Decenas de miles de jóvenes estaban luchando en Europa e Indochina y en las islas del Pacífico. Cuando volvieran de la guerra, ella encontraría a alguno. No tendría ningún problema. Con ese cuerpo. Con esos ojos. Ni siquiera Hilda tendría ninguna dificultad.
Empecé a sentir que llegaba la hora de irme de San Luis. Decidí volver a Los Angeles; mientras tanto seguí caligrafiando relatos a destajo, emborrachándome, escuchando la quinta sinfonía de Beethoven, la segunda de Brahms...
Una noche después del trabajo me paré en un bar de los alrededores. Me senté y bebí cinco o seis cervezas, me levanté y anduve la manzana y media que me separaba de la pensión. La puerta de Gertrude estaba abierta cuando pasé.
—Henry...
—Hola —me acerqué a la puerta, la miré—. Gertru-dre, me voy de la ciudad. Lo he
notificado hoy en el trabajo.
—Oh, qué pena.
—Todas vosotras os habéis portado muy bien conmigo.
—Oye, antes de que te vayas quiero que conozcas a mi novio.
—¿Tu novio?
—Sí, acaba de instalarse aquí, en una habitación junto al salón.
La seguí. Llamó a la puerta y yo me quedé detrás suyo. La puerta se abrió: pantalones a rayas blancas y grises; camisa planchada de manga larga; pajarita. Un fino bigo-tillos. Ojos ausentes. De uno de los orificios de su nariz caía un casi invisible hilillo de moco que finalmente se recogía en una pelotilla brillante. La pelotilla de moco se le había quedado pegada al bigotillo y estaba a punto de caerse, pero mientras tanto se sostenía allí y la luz se reflejaba en ella.
—Joey —dijo ella—, quiero que conozcas a Henry.
Nos dimos la mano. Gertrude entró. La puerta se cerró. Yo volví a mi habitación y
empecé a empacar. Siempre me había gustado empacar.
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