domingo, 2 de junio de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 23

Cuando llegué a San Luis hacía mucho frío, estaba a punto de nevar. Encontré una habitación en un sitio agradable y limpio, una habitación en el segundo piso, en la parte trasera del edificio. Estaba cayendo la tarde y yo estaba sufriendo uno de mis ataques depresivos, así que me fui temprano a la cama y me las arreglé para dormir de alguna manera.

Cuando me desperté por la mañana hacía un frío de perros. Estaba tiritando descontrolado. Me levanté y vi que una de las ventanas estaba abierta. La cerré y volví a meterme en la cama. Empecé a sentir una náusea permanente. Conseguí dormir otra hora, luego me desperté. Me levanté, me vestí, corrí a medio vestir al baño del vestíbulo y vomité. Me desnudé y volví a meterme en la cama. Pasado un rato oí a alguien llamar a mi puerta.
—¿ Sí? —pregunté.

—¿Se encuentra usted bien?
—Sí.
—¿Podemos entrar?
—Adelante.

Eran dos chicas. Una era un poco gordita, pero limpia y radiante, con un vestido floreado de color rosa. Tenía una cara simpática. La otra llevaba un gran cinturón ajustado que acentuaba su magnífica figura. Su cabello era largo y oscuro, y su nariz era graciosa; tacones altos, piernas perfectas y llevaba una blusa escotada de color blanco. Sus ojos eran de color marrón oscuro, muy oscuro, y no dejaban de mirarme divertidos, muy divertidos.
—Soy Gertrude —dijo—, y esta es Hilda.
Hilda se ruborizó. Mientras, Gertrude atravesó la habitación hasta llegar a mi cama.

—Te oímos en el baño. ¿Estás enfermo?
—Sí, pero no es nada serio, seguro. Una ventana que estaba abierta.
—La señora Downing, la casera, te está haciendo algo de sopa.
—No, si estoy perfectamente.
—Te sentará bien.
Gertrude se me acercó más en la cama. Hilda se quedó donde estaba, rosada, reluciente

y ruborizada. Gertrude comenzó a mover el somier arriba y abajo con sus zapatos de tacón.
—¿Eres nuevo en la ciudad?
—Sí.
—¿No estás en el ejército?
—No.
—¿Qué es lo que haces?
—Nada.
—¿No trabajas?
—No trabajo.
—Sí —le dijo Gertrude a Hilda—, mírale las manos. Tiene unas manos preciosas.
Se ve que no ha trabajado en su vida.
La casera, la señora Downing, llamó a la puerta. Era grandota y agradable. Me imaginé
que su marido habría muerto y que sería muy devota. Traía un gran cuenco de

consomé de carne, sosteniéndolo en el aire, bien alto. Pude ver el humo que se desprendía de él. Cogí el cuenco. Intercambiamos frases amables. Sí, su marido había muerto. Era muy religiosa. Había tostaditas, además de sal y pimienta.
—Gracias.
La señora Downing miró a las chicas.
—Ahora nos vamos todas. Esperamos que pronto se ponga bien. Y espero que las
chicas no le hayan molestado demasiado.

—¡Oh, no! —sonreí desde el cuenco. A ella le gustó eso.
—Vamonos, chicas.
La señora Downing dejó la puerta abierta. Hilda se sonrojó por última vez, me ofreció
un esbozo de sonrisa y se fue. Gertrude se quedó. Me observó mientras me tomaba las
cucharadas de caldo.
—¿Está bueno?
—Quiero daros las gracias a todas. Todo esto... no es muy corriente.
—Me tengo que ir.

Se levantó y caminó muy lentamente hacia la puerta. Sus nalgas se movían bajo su ajustada falda negra; sus piernas parecían de oro. En la puerta se paró y se dio la vuelta, descansó de nuevo sus oscuros ojos en mí, me atrapó. Yo estaba transfigurado, ardiendo. En el momento en que sintió mi respuesta, volvió la cabeza y se rio. Tenía un cuello adorable, y toda esa oscura cabellera... Se fue hacia las escaleras, dejando la puerta entreabierta.
Cogí la sal y la pimienta, aderecé el caldo, metí las tostadas, y lo introduje a
cucharadas en mi enfermedad.

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