miércoles, 8 de mayo de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 17

Había trabajado el tiempo suficiente como para ahorrar lo que me pudiera costar un billete de autobús a cualquier otra ciudad, más unos cuantos dólares para arreglármelas cuando llegase. Dejé mi trabajo, cogí un mapa de los Estados Unidos y lo miré por encima. Decidí irme a Nueva York.

Me llevé cinco botellas de whisky en la maleta para el viaje. Cuando alguien en el autobús se sentaba a mi lado y comenzaba a hablarme, yo sacaba la botella y me pegaba un largo trago. Me dejaban tranquilo.

La estación de autobuses en Nueva York estaba cercana a Times Square. Salí y me puse a andar por la calle con mi vieja maleta a cuestas. Era ya tarde. La gente salía apelotonada de las bocas de metro. Como insectos, sin rostro, dementes, se arrastraban delante mío, dentro de mí y a mi alrededor, con una fatal intensidad. Rebotaban y se empujaban entre sí, emitían terribles sonidos.
Me refugié en un portal y acabé con la última botella.
Luego caminé seguido, di empujones, codazos, hasta que vi un cartel anunciando una

habitación para alquilar en la Tercera Avenida. La casera era una vieja señora judía.
—Necesito una habitación —le dije.
—Usted necesita un buen traje, muchacho.
—Estoy en la ruina.
—Es un buen traje, casi regalado. Mi marido lleva la sastrería de ahí enfrente. Venga conmigo.
Pagué por mi habitación, dejé la maleta y fui con ella al otro lado de la acera.
—Herman, enséñale a este chico el traje.
—Ah, es un bonito traje. —Herman lo sacó: azul marino, un poco raído.
—Parece demasiado pequeño.
—No, no, le quedará bien. Salió de detrás del mostrador con el traje.
—Aquí está. Pruébese la chaqueta. —Herman me ayudó a embutirme en ella—. ¿Lo
ve? Le queda bien... ¿Quiere probarse los pantalones? —Sostenía los pantalones junto a mí,

pegados desde mi cintura a los tobillos.
—Parecen bien.
—Diez dólares.
—Estoy en la ruina.
—Siete dólares.

Le di a Herman los siete dólares y me subí el traje a mi habitación. Salí a por una botella de vino. Cuando regresé, cerré la puerta, me desnudé y me dispuse a gozar de mi primera noche en una cama desde hacía días. Me metí en la cama, abrí la botella, doblé la almohada y me la ajusté bajo la espalda, respiré con ganas y me quedé sentado en la oscuridad mirando por la ventana. Era la primera vez que me había quedado solo en cinco días. Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. No me enorgullecía de mi soledad, pero dependía de ella. La oscuridad de la habitación era fortificante para mí como lo era la luz del sol para otros hombres. Tomé un trago de vino.

De repente la habitación se llenó de luz. Hubo un traqueteo y un rugido. Un puente del metro pasaba a la altura de mi habitación. Un convoy se había parado allí. Observé un manojo de caras neoyorquinas que me observaban. El tren arrancó y se alejó. Volvió la oscuridad. Entonces la habitación volvió a llenarse de luz. De nuevo contemplé los rostros escalofriantes. Era como una visión del infierno repetida una y otra vez. Cada nueva vagona- da de rostros era más horrible, demente y cruel que la anterior. Me bebí el vino.

Continuó: «oscuridad, luego luz; luz, luego oscuridad. Acabé con el vino y fui a por más. Volví, me desvestí y me metí en la cama. La llegada y partida de caras siguió una y otra vez. Me pareció como si estuviese sufriendo una alucinación. Estaba siendo visitado por cientos de demonios que ni el Diablo mismo podría aguantar. Bebí más vino.

Finalmente me levanté y saqué mi traje nuevo del armario. Me puse la chaqueta. Me quedaba algo estrecha. Parecía más pequeña que en la sastrería. De repente, escuché el sonido de algo que se rasgaba. La chaqueta se había rajado a lo largo de toda la espalda. Me quité lo que quedaba de ella. Todavía tenía los pantalones. Introduje mis piernas en ellos. Había botones en la bragueta en vez de cremallera; mientras trataba de abrochármelos, la costura cedió en el culo. Me palpé por detrás y toqué los calzoncillos.

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