lunes, 20 de mayo de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 20

Dos tíos viejos estaban esperándome. Me encontré con ellos ya abajo en el subterráneo, donde los trenes estaban estacionados. Me habían dado un manojo de carteles de cartón y un pequeño instrumento metálico que parecía un abridor de latas. Subimos todos juntos a uno de los vagones aparcados.
—Fíjate en cómo lo hago —me dijo uno de los viejos.

Se subió por encima de los polvorientos asientos y empezó a caminar de uno a otro raspando los viejos carteles de la pared con su abrelatas. Así que es de este modo como aparecen esas cosas ahí arriba, pensé, hay gente que viene de noche y las pone.
Cada cartel iba sostenido por dos bandas metálicas que tenían que sacarse para poner
el nuevo cartel. Las bandas eran afiladas y curvas para amoldarse al contorno de la pared.

Me dejaron probar. Las bandas de metal resistieron mis esfuerzos. No querían ceder. Los afilados bordes me hicieron cortes en las manos mientras trabajaba. Empecé a sangrar. Por cada cartel que conseguías quitar, había uno nuevo para reemplazarlo. Cada uno requería un tiempo infinito. Era inacabable.
—Hay unos bichos verdes por todo Nueva York —dijo uno de los viejos después

de un rato.
—¿Los hay?
—Sí. ¿Eres nuevo en Nueva York?
—Sí.
—¿No sabes que toda la gente en Nueva York ha cogido estos bichos verdes?
—No.
—Sí. Una mujer se me quiso follar la otra noche. Yo le dije, «No, nena, no hay nada
que hacer».
—¿Ah, sí?
—Sí. Le dije que lo haría si me daba cinco pavos. Cuesta cinco pavos por lo menos
el librarte de esos bichos.
—¿Te dio los cinco pavos?
—Na. Me ofreció un bote de sopa de champiñones Campbell.

Trabajamos palmo a palmo hasta el final del convoy. Los dos viejos bajaron del último vagón y se pusieron a andar hacia el siguiente tren, estacionado a unos quince metros más arriba de la vía. Estábamos a diez metros bajo el suelo y a la vez sobre un puente de ocho metros de altura sin ninguna otra superficie por donde caminar que no fueran las traviesas del tren. Estaba todo oscuro. Me di cuenta de que no sería muy difícil que un cuerpo se colara por algún hueco y lo tragaran las profundidades para siempre.

Bajé del vagón y lentamente fui caminando de traviesa en traviesa, con el abrelatas en una mano y los carteles en la otra. Un tren cargado de pasajeros pasó cerca mío; las luces de los vagones me alumbraron el camino.
El tren desapareció y la oscuridad se hizo total. No podía ver ni las traviesas ni los

espacios mortales entre ellas. Aguardé.
Los dos viejos me gritaron desde el siguiente convoy.
—¡Vamos! ¡Date prisa! ¡Tenemos mucho trabajo que hacer!
—¡Esperad! ¡No veo un pijo!
—¡No nos vamos a quedar toda la noche!
Mis ojos comenzaron a acostumbrarse. Paso a paso fui acercándome lentamente.

Cuando llegué al tren, dejé los carteles en el suelo y me senté. Me temblaban las piernas.
—¿Qué te pasa?
—No sé.
—¿Qué es?
—Un hombre puede acabar muerto en este lugar.
—Todavía nadie se ha caído por esos agujeros.
—Creo que a mí podría haberme pasado.
—Son todo obsesiones tuyas.
—Lo sé. ¿Cómo puedo salir de aquí?
—Hay unas escaleras ahí arriba, pero tienes que atravesar muchos raíles, tendrás que

ver pasar muchos trenes por tu lado.
—Ya.
—Y no pises el tercer raíl.
—¿Qué pasa?
—Es el de la electricidad. Es el raíl de oro. Parece de oro. Ya lo verás.
Bajé a las vías y comencé a caminar de traviesa en traviesa. Los dos viejos me
observaron. El raíl de oro estaba allí. Levanté mucho las piernas al atravesarlo.
Entonces subí la escalera medio corriendo, medio cayéndome hasta que llegué afuera.
Había un bar cruzando la calle.

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