabino. estoy intentando enfocar las cosas desde todos los ángulos. no sólo
desde el mío. el sistema sabe conservar la calma. eso hay que admitirlo. hablaré con él alguna

vez, sé que estoy tratando con un chico testarudo. mira lo que le hicieron a Spock. a los dos Kennedys. a King. a Malcolm X. haz la lista. es bien larga. si abandonas con demasiada prisa a los poderosos, puedes verte en Forest Lawn silbando Dixie por el canuto de cartón de un rollo de papel higiénico. pero la cosa está cambiando. los jóvenes razonan mejor que razonaban los viejos y los viejos se están muriendo. aún hay modo de conseguirlo sin que caigan miles de cabezas.

—han conseguido que te retires. pero para mí: «Victoria o Muerte».
—eso decía Hitler. y consiguió muerte.
—¿qué tiene de malo la muerte?
—nuestra pregunta hoy era « ¿qué tiene de malo la vida?».
—escribes un libro como TERROR STREET y luego quieres dar la mano a los asesinos y
sentarte con ellos.
—¿nos hemos dado la mano, Rabino?
—¿cómo hablas con tanta tranquilidad sabiendo que en este instante se están cometiendo
crueldades?
—¿te refieres a la araña y la mosca o al gato y el ratón? —me refiero al Hombre contra el

Hombre, cuando el Hombre tiene posibilidad de evitarlo.
—hay algo positivo en lo que dices.
—sí claro. no eres el único con pico.
—¿qué propones entonces? ¿quemar la ciudad?
—no, quemar la nación.
—lo que dije, serás un magnífico rabino.
—gracias.
—y después de que arda la nación, ¿con qué la sustituiremos?
—¿dirías tú que la revolución norteamericana fracasó, que la revolución francesa fracasó,

que la revolución rusa fracasó?
—no del todo. pero, desde luego, se quedaron cortos.
—fue un intento.
—¿cuántos hombres debemos matar para avanzar un centímetro?
—¿a cuántos hombres se mata por no avanzar en absoluto? —a veces, tengo la sensación
de estar hablando con Platón. —lo estás: Platón con barba judía.

se calma la cosa entonces, y el problema cuelga entre nosotros. mientras tanto, los barrios pobres se llenan con los desilusionados y los desechados; se mueren los pobres en hospitales sin médicos casi; se llenan las cárceles con los trastornados y los perdidos hasta que no hay bastantes catres y los presos han de dormir en el suelo. entrar en la seguridad social es un acto de caridad que quizás no perdure. y los manicomios se llenan hasta los topes porque la sociedad utiliza a las personas como peones de ajedrez...

es la mar de agradable ser un intelectual o un escritor y observar estas maravillas siempre que tu PROPIO culo no esté en el rodillo de escurrir. ésta es una de las pegas de los intelectuales y los escritores. apenas si sienten más que su propia comodidad o su propio dolor. y es normal, pero es una mierda.
—y el Congreso —dice mi amigo— cree que puede resolver algo con una ley de control
de armas.

—sí. en realidad sabemos quién ha disparado la mayor parte de las armas. pero no estamos tan seguros de quién ha disparado algunas de las otras. ¿el ejército, la policía, el estado, otros locos? me da miedo imaginar que yo pueda ser el siguiente, aún tengo, además, unos cuantos sonetos que me gustaría terminar.

—no creo que tú seas lo bastante importante.
—demos gracias a dios por eso, Rabino.
—creo, sin embargo, que eres algo cobarde.
—sí, lo soy. un cobarde es un hombre capaz de prever el futuro. un valiente es casi
siempre un hombre sin imaginación.
—a veces, creo que TU serías un buen rabino.


—no tanto. Platón no tenía barba judía.
—déjate una.
—ten otra cerveza.
—gracias.

y así, nos tranquilizamos. es otro anochecer extraño, la gente viene a mí, hablan, me llenan: los futuros rabinos, los revolucionarios con sus fusiles, el FBI, las putas, las poetisas, los jóvenes poetas del estado de California, un profesor de Loyola camino de Michigan, un profesor de la universidad de California, Berkeley, otro que vive en Riverside, tres o cuatro chavales en el camino, simples vagabundos con libros de Bukowski embutidos en el cerebro... y durante un tiempo pensé que esta banda invadiría y asesinaría mis maravillosos y preciosos instantes, pero ha sido una fortuna, una suerte cada uno de ellos, todos, hombres y mujeres, me han traído algo y me dejan algo, y ya no he de sentirme como Jeffers detrás de un muro de piedra, y he tenido suerte por otra parte en que la fama que tengo sea en gran medida oculta y tranquila, y difícilmente seré nunca un Henry Miller con gente acampada alrededor de casa, los dioses han sido muy buenos conmigo, me han conservado vivo, e incluso coleando aún, tomando notas, observando, sintiendo la bondad de los buenos, sintiendo el milagro correr por mi brazo arriba como un ratón loco. una vida así, y se me otorga a los cuarenta y ocho años, aunque mañana no sepa si fue el más dulce de los dulces sueños.
el chaval se ha pasado un poco con la cerveza, el futuro rabino que perorará cada domingo
por la mañana.
—tengo que irme. tengo clase mañana. —claro, chaval, ¿estás bien? —sí. perfectamente.
saludos de mi padre.
—dile a Sam que dije yo que aguantara. todos llegaremos. —¿tienes mi número de
teléfono?

—sí. justo sobre mi tetilla izquierda. le vi marchar. escaleras abajo. un poco gordo. pero bien. energía. exceso de energía. entusiasta y retumbante. hará un magnífico rabino. me gusta mucho. luego desaparece, le pierdo de vista, y me siento a escribirte esto. cenizas de cigarrillo por t9da la máquina. explicarte cómo sigue y qué viene después. junto a mi máquina hay dos zapatitos blancos de muñeca de poco más de un centímetro de largo. mi hija, Marina, los dejó ahí. está en Arizona, no sé exactamente dónde, en este momento, con una madre revolucionaria. es julio de 1968 y tecleteo mientras espero que la puerta se derrumbe y aparezcan los dos hombres de rostro verdoso y ojos de gelatina rancia, y metralletas en las manos. ojalá no aparezcan. ha sido una tarde magnífica. y sólo unas cuantas perdices lejanas recordarán el rodar del dado y cómo sonreían las paredes.Buenas noches.

martes, 23 de agosto de 2011

CARTA de CHARLES BUKOWSKI a los editores de L. A. FREE PRESS

15 de noviembre 1974



Hola, editores:



Con respecto a la carta de Lynne Bronstein del 15 de noviembre acerca de mi cuento del primero de noviembre:



1. La historia trata sobre la pretensión en el arte. El hecho de que el pretencioso tuviera órganos femeninos no tiene nada que ver con el relato en su totalidad. Que cualquier mujer hecha para parecer desagradable en un cuento se deba interpretar como una denuncia a lo femenino como femenino es puro palabrerío. El derecho del creador de mostrar personajes de cualquier manera debe permanecer inviolable – ya sea que esos personajes sean mujeres, negros, morenos, indios, chicanos, blancos, hombres, comunistas, homosexuales, republicanos, lisiados con pata de palo, mogólicos, y/o (?).



2. La historia se basa en una entrevista de una poetisa reconocida en una reciente entrega de Poetry Now. Debido a que me entrevistaron para un próximo número de la misma revista y para futuras ediciones de Creem y Rolling Stone, mis detractores tendrán la oportunidad de ver cómo me mantengo de pie o caigo en condiciones similares.



3. Cuando el narrador nos permite saber que tiene las piernas de Janice Altrice en mente, podemos inferir con más facilidad que está aburrido de los juegos de la poesía y, también, que puede tener una mente podrida, a veces. Que el narrador puede estar atacándose, en lugar de tratar de disminuir a la dama a un “objeto sexual”, está evidentemente más allá de la creencia de las llamadas mujeres Liberadas. Nos guste o no, el sexo y los pensamientos sobre sexo nos surgen a muchos de nosotros (tanto hombres como mujeres) en momentos raros y poco probables. Lo prefiero así.



4. Que “ella, de hecho, está hablando por el mismo Bukowski, quien ha expresado un desprecio similar por los poetas desconocidos que se respaldan entre sí”. La dama habló por sí misma. Su “desprecio” era hacia los poetas no capacitados académicamente. Mi desagrado es hacia la mala poesía y hacia todos los poetas malos que escriben mal – que son la mayoría. Siempre me indignó la falsedad y la depresión, no sólo de la poesía contemporánea, sino de la poesía de las centurias, y este sentimiento me acompaña desde antes que me publicaran, cuando trataba de que me publicaran, y sigue conmigo, incluso ahora que pago el alquiler con la poesía. Lo que me mantuvo escribiendo no fue que fuera tan bueno, sino que esa condenada banda fuera tan mala cuando tuvieron que ser comparados con la vitalidad y la originalidad que estaba sucediendo en las otras esferas del arte. Con respecto a aquellos que deben juntarse para respaldarse entre sí, yo estoy con Ibsen: “los hombres más fuertes son los más solitarios”.



5. “Ahora que es conocido y que es el único poeta del sur de California que publicó en Black Sparrow Press, se cree que nadie tiene derecho a ser poeta – especialmente las mujeres”. Mi querida señora: usted tiene derecho a ser lo que pueda ser; si puede saltar seis metros en el aire o entrar a un encuentro de carreras de caballos del oeste, por favor, vaya y hágalo.



6. “Muchos pensamos que hay algo más para escribir en poesía que borrachos por tomar cerveza, hemorroides, y cuán podrido está el mundo”. También creo que hay algo más para escribir en poesía y eso hago.



7. “Las artistas mujeres, por otro lado, tratan de ser optimistas”. La función del artista no es crear optimismo sino arte, que a veces puede ser optimista y, a veces, no. La mujer es criada para ser más optimista que el hombre debido a una función de la que todavía no ha logrado escapar por completo: llevar un niño en su vientre. Después de atravesar el embarazo y parir, llamar a la vida a una mentira es mucho más difícil.



8. “¿Podría ser que el hombre está “acabado” como artista, que no tiene nada más que decir excepto escupir, con envidia, a los jóvenes idealistas y a las voces recientemente liberadas de las mujeres?” ¿Son estos conceptos que surgen en sus sesiones para aumentar el ego? Quizás sea mejor que se tome una noche libre.



9. “La poesía es una forma de arte. Como toda forma de arte, es subjetiva y no tiene órganos sexuales”. No conozco tus poemas, Lynne, pero los míos tienen pija y bolas, comen ají picante y nueces, cantan en la bañera, putean, se tiran pedos, gritan, apestan, huelen bien, odian a los mosquitos, pasean en taxi, tienen pesadillas y amoríos, todo eso.



10. “… sin ser negativa…”. Pensé que ya no usaban esa frase, es el más viejo de los sombreros viejos. La primera vez que la escuché fue en el departamento de inglés de Los Ángeles High School en 1937. La implicatoria de llamar a alguien “negativo” es que se lo separa por completo del mundo porque él o ella no poseen la comprensión básica de las fuerzas y los significados de la vida. No me encontrarían borracho en un colectivo camino a Shreveport usando ese término.



11. No me importan Longfellow ni McKuen, aunque ambos poseen (o poseían) órganos masculinos. Uno de los mejores escritores que conocí es Carson Mc Cullers, y ella tenía nombre de mujer. Si el perro de mi amiga pudiera escribir un buen poema o una novela decente, yo sería el primero en felicitar a la bestia. Eso es ser Liberada.



12. Mierda, deberían pagarme por esto.

domingo, 21 de agosto de 2011

"LO TOMA O LO DEJA" DE CHARLES BUKOWSKI


Caminaba al sol, sin saber qué hacer. Andaba y andaba. Tenía la sensación de estar al borde de algo. Alcé los ojos 7 había allí vías de ferrocarril y al borde de las vías una cabañita, sin pintar. Tenía un cartel: SE NECESITA PERSONAL. Entré. Había un viejo bajito allí sentado con tirantes de un azul verdoso, mascando tabaco. —¿Sí? —preguntó. —Yo, ejem, yo, ejem, yo... —¡Sí, venga, hombre, suéltalo! ¿Qué quieres? —Vi... el letrero... que necesitan personal. —¿Quieres firmar? —¿Firmar? ¿El qué? —¡Vamos, amigo, no va a ser para corista! Se inclinó y escupió en su asquerosa escupidera, luego siguió mascando tabaco, encogiendo las mejillas en su boca desdentada. —¿Que tengo que hacer? —pregunté. —¡Ya te dirán lo que tienes que hacer! —Quiero decir, ¿para qué es? —Para trabajar en el ferrocarril, al oeste de Sacramento. —¿Sacramento? —Ya me has oído, maldita sea. Tengo trabajo. ¿Firmas o no? —Firmaré, firmaré... Firmé en la lista que tenía sobre el tablero. Yo era el veintisiete. Firmé incluso con mi propio nombre.
Me entregó un boleto.
—Preséntate en la puerta veintiuno con el equipaje. Tenemos un tren especial para

vosotros.
Metí el boleto en mi vacía cartera.
El escupió otra vez.

—Ahora mira, muchacho, sé que eres algo tonto. Esta empresa se cuida de muchos tipos como tú. Ayudamos a la humanidad, somos buena gente. Recuerda siempre esta empresa, y di una palabra amable sobre nosotros aquí y allá. Y cuando salgas a las vías, haz caso de tu capataz. El está de tu parte. Allí en el desierto puedes ahorrar dinero. Bien sabe Dios que no hay ningún sitio donde gastarlo. Pero el sábado por la noche, muchacho, ay el sábado por la noche...
Se inclinó de nuevo hacia la escupidera. Luego siguió:

—El sábado por la noche, sabes, vas al pueblo, te emborrachas, te agarras una buena señorita mejicana que te la chupe muy barato y vuelves otra vez al tajo tranquilo y satisfecho. Esas chupadas les sacan a los hombres la miseria de la cabeza. Yo empecé así, y ya me ves ahora. Buena suerte, muchacho.
—Gracias, señor.
—¡Y ahora lárgate de aquí! ¡Tengo trabajo!

Llegué a la puerta veintiuno a la hora prevista. Junto a mi tren estaban esperando todos aquellos tipos, en andrajos, apestosos, reían, fumaban cigarrillos liados. Me acerqué y me quedé detrás. Todos necesitaban un corte de pelo y un afeitado y se hacían los matasietes aunque estaban muy nerviosos.

Luego, un mejicano, con un chirlo en la mejilla de una cuchillada, nos dijo que entráramos. Entramos. Era imposible ver por las ventanas. Cogí el último asiento, al fondo del vagón. Los otros se sentaron todos delante, riendo y hablando. Un tipo sacó media botella de whisky y siete u ocho de ellos echaron un trago.
Luego, empezaron a mirar hacia atrás, hacia mí. Empecé a oír voces y no estaban todas en

mi cabeza:
—¿Qué le pasa a ese hijoputa?
—¿Se cree mejor que nosotros?
—Va a tener que trabajar con nosotros, amigo.

Miré por la ventanilla, lo intenté, debían llevar veinticinco años sin limpiarla. El tren empezó a andar y allí estaba yo con aquéllos, eran unos treinta. No esperaron mucho. Me tumbé en mi asiento e intenté dormir.
—¡ SUUUSCH!
El polvo se me metió en la cara y en los ojos. Oí a alguien debajo de mi asiento. Sentí otra vez el soplido y una masa de polvo de veinticinco años se me metió en las narices, en la boca, en los ojos, en las cejas. Esperé. Luego pasó otra vez. Una buena soplada. Fuese quien fuese el que estaba allí abajo, lo hacía muy bien.

Me levanté de un salto. Oí mucho ruido debajo del asiento y luego el tipo no estaba ya allí y corría hacia los otros. Se metió en su asiento, intentando perderse en el grupo, pero oí su voz.—¡Si viene, quiero que me ayudéis, muchachos! ¡Prometedme que me ayudaréis si viene

aquí!
No oí ninguna promesa, pero él estaba seguro. No podía distinguir a uno de otro.
Antes de salir de Louisiana, tuve que ir delante a por un vaso de agua. Me miraban.
—Mírale. Mírale.
—Cerdo cabrón.
—¿Quién se creerá que es?
—Hijoputa, ya le arreglaremos las cuentas cuando andemos solos por esas vías, ya le
haremos llorar, ya le haremos chupar pollas...
—¡Mira! ¡Está bebiendo al revés! ¡Bebe por el lado que no es! ¡Mírale! ¡Bebe por el lado

pequeño! ¡Ese tío está loco!
—¡Ya verás cuando te agarremos en las vías, ya chuparás polla!
Vacié el vaso, volví a llenarlo y lo vacié otra vez, luego lo tiré en el recipiente y volví a mi

sitio. Oí:
—Sí, se hace el loco. Puede que haya tenido un disgusto con su novia.
—¿Cómo va a tener novia un tío así?
—No sé. He visto cosas más raras...
Estábamos ya en Tejas cuando llegó el capataz mejicano con la comida enlatada. Nos

entregó las latas. Algunas no tenían etiqueta y estaban abolladas.
Se acercó a mí.
—¿Eres Bukowski?
—Sí.

Me entregó una lata y escribió «setenta y cinco» debajo de la columna «C». Vi también que me anotaba « 45,90 dólares», debajo de la columna «T». Luego me entregó otra lata más pequeña, de alubias. Escribió « 45» debajo de la columna «C».
Y se fue de nuevo hacia la puerta.
—¡Eh! ¿Dónde demonios está el abrelatas? ¿Cómo vamos a poder comer esto sin
abrelatas? —le preguntó alguien. El capataz cruzó el vestíbulo y desapareció.
Hubo paradas para beber agua en Tejas, muchos prados. En cada parada se quedaban dos,
tres o cuatro tipos. Cuando llegamos a El Paso quedaban veintitrés de los treinta y uno.
En El Paso, sacaron nuestro vagón del tren y el tren siguió viaje. Apareció el capataz

mejicano y dijo:
—Tenemos que parar en El Paso. Os hospedaréis en este hotel.
Sacó unos boletos.
—Estos boletos son para el hotel. Dormiréis allí. Por la mañana, cogeréis el vagón 24 para

Los Angeles y luego seguiréis a Sacramento. Ahí van los boletos.
Volvió a acercarse a mí.
—¿Bukowski?
—Sí.
—Este es tu hotel.
Me entregó el boleto y escribió «12,50» debajo de mi columna «L».
Nadie había sido capaz de abrir las latas. Las recogerían luego y se las darían al grupo
siguiente.

Tiré mi boleto y dormí en el parque a unas dos manzanas del hotel. Me despertó el alboroto de los caimanes, de uno en particular. Vi entonces cuatro o cinco caimanes en el estanque, quizás hubiese más. Y dos marineros allí, con su uniforme blanco. Uno estaba en el

estanque, borracho, tirándole de la cola a un caimán. El caimán estaba furioso, pero era lento y no podía volverse lo bastante para agarrar al marinero. El otro marinero estaba al borde del estanque, riéndose, con una chica. Luego, mientras el del estanque seguía aún luchando con el caimán, el otro y la chica se alejaron. Me di la vuelta y me volví a dormir.

En el viaje a Los Angeles se largaron muchos más en las paradas para beber agua. Cuando llegamos a Los Angeles, quedaban dieciséis de los treinta y uno. Apareció el capataz mejicano.
—Pararemos dos días en Los Angeles. Tendréis que coger el tren de las nueve y media,
puerta 21, miércoles por la mañana, vagón 42. Está escrito en los boletos del hotel. Recibiréis

también cupones de comida que os servirán en el Café Francés, en la Calle Mayor.
Y fue entregando los boletos, unos decían HABITACION, los otros COMIDA.
—¿Bukowski? —preguntó.
—Sí —dije.
Me entregó los boletos. Y añadió debajo de mi columna «L» 12,80 y debajo de mi
columna «C»: 6,00.
Salí de la Union Station y al cruzar la plaza vi a dos tipos bajitos de los que habían ido en

el tren conmigo. Andaban más deprisa que yo y cruzaron a mi derecha. Les miré.
Los dos sonrieron de oreja a oreja y dijeron:
—¡Qué hay! ¿Qué tal?
—Muy bien.
Aceleraron el paso y cruzaron la calle Los Angeles hacia la Calle Mayor...

En el café, la gente usaba los boletos de comida para beber cerveza. Yo hice igual. La cerveza valía sólo diez centavos el vaso. La mayoría se emborrachó en seguida. Yo me puse al final de la barra. Ya no hablabán de mí.
Consumí todos mis cupones y luego vendí mis boletos de alojamiento a otro vagabundo
por cincuenta centavos. Tomé otras cinco cervezas y salí de allí.

Me puse a andar. Hacia el norte. Luego hacia el este. Luego otra vez al norte. Luego seguí por los cementerios de chatarra donde se alineaban los coches inservibles. Un tipo me había dicho una vez: «Yo duermo en un coche distinto cada noche. Anoche dormí en un Ford. Anteanoche en un Chevrolet, esta noche dormiré en un Cadillac». En uno de los sitios la verja estaba cerrada con cadena pero estaba doblada y como yo estaba muy flaco pude colarme entre las cadenas, la puerta y la cerradura. Miré hasta ver un Cadillac. No me fijé en el año. Me metí en el asiento de atrás y me tumbé a dormir.
Debían ser como las seis de la mañana cuando oí gritar al chico. Tendría unos quince años
y llevaba en la mano aquel bate de béisbol.
—¡Sal de ahí! ¡Sal de nuestro coche, sucio vagabundo!
El chico parecía asustado. Llevaba camiseta blanca y zapatos de tenis y le faltaba un

diente delantero.
Salí.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Atrás, atrás! —movía el bate hacia
Me fui despacio hacia la verja, que por entonces ya estaba abierta y no muy lejos.
Luego salió de una cabaña de cartón embreado un tipo mayor, de unos cincuenta, gordo y
soñoliento.
—¡Papá! —gritó el chico—. ¡Este hombre estaba en uno de nuestros coches! ¡Le encontré
durmiendo en el asiento de atrás!
—¿Es verdad eso?
—¡Sí que es verdad, papá! ¡Le encontré dormido en el asiento de atrás de uno de nuestros

coches!
—¿Qué hacía usted en nuestro coche, señor?
El viejo estaba más cerca de la verja que yo, pero yo seguía avanzando hacia allí.
—Le he preguntado qué hacía usted en nuestro coche.
Seguí hacia la verja.

El viejo le quitó el bate al chico, corrió hacia mí y me hundió una punta en la barriga, con

fuerza.
—¡Ufff! —grité—. ¡Dios mío!
El dolor me hizo encoger. Retrocedí. El chico se envalentonó al ver esto.
—¡Déjamelo a mí, papá! ¡Déjamelo a mí!
El chico le quitó el bate al viejo y empezó a pegarme. Me pegó por casi todo el cuerpo. La
espalda, las costillas, las piernas, rodillas, tobillos. Lo único que podía hacer era proteger la
cabeza y él me pegaba en los brazos y en los codos. Retrocedí hasta apoyarme en la valla de

alambre.
—¡Yo le daré su merecido, papá! ¡Déjamelo a mí!
El chico no paraba. De vez en cuando conseguía atizarme en la cabeza.
—Vale, ya basta, hijo —dijo por fin el viejo.
Y el chico seguía dándole al bate.
—Hijo, te he dicho que basta.
Me volví y me apoyé en la alambrada. Durante unos momentos no pude moverme. Ellos.

me observaban. Por fin, conseguí recuperarme. Me arrastré renqueando hasta la verja.
—¡Déjame pegarle más, papá.
—¡No, hijo!

Crucé la verja y seguí hacia el norte. Cuando empecé a andar, todo empezó a agarrotárseme. A hincharse. Daba pasos cada vez más cortos. Sabía que no iba a ser capaz de andar mucho. Delante sólo había cementerios de coches. Luego vi un solar vacío entre dos de ellos. Entré en el solar y me torcí el tobillo en un agujero, nada más entrar. Me eché a reír. El solar hacía un declive. Luego tropecé con la rama de un matorral duro que no cedió. Cuando me levanté de nuevo, tenía la palma derecha cortada por un trozo de cristal verde. Una botella de vino. Saqué el cristal. Brotó la sangre entre la suciedad. Limpié la suciedad y chupé la herida. Cuando caí la vez siguiente, di una voltereta sobre la espalda, y grité una vez de dolor, luego alcé los ojos hacia el cielo de la mañana. Estaba de vuelta en mi ciudad natal, Las Ángeles. Sobre mi cara revoloteaban pequeños mosquitos. Cerré los ojos.

sábado, 20 de agosto de 2011

EL GENIO EN LA MULTITUD de CHARLES BUKOWSKI

Hay suficiente traición y odio,
violencia.
Necedad en el ser humano
corriente
como para abastecer cualquier ejercito o cualquier
jornada.
Y los mejores asesinos son aquellos
que predican en su contra.
Y los que mejor odian son aquellos
que predican amor.
Y los que mejor luchan en la guerra
son -AL FINAL- aquellos que
predican
PAZ.
Aquellos que hablan de Dios.
Necesitan a Dios
Aquellos que predican paz
No tienen paz.
Aquellos que predican amor
No tienen amor.
Cuidado con los predicadores
cuidado con los que saben.
Cuidado con
Aquellos que
Están siempre
Leyendo
Libros.
Cuidado con aquellos que detestan
la pobreza o están orgullosos de ella.
Cuidado con aquellos de alabanza rápida
pues necesitan que se les alabe a cambio.
Cuidado con aquellos que censuran con rapidez:
tienen miedo de lo que
no conocen.
Cuidado con aquellos que buscan constantes
multitudes; no son nada
solos.
Cuidado con
El hombre corriente
Con la mujer corriente
Cuidado con su amor.
Su amor es corriente, busca
lo corriente.
Pero es un genio al odiar
es lo suficientemente genial
al odiar como para matarte, como para matar
a cualquiera.
Al no querer la soledad
al no entender la soledad
intentarán destruir
cualquier cosa
que difiera
de lo suyo.
Al no ser capaces
de crear arte
no entenderán
el arte.
Considerarán su fracaso
como creadores
sólo como un fracaso
del mundo.
Al no ser capaces de amar plenamente
creerán que tu amor es
incompleto
y entonces te
odiarán.
Y su odio será perfecto
como un diamante resplandeciente
como una navaja
como una montaña
como un tigre
como cicuta
Su mejor
ARTE.

Charles Bukowski.

jueves, 18 de agosto de 2011

"REUNIÓN" DE CHARLES BUKOWSKI


Me bajé del autobús en Rampart, luego retrocedí caminando una manzana hasta Coronado, subí la cuestecita, subí las escaleras hasta el camino, y recorrí el camino hasta la entrada del patio de arriba. Me quedé un rato frente a aquella puerta, sintiendo el sol en los brazos. Luego

saqué la llave, abrí la puerta y empecé a subir las escaleras.
—¿Quién es? —oí decir a Madge.
No contesté. Seguí subiendo lentamente. Estaba muy pálido y un poco débil.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
—No te asustes, Madge, soy yo.
Llegué al final de la escalera. Ella estaba sentada en el sofá con un vestido viejo de seda
verde. Tenía en la mano un vaso de oporto, oporto con cubitos de hielo, como a ella le

gustaba.
—¡Chico! —se levantó de un salto. Parecía alegre, cuando me besó.
—¡Oh, Harry! ¿Has vuelto de verdad?
—Puede. Veremos si duro. ¿Hay alguien en el dormitorio?
—¡No seas tonto! ¿Quieres un trago?
—Ellos dicen que no puedo. Tengo que comer pollo hervido, huevos hervidos. Me dieron

una lista.
—Ah, los muy cabrones. Siéntate. ¿Quieres darte un baño? ¿Quieres comer algo?
—No, déjame sentarme —me acerqué a la mecedora y me senté.
—¿Cuánto dinero queda? —le pregunté.
—Quince dólares.
—Lo gastaste deprisa.
—Bueno...
—¿Cuánto debemos de alquiler?
—Dos semanas. No pude encontrar trabajo.
—Lo sé. Oye, ¿dónde está el coche? No lo vi fuera.
—Oh Dios mío, malas noticias. Se lo presté a una gente. Chocaron. Tenía la esperanza de

que lo arreglasen antes de que volvieras. Está abajo, en el taller de la esquina.
—¿Aún camina?
—Sí, pero yo quería que le arreglasen el golpe que tiene delante para cuando tú volvieras.
—Un coche como ése puede llevarse con un golpe delante. Mientras el radiador esté bien,

no hay problema. Y mientras tengas faros.
—¡Ay Dios mío! ¡Yo sólo quería hacer bien las cosas!
—Volveré en seguida —le dije.
—Harry, ¿adónde vas?
—A ver el coche.
—¿Por qué no esperas hasta mañana, Harry? No tienes buen aspecto. Quédate conmigo.

Hablemos.
—Volveré. Ya me conoces. Me gusta dejar las cosas listas.
—Oh, vamos, Harry.
Empecé a bajar la escalera. Luego subí otra vez.
—Dame los quince dólares.
—¡Oh, vamos, Harry!
—Mira, alguien tiene que impedir que este barco se hunda. Tú no vas a hacerlo, los dos lo
sabemos.
—De veras, Harry, hice todo lo posible. Estuve por ahí todas las mañanas buscando, pero
no pude encontrar nada.
—Dame los quince dólares.
Madge cogió el bolso, miró dentro.
—Oye, Harry, déjame dinero para comprar una botella de vino para esta noche, ésta está
casi acabada. Quiero celebrar tu regreso.
—Sé que lo celebras, Madge.

Buscó en el bolso y me dio un billete de diez y cuatro de dólar. Agarré el bolso y lo vacié en el sofá. Salió toda su mierda. Más monedas, una botellita de oporto, un billete de dólar y un billete de cinco dólares. Intentó coger el de cinco, pero yo fui más rápido, me levanté y la

abofetée.
—¡Eres un cabrón! Sigues siendo el mismo hijoputa de siempre.
—Sí, eso es porque aún sigo vivo.
—¡Si me pegas otra vez, me largo!
—Ya sabes que no me gusta pegarte, nena.
—Sí, me pegas a mí, pero no le pegarías a un hombre, ¿verdad que no?
—¿Qué tendrá que ver una cosa con otra?
Cogí los cinco dólares y volví a bajar las escaleras.
El taller estaba a la vuelta de la esquina. Cuando entré, el japonés estaba poniendo pintura

plateada en una rejilla recién instalada. Me quedé mirando.
—Demonios, parece que vas a hacer un Rembrandt —le dije. —¿Es éste su coche, señor?
—Sí. ¿Cuánto te debo?
—Setenta y cinco dólares.
—¿Qué?
—Setenta y cinco dólares. Lo trajo una señora.
—Lo trajo una puta. Mira, este coche no valía entero setenta y cinco dólares. Y sigue sin

valerlos. Esa rejilla se la compraste por cinco pavos a un chatarrero.
—Oiga, señor, la señora dijo...
—¿Quién?
—Bueno, aquella mujer dijo...

—Yo no soy responsable de ella, amigo. Acabo de salir del hospital. Te pagaré lo que pueda cuando pueda, pero no tengo trabajo y necesito el coche para conseguir un trabajo. Lo necesito ahora mismo. Si consigo el trabajo, podré pagarte. Si no, no podré. Si no confías en mí, tendrás que quedarte con el coche. Te daré la tarjeta. Ya sabes dónde vivo. Si quieres subo a por ella y te la traigo.

—¿Cuánto dinero puede darme ahora?
—Cinco billetes.
—No es mucho.
—Ya te lo dije, acabo de salir del hospital. En cuanto consiga un trabajo, podré pagarte.

Eso o te quedas con el coche.
—De acuerdo —dijo—. Confío en usted. Deme los cinco.
—No sabes el trabajo que me costaron estos cinco dólares.
—¿Cómo dice?
—Olvídalo.

Cogió los cinco y yo cogí el coche. Arrancaba. El depósito de gasolina estaba mediado. No me preocupé del aceite ni del agua. Di un par de vueltas a la manzana sólo para ver cómo era lo de conducir otra vez un coche. Agradable. Luego me acerqué a la bodega y aparqué

enfrente.
—¡Harry! —dijo el viejo del sucio delantal blanco.
—¡Oh, Harry! ——dijo su mujer.
—¿Dónde estuviste? —preguntó el viejo del sucio delantal blanco.
—En Arizona. Trabajando en una venta de terrenos.
—Ves, Sol —dijo el viejo—, siempre te dije que era un tipo listo. Se le nota que tiene

cerebro.
—Bueno —dije—, quiero dos cajas de seis botellas de Miller's, a cuenta.
—Un momento —dijo el viejo.
—¿Qué pasa? ¿No he pagado siempre mi cuenta? ¿Qué mierda pasa?
—Oh, Harry, tú siempre has cumplido. Es ella. Ha hecho subir la cuenta hasta... déjame
ver... trece setenta y cinco.
—Trece setenta y cinco, eso no es nada. Mi cuenta ha llegado a los veintiocho billetes y la
he liquidado, ¿no es así?
—Sí, Harry, pero...
—¿Pero qué? ¿Quieres que vaya a comprar a otro sitio? ¿Quieres que deje de tener cuenta
aquí? ¿No vas a fiarme dos cochinas cajas después de tantos años?
—De acuerdo, Harry —dijo el viejo.
—Bueno, mételo todo en una bolsa. Y añade un paquete de Pall Mall y dos Dutch

Masters.
—De acuerdo, Harry, de acuerdo...
Subí otra vez las escaleras. Llegué arriba.
—¡Oh, Harry, trajiste cerveza! ¡No la bebas, Harry, no quiero que te mueras, nene!
—Ya lo sé, Madge. Pero los médicos no saben un pijo. Venga, ábreme una cerveza. Estoy
cansado. Ha sido mucho trabajo. Sólo he estado dos horas fuera de casa.
Madge salió con la cerveza y un vaso de vino para ella. Se había puesto los zapatos de

tacón y cruzó las piernas muy alto. Aún lo tenía. En lo que se refería al cuerpo.
—¿Conseguiste el coche?
—Sí.
—Ese japonesito es un tipo agradable, ¿verdad?
—Tenía que serlo.
—¿Qué quieres decir? ¿No arregló el coche?
—Sí, es un tipo agradable. ¿Ha estado aquí?
—Harry, ¡no empieces otra vez con esa mierda! ¡Yo no jodo con japoneses!
Se levantó. Aún no tenía barriga. Tenía las ancas, las caderas, el culo, todo en su sitio. Qué
mala puta. Bebí media botella de cerveza y me acerqué a ella.
—Sabes que estoy loco por ti, Madge, nena, sería capaz de matar por ti. ¿Lo sabes?

Estaba muy cerca de ella. Me lanzó una sonrisilla. Dejé la botella, le quité el vaso de vino de la mano y lo vacié. Era la primera vez en varias semanas que me sentía un ser humano decente. Estábamos muy juntos. Frunció aquellos terribles labios rojos. Entonces me lancé

sobre ella con las dos manos. Cayó de espaldas en el sofá.
—¡So puta! Hiciste subir la cuenta en la bodega a trece setenta y cinco, ¿eh?
—No sé.
Tenía el vestido por encima de las rodillas.
—¡So puta!
—¡No me llames puta!
—¡Trece setenta y cinco!
—¡No sé de qué me hablas!
Subí encima de ella, le eché la cabeza hacia atrás y empecé a besarla, sintiendo sus

pechos, sus piernas, sus caderas. Ella lloraba.
—No... me llames... puta... no, no... ¡sabes que te amo, Harry!
Me aparté de un salto y me planté en el centro de la alfombra.
—¡Vas a saber lo que es bueno, nena!
Madge se rió sin más.
Me acerqué, la cogí, la llevé al dormitorio y la tiré en la cama.
—¡Harry, pero si acabas de salir del hospital!
—¡Lo cual significa que tengo dos semanas de esperma en la reserva!
—¡No digas cochinadas!
—¡Vete a la mierda!
Salté a la cama, desnudo ya.
Le alcé el vestido, besándola y acariciándola. Era un montón de mujer-carne.
Le bajé las bragas. Luego, como en los viejos tiempos, me encontré dentro.


Le di ocho o diez buenos meneos, tranquilamente. Luego, ella dijo:
—No creerás que me he acostado con un sucio japonés, ¿verdad?
—Creo que joderías con un sucio cualquier cosa.
Se echó hacia atrás y me echó a mí.
—¿Qué mierda pasa? —grité.
—Te amo, Harry. Tú sabes que te amo. ¡Me duele mucho que me hables así!
—Bueno, nena, ya sé que no te joderías a un sucio japonés. Era sólo una broma.
Madge abrió las piernas de nuevo y volví a entrar.
—¡Oh, querido, ha sido tanto tiempo! —¿De veras?
—¿Qué quieres decir? ¿Ya empiezas otra vez con eso? —No, de veras, nena. ¡Te amo,
nena!

Le alcé la cabeza y la besé, cabalgando. —Harry —dijo. —Madge —dije. Ella tenía razón. Había sido mucho tiempo. Debía en la bodega trece setenta y cinco, más dos cajas de seis botellas, más los puros y los cigarrillos y debía al Hospital General del condado de los Angeles doscientos veinticinco dólares, y debía al sucio japonés setenta dólares, y había algunas facturas más, y nos abrazábamos con fuerza y las paredes se cerraban.
Lo hicimos.

lunes, 15 de agosto de 2011

"EL MALVADO" DE CHARLES BUKOWSKI


Martin Blanchard había estado casado dos veces, divorciado otras dos y liado muchísimas. Ahora tenía cuarenta y cinco años, vivía solo en la planta cuarta de una casa de apartamentos y acababa de perder su veintisieteavo puesto de trabajo por absentismo y desinterés.

Vivía del seguro de paro. Sus deseos eran sencillos: le gustaba emborracharse lo más posible, solo, y dormir mucho y estar en su apartamento, solo. Otra cosa extraña de Martin Blanchard era que nunca sentíasoledad. Cuanto más tiempo pudiese mantenerse separado de la especie humana, mejor se encontraba. Los matrimonios, los ligues de una noche, le habían convencido de que el acto sexual no valía lo que la mujer exigía a cambio. Ahora vivía sin mujer y se masturbaba con frecuencia. Sus estudios habían terminado en el primer año de bachiller y, sin embargo, cuando oía la radio (su contacto más directo con el mundo) sólo escuchaba sinfonías, a ser posible de Mahler.

Una mañana se despertó un poco pronto para él, hacia las diez y media. Después de una noche de beber bastante. Había dormido en camiseta, calzoncillos, calcetines; se levantó de una cama más bien sucia, entró en la cocina y miró en la nevera. Estaba de suerte. Había dos botellas de vino de Oporto, y no era vino barato.
Martin entró en el baño, cagó, meó y luego volvió a la cocina y abrió la primera botella de
Oporto y se sirvió un buen vaso.

Luego se sentó junto a la mesa de la cocina, desde donde tenía una buena vista de la calle. Era verano, y el tiempo cálido y perezoso. Allí abajo, había una casa pequeña en la que vivían dos viejos. Estaban de vacaciones. Aunque la casa era pequeña, la precedía un verde pradillo grande y muy largo, bien conservado todo aquel césped. A Martin Blanchard le daba una extraña sensación de paz.

Como era verano los niños no iban al colegio y mientras Martin contemplaba aquel pradillo verde y bebía el buen oporto fresco, observaba a aquella niñita y a aquellos dos muchachos que jugaban a quién sabe qué juego. Parecían dispararse unos a otros.¡ Pam!
¡Pam! Martin reconoció a la niñita. Vivía en el patio de enfrente con su madre y una hermana

mayor. El varón de la familia las había abandonado o había muerto. La niñita, había advertido Martin, era muy desvergonzada... andaba siempre sacando la lengua a la gente y diciendo cosas sucias. No tenía ni idea de su edad. Entre seis y nueve. Vagamente, había estado observándola durante el principio del verano. Cuando Martin se cruzaba con ella en la acera, ella siempre parecíaasustarse de él. El no entendía porqué.

Observándola, advirtió que vestía una especie de blusa marinera blanca y luego una falda roja muycorta. Al arrastrarse por la hierba, se le subía la cortísima falda y se le veían unas interesantísimasbragas: de un rojo un poquito más pálido que la falda. Y las bragas tenían aquellos volantes fruncidos rojos.

Martin se levantó y se sirvió un trago, sin dejar de mirar fijamente aquellas braguitas mientras la niña se arrastraba. Se empalmó muy deprisa. No sabía qué hacer. Salió de la cocina, volvió a la habitación delantera y luego se encontró otra vez en la cocina, mirando. Aquellas bragas. Aquellosvolantes.
¡Dios, no podía soportarlo!
Martin se sirvió otro vaso de vino, lo bebió de un trago, volvió a mirar. ¡Las bragas se
veían más que nunca! ¡Dios mío!

Sacó el pijo, escupió en la palma de la mano derecha y empezó a meneársela. ¡Hostias, era cojonudo! ¡Ninguna mujer adulta le había puesto así! Nunca había tenido tan dura la polla, tan roja, y tan fea. Martin tenía la sensación de estar en el secreto mismo de la vida. Se apoyó en la ventana, meneándosela, gimiendo, mirando aquel culito de los volantes.
Luego se corrió.


Por el suelo de la cocina.
Se acercó al baño, cogió un poco de papel higiénico, limpió el suelo, se limpió la polla y
lo echó al water. Luego se sentó. Se sirvió más vino.
Gracias a Dios, pensó, todo ha terminado. Me lo he sacado de la cabeza. Soy libre otra
vez.

Mirando aún por la ventana, pudo ver el observatorio del parque Griffith allá entre las colinas azul púrpura de Hollywood. Era bonito. vivía en un sitio bonito. Nadie llegaba nunca a su puerta. Su primera esposa había dicho de él que estaba simplemente neurótico pero no loco. En fin, al diablo su primera esposa. Todas las mujeres. Ahora él pagaba el alquiler y la gente le dejaba en paz. Bebió lentamente un trago de vino.

Observó que la niñita y los dos muchachos seguían con su juego. Lió un cigarrillo. Luego pensó, bueno, debería comer por lo menos un par de huevos cocidos. Pero le interesaba poco la comida. Raras veces le interesaba.
Martin Blanchard seguía mirando por aquella ventana. Aún seguían jugando. La niñita se
arrastraba por el suelo. ¡Pam! ¡Pam! Qué juego aburrido.
Entonces, empezó a empalmarse de nuevo.
Martin se dio cuenta de que había bebido una botella entera de vino y había empezado
otra. La polla se alzaba irresistible.
Desvergonzada. Sacando la lengua. Niñita desvergonzada, arrastrándose por el césped.

Martin cuando terminaba una botella de vino, se sentía siempre inquieto. Necesitaba puros. Le gustaba liar sus cigarrillos. Pero no había nada como un buen puro. Un buen puro de los de veintisiete centavos el par.

Empezó a vestirse. Observó su cara en el espejo: barba de cuatro días. No importaba. Sólo se afeitaba cuando bajaba a cobrar el dinero del paro. En fin, se puso unas prendas sucias, abrió la puerta y cogió el ascensor. Una vez en la acera, empezó a caminar hacia la tienda de licores. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que los niños habían conseguido abrir las puertas del garaje y estaban dentro, ella y los dos chicos. ¡Pam! ¡Pam!
Martin se vio de pronto bajando por la rampa camino del garaje. Allí dentro estaban. Entró
en el garaje y cerró las puertas.
Estaba oscuro dentro. Estaba allí con ellos. La niñita se puso a chillar.
—¡Vamos, cierra el pico y no te pasará nada! dijo Martin. ¡Como grites te aseguro que lo

pasarás mal!
—¿Qué va a hacer, señor? dijo uno de los chicos.
—¡Calláos! ¡Os dije que os callárais, maldita sea!

Encendió una cerilla. Allí estaba: una solitaria bombilla eléctrica con un cordón largo. Martin tiró del cordón. La luz justa. Y, como en un sueño, vio aquel ganchito que tenían por dentro las puertas del garaje. Cerró por dentro.
Miró a su alrededor.
—¡Está bien! ¡Los chicos os pondréis en ese rincón y no os pasará nada.¡ Venga!
¡Deprisa!

Martin Blanchard señaló un rincón.
Allá se fueron los chicos.
—¿Qué va a hacer, señor?
—¡Dije que os callárais!
La niñita desvergonzada estaba en otro rincón, con su blusa marinera y su faldita roja y
sus bragas de volantes.
Martin avanzó hacia ella. Ella corrió a la izquierda, luego a la derecha. Pero Martin fue
arrinconándola lentamente.
—¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Viejo asqueroso, déjeme!
—¡Calla! ¡Si chillas te mato!
—¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Déjeme!
Martin por fin la agarró. Tenía el pelo liso, feo, revuelto y una cara casi pícara de
muchachita. Le sujetó las piernas entre las suyas, como una prensa. Luego se agachó y puso su
cara grande contra la pequeña de ella, besándola y chupándole la boca una y otra vez mientras
ella le daba puñetazos en la cara. Sentía la polla tan grande como todo el cuerpo. Y seguía

besando, besando, y vio que se apartaba la falda y vio aquellas bragas de volantes.
—¡Está besándola! ¡Mira, la besa! oyó Martin que decía uno de los chicos desde el rincón.
—Sí dijo el otro.
Martín la miró a los ojos y hubo una comunicación entre dos infiernos: el de ella y el de él.
Martin besaba, completamente desquiciado, con un hambre infinita, la araña besando a la
mosca cazada. Empezó a tantear las bragas de volantes.
Oh sálvame Dios, pensó. No hay nada tan bello, ese rojo rosa, y más que eso—la
fealdad— un capullo de rosa apretado contra su propia raíz total. No podía controlarse.

Martin Blanchard le quitó las bragas a la niña, pero al mismo tiempo parecía no poder dejar de besar aquella boquita. Ella estaba desmayada, había dejado de pegarle en la cara, pero el, tamaño distinto de los cuerpos lo hacía todo muy difícil, embarazoso, mucho, y, con la ceguera de la pasión, él no podía pensar. Pero tenía la polla fuera: grande, roja, fea, como si hubiese salido por sí sola como una apestosa locura y no tuviese ningún sitio adónde ir.
Y todo el rato (bajo aquella bombillita) Martin oía las voces de los niños diciendo:
—¡Mira! ¡Mira! ¡Ha sacado ese chisme tan grande e intenta meter eso tan grande por la

raja de ella!
—He oído que así es como se tienen niños.
—¿Tendrán un niño aquí?
—Creo que sí.

Los chicos se acercaron, observándole. Martin seguía besando aquella cara mientras intentaba meter el capullo. Era imposible. No podía pensar. Sólo estaba caliente caliente caliente. Luego vio una silla vieja a la que le faltaba uno de los barrotes del respaldo. Llevó a la niña hasta la silla, sin dejar de besarla y besarla, pensando continuamente en los feos mechones de pelo que tenía, aquella boca contra la suya.
Era la solución.
Martin se sentó en la silla, sin dejar de besar aquella boquita y aquella cabecita una y otra

vez y luego le separó las piernas. ¿Qué edad tendría? ¿Podría hacerlo?
Los niños estaban ahora muy cerca, mirando.
—Ha metido la punta.
—Sí. Mira. ¿Tendrán un niño?
—No sé.
—¡Mira mira! ¡Ya le ha metido casi la mitad!
—¡Unaculebra!
—¡Sí! ¡Una culebra!

—¡Mira! ¡Mira! ¡Se mueve hacia adelante y hacia atrás!
—¡Sí! ¡Ha entrado más!
—¡La ha metido toda!
Estoy dentro de ella ahora, pensó Martin. ¡Dios, mi polla debe ser tan larga como todo su
cuerpo!
Inclinado sobre ella en la silla, sin dejar de besarla, rasgándole la ropa, sin darse cuenta, le

habría arrancado igual la cabeza.
Luego se corrió.
Y allí se quedaron juntos en la silla, bajo la luz eléctrica. Allí.
Luego, Martin colocó el cuerpo en el suelo del garaje. Abrió las puertas. Salió. Volvió a su
casa. Apretó el botón del ascensor. Salió en su piso, abrió la nevera, sacó una botella, se sirvió
un vaso de oporto, se sentó y esperó, mirando.
Pronto había gente por todas partes. Veinte, veinticinco, treinta personas. Fuera del garaje.
Dentro.
Luego llegó a toda prisa una ambulancia.
Martin vio cómo se la llevaban en una camilla. Luego la ambulancia desapareció. Más
gente. Más. Bebió el vino. Se sirvió más.

Quizás no sepan quién soy, pensó. Apenas si salía.
Pero no era así. No había cerrado la puerta. Entraron dos policías. Dos tipos grandes,
bastante guapos. Casi le gustaron.
¡Venga, basura!

Uno de ellos le atizó un buen golpe en la cara. Cuando Martin se levantó a extender las manos para las esposas, el otro le atizó con la porra en el vientre. Martin cayó al suelo. No podía respirar ni moverse. Le levantaron. El otro le pegó de nuevo en la cara.
Había gente por todas partes. No le bajaron en el ascensor, le bajaron andando,
empujándole escaleras abajo.

Caras, caras, caras, atisbando en las puertas, caras en la calle. Aquel coche patrulla era muy extraño. Había dos policías delante y dos detrás con él. Le estaban dando tratamiento especial.
Yo podría matar tranquilamente a un hijoputa como tú le dijo uno de los policías que iban
detrás. Podría matar a un hijoputa como tú casi sin darme cuenta...
Martin empezó a llorar en silencio, las lágrimas caían incontroladas.
Tengo una hija de cinco años dijo uno de los policías de atrás. ¡Te mataría y me quedaría
tan tranquilo!
¡No pude evitarlo! dijo Martin. Se lo aseguro, de veras, no pude evitarlo...

El policía empezó a pegarle a Martin en la cabeza con la porra. Nadie le paraba. Martin cayó hacia adelante, vomitó vino y sangre, el poli le levantó y le pegó porrazos en la cara, en la boca, le rompió casi todos los dientes.
Luego le dejaron en paz un rato, mientras seguían camino de la comisaría.