martes, 28 de mayo de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 22

Después de llegar a Filadelfia encontré una pensión y patiné una semana de alquiler por adelantado. El bar más cercano tenia por lo menos cincuenta años. Podías oler la peste a orina, mierda y vómito acumulada durante medio siglo elevándose a través del suelo del bar desde los retretes del sótano.
Eran las 4:30 de la tarde. Dos hombres estaban dándose de hostias en el centro del bar.
El tío que estaba a mi derecha dijo que se llamaba Danny. El de la izquierda dijo que se
llamaba Jim.

Danny tenía un cigarrillo en su boca, con el extremo encendido. Una botella de cerveza vacía voló por los aires. Pasó a escasos milímetros de su nariz y del cigarrillo. El no se movió ni miró a su alrededor, con un gol-pecito en un cenicero echó las cenizas de su cigarrillo.
—¡Esa estuvo muy cerca, hijo de puta! ¡Si te vuelves a acercar tanto te voy a
romper la cara!
Todas las sillas fueron apartadas. Había algunas mujeres, unas pocas amas de casa,
gordas y un poco estúpidas, y dos o tres damas pasando tiempos duros. Cuando me senté allí,

una chica salió con un hombre. Estaba de vuelta en cinco minutos.
—¡Helen! ¡Helen! ¿Cómo lo haces?
Ella se río.
Otro tío se levantó de un salto a probarla.
—Esto debe de estar bien. ¡Vamos a probarlo!
Salieron juntos. Helen estaba de vuelta en cinco minutos.
—¡Debe tener una bomba de succión en el coño!
—Voy a darme el gusto de probarlo —dijo un viejo desde el fondo del bar—. No se
me ha puesto dura desde que Teddy Roosevelt tomó su última colina.
Este le costó a Helen diez minutos.
—Quiero un sandwich —dijo un tío gordo—. ¿Quién me va a buscar un sandwich y
se gana una propina?
Le dije que yo lo haría.

—Roast beef en un bollo, con todo lo que quepa en cima.
Me dio algo de dinero.
—Guárdate el cambio.
Bajé caminando hasta el sitio de los sandwichs. Apareció un viejo ogro de vientre
descomunal.
—Roast beef en un bollo para llevar, con guarnición encima. Y una botella de
cerveza mientras espero.

Me bebí la cerveza, volví al bar con el sandwich para el gordo, se lo di y encontré otro asiento. Apareció un trago de whisky. Me lo bebí. Apareció otro. Me lo bebí. Sonaban canciones en la máquina tocadiscos.
Un tío joven de unos veinticuatro años se acercó desde el fondo del bar.

—Las persianas venecianas de las ventanas necesitan una limpieza.
—Ya lo creo que la necesitan.
—¿Qué es lo que haces?
—Nada. Beber. Ambas cosas.
—¿Qué me dices de las persianas?
—Cinco pavos.
—Quedas contratado.
Le llamaban Billy-Boy. Billy-Boy se había casado con la dueña del bar. Ella tenía
cuarenta y cinco años.
Me trajo dos cubos, algunos estropajos, bayetas y esponjas. Bajé las persianas,
desmonté las placas transversales y empecé.
—Las bebidas son gratis —me dijo Tommy, el camarero nocturno—, todo el
tiempo que esté trabajando.
—Chute de whisky, Tommy.

Era un trabajo lento; el polvo se había empastado, convertido en pegotes de mugre. Me hice numerosos cortes en las manos con los afilados bordes de las placas metálicas. El agua jabonosa me abrasaba.
—Chute de whisky, Tommy.
Acabé con una persiana y la colgué. Los patrones del bar se acercaron a contemplar mi

trabajo.
—¡Hermoso!
—Desde luego, favorece el lugar.
—Probablemente hará que suba el precio de las bebidas.
—Chute de whisky, Tommy —dije yo.
Bajé otra persiana, saqué las placas. Desafié a Jim al pinball y le saqué un cuarto de
dólar; luego vacié los cubos en el retrete y los llené con agua limpia.

La segunda persiana me tomó más tiempo. Mis manos recogieron más cortes. Dudo que aquellas persianas hubiesen sido limpiadas en diez años. Gané otro cuarto de dólar en la máquina; entonces Billy-Boy me dio un grito para que volviera al trabajo.

Helen pasó a mi lado camino del retrete de señoras.
—Helen, cuando acabe te daré cinco pavos. ¿Será suficiente?
—Claro, pero no serás capaz de que se te levante después de todo este trabajo.
—Se me levantará.

—Estaré aquí a la hora de cierre. Si todavía te tienes en pie, lo podrás tener gratis.
—Estaré aquí bien erguido, nena.
Helen se fue hacia el retrete.
—Chute de whisky, Tommy.
—Eh, tómatelo con calma —dijo Billy-Boy—, o no podrás acabar el trabajo esta

noche.
—Billy, si no lo acabo te guardas tus cinco pavos.
—Es un trato. ¿Lo habéis oído todos?
—Te hemos oído, Billy, rácano del culo.
—Uno para el camino, Tommy.
Tommy me sirvió el whisky. Me lo bebí y seguí con el trabajo. Me lo fui montando.

Después de unos cuantos whiskys, tenía las tres persianas colgando relucientes.
—Está bien, Billy, págame.
—No has acabado.
— ¿Qué?
—Hay tres ventanas más en la sala de atrás.
—¿La sala de atrás?
—Sí, la sala de atrás, la sala de fiestas.
Billy-Boy me enseñó la sala de atrás. Había tres ventanas más, tres persianas más.
—Lo dejo por dos cincuenta, Billy.
—No, o las limpias todas o no te pago.
Cogí mis cubos, tiré el agua sucia, los llené con agua limpia y jabón, entonces bajé una

persiana. Saqué las placas, las puse en una mesa y me quedé mirándolas.
Jim se paró de paso al urinario.
—¿Qué te pasa?
—No puedo más.
Cuando Jim salió del retrete fue hasta la barra y volvió con su cerveza. Empezó a
limpiar las persianas.
—Jim, olvídalo.
Fui a la barra, me conseguí otro whisky. Cuando volví, una de las chicas estaba
bajando una persiana.
—Ten cuidado, no te cortes —le dije.
Unos pocos minutos más tarde había cuatro o cinco personas en la sala de atrás,
charlando y riéndose, hasta la misma Helen. Todos trabajando con las persianas. Al poco rato toda la gente del bar estaba en la sala trasera. Yo me trabajé dos whiskys más.
Finalmente las persianas quedaron limpias y colgadas. No se había tardado mucho.

Resplandecían. Entró Billy-Boy:
—No tengo por qué pagarte.
—El trabajo está terminado.
—Pero no lo acabaste tú.
—No seas un mierdoso pesetero, Billy —dijo alguien. Billy-Boy sacó los cinco
dólares y yo los cogí. Pasamos al bar.
—¡Un trago para todo el mundo! —dejé caer los cinco dólares—. Y también uno

para mí.
Tommy fue sirviendo bebidas.
Me bebí lo mío y Tommy cogió los cinco dólares.
—Le debes al bar 3,15 $.
—Ponlos en mi cuenta.
—De acuerdo. ¿Cómo te apellidas?
—Chinaski.
—¿Te sabes el del chino que va a una casa de putas?
—Sí.
Las bebidas circularon de mi cuenta hasta la hora del cierre. Después de que todo el
mundo se fuera, miré a mi alrededor. Helen se había esfumado. Me había mentido.
Igual que una perra, pensé, tuvo miedo del polvo que la esperaba.

Me levanté y caminé hacia mi pensión. La luz de la luna era brillante. Mis pasos resonaban en la calle vacía y parecía cerno si alguien me estuviese siguiendo. Me di la vuelta. Me había equivocado. Estaba completamente solo.

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