sábado, 30 de marzo de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 7

Estábamos todavía en Louisiana. Embarcados en un largo viaje en tren a través de Texas. Nos dieron latas con comida y se olvidaron de darnos abridores. Dejé mis latas en el suelo, me estiré y me puse cómodo en el asiento de madera. Los otros tipos estaban reunidos en un extremo del vagón, sentados juntos, charlando y riendo. Cerré los ojos.

Pasados unos diez minutos sentí alzarse una nube de polvo entre las rendijas del banco en el que estaba tumbado. Era polvo muy antiguo, polvo de ataúd, apestaba a muerte, a algo que había estado muerto desde hacía siglos. Penetraba por mi nariz, se depositaba en mis cejas, trataba de entrar por mi boca. Entonces escuché el sonido de una fuerte respiración. A través de las rendijas, pude ver a un tío metido bajo el asiento, soplándome el polvo a la cara. Me puse de pie. El tío salió arrastrándose despavorido de debajo del asiento y corrió hasta el extremo del coche. Me limpié la cara y le miré. Era algo difícil de creer.
—Si viene hasta aquí, tíos, quiero que me ayudéis —le oí decir—. Prometedme que
me vais a ayudar...
Toda la pandilla me devolvió la mirada. Me volví a tumbar en el asiento. Pude

escuchar su conversación.
—¿Qué coño le pasa a ése?
—¿Quién se cree que es?
—No habla con nadie.
—Sólo se queda ahí detrás, aislado.
—Cuando le tengamos ahí fuera trabajando con las vías nos ocuparemos de él. El hijo
de puta.
—¿Crees que podrás con él, Paul? A mí me parece un loco peligroso.
—Si yo no puedo con él, alguien podrá. Tragará mucha mierda antes de que acabemos
el trabajo.

Algo más tarde atravesé el vagón para ir a beber agua. Cuando pasé por su lado, dejaron de hablar. Me miraron en silencio mientras bebía de la taza. Cuando me di la vuelta y regresé a mi asiento, empezaron a hablar otra vez.
El tren hacía muchas paradas, noche y día. En cada parada en la que hubiera un poco
de vegetación y un pueblo cercano, dos o tres hombres saltaban fuera.
—¿Eh, qué demonios pasó con Collins y Martínez? El capataz cogía su carpeta y los
tachaba de la lista. Entonces se acercaba hasta mí. —¿Tú quién eres? —Chinaski.
—¿Te vas a quedar con nosotros? —Necesito el trabajo. —Bueno —dijo, y se alejó.

En El Paso vino el capataz y nos dijo que íbamos a cambiar de tren. Recibimos unos tickets válidos para una noche en un hotel cercano y para la cena en un café local, así como las instrucciones sobre cómo, cuándo y dónde coger el próximo tren en la madrugada.
Aguardé en el exterior del café a que toda la pandilla acabara de comer, y cuando

salieron de allí con sus mondadientes, entré.
—¡Le arreglaremos el culo a ese hijo de puta!
—Tíos, odio a ese bastardo cara de mono.
Me metí y pedí una hamburguesa con cebolla y alubias. No había mantequilla para el
pan, pero el café era bueno. Cuando salí ya se habían ido. Un vagabundo iba caminando por
la acera detrás mío. Le di mi ticket para el hotel.
Aquella noche dormí en el parque. Parecía más seguro. Estaba cansado y aquel duro
banco del parque no me jodió demasiado al fin y al cabo. Me quedé dormido.

Algo más tarde me despertó algo que sonaba como un rugido. Nunca me había imaginado que los caimanes rugiesen. O más exactamente, eran muchas cosas juntas: un rugido, una inhalación agitada y un silbido. Escuché también un chasquear de mandíbulas. Un marinero borracho estaba en el centro del estanque y tenía a uno de los caimanes agarrado por la cola. La criatura trataba de doblarse y morder al marinero, pero se lo encontró muy difícil. Las mandíbulas eran terroríficas, pero muy lentas y faltas de coordinación. Otro marinero y una jovencita estaban allí observando la escena y riéndose. Entonces el marinero besó a la chica y se marcharon jun-:os de allí, abandonando al otro enzarzado con el caimán...

Luego me volvió a despertar el sol. Mi camisa estaba caliente. Casi ardiendo. El marinero se había ido. El caimán también. En un banco más al este estaban sentados una chica y dos jóvenes. Evidentemente habían dormido también en el parque aquella noche.

Uno de los jóvenes se puso de pie.
—Mickey —dijo la chica—. ¡Has tenido una erección!
Se rieron.
—¿Cuánto dinero tenemos?
Registraron sus bolsillos. Tenían un níquel.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer?
—No sé. Vamos a caminar un rato.
Les contemplé mientras se alejaban fuera del parque, adentrándose en la ciudad.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

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