jueves, 4 de julio de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 31

Cuando estuve de vuelta en Los Angeles encontré un hotel barato justo al lado de Hoover Street, y una vez allí me quedé en la cama y bebí. Estuve bebiendo durante un cierto tiempo, tres o cuatro días. No conseguí levantarme para leer las ofertas de trabajo. La idea de sentarme enfrente de un hombre sentado detrás de un escritorio y contarle que deseaba un trabajo, que estaba capacitado para hacer ese trabajo, era demasiado para mí. Francamente, estaba horrorizado de la vida, de todo lo que un hombre tenía que hacer sólo para comer, dormir y poder vestirse. Así que me quedaba en la cama y bebía. Mientras bebías, el mundo seguía allí afuera, pero por el momento no te tenía agarrado por la garganta.

Salí una noche de la cama, me vestí y me puse a andar por la ciudad. Me encontré caminando por la calle Alva-rado. Seguí andando hasta que encontré un bar con buena pinta y entré en él. Pedí un escocés con agua. A mi derecha estaba sentada una rubia castaña, un poquito gorda, con el cuello y las mejillas algo flojas, obviamente una borracha; pero tenía una cierta belleza remanente en todo su ser, y su cuerpo todavía parecía firme y joven y con buenas formas. De hecho, sus piernas eran largas y adorables. Cuando esta dama acabó su bebida, le pregunté si quería otra. Dijo que sí. La invité a una copa.

—Es toda una puta pandilla de imbéciles los que hay aquí —dijo.
—En todas partes, pero especialmente aquí —dije yo.
Pagué tres o cuatro copas más. No hablamos. Entonces le dije a la dama:
—Esa fue la última. Estoy en la ruina.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
—¿Tienes dónde dormir?

—Un apartamento, me quedan dos o tres días de alquiler.
—¿Y no tienes nada de dinero? ¿Ni nada que beber?
—No.
—'Ven conmigo.
La seguí fuera del bar. Me di cuenta de que tenía un trasero muy bonito. La acompañé
hasta la tienda de licores más próxima. Le dijo al encargado lo que quería: dos botellas de
whisky Grandad, un paquete de seis cervezas, dos paquetes de cigarrillos, patatas fritas,

frutos secos, alka-seltzer y un cigarro. El encargado lo apuntó todo.
—Cárguelo a la cuenta —dijo— de Wilbur Oxnard.
—Espere —dijo él—, tendré que llamar por teléfono.
El encargado marcó un número y cruzó unas palabras con alguien. Luego colgó.

—Conforme —dijo. La ayudé con las bolsas y salimos a la calle.
—¿Adonde vamos con esta mercancía? —pregunté.
—A tu casa. ¿Tienes coche?
La llevé hasta mi coche. Me lo había comprado en una subasta por treinta y cinco
dólares. Tenía los amortiguadores rotos y al radiador se le salía el agua, pero andaba.

Llegamos a mi apartamento y metí todo el material en la nevera. Serví dos bebidas, las saqué a la sala, me senté y encendí mi puro. Ella se sentó en el sofá, enfrente mío, con las piernas cruzadas. Llevaba puestos unos pendientes verdes.
—Irresistible —dijo ella.
—¿Qué?
—¡Te crees irresistible, te crees que eres el mismo demonio!
—No.
—Sí, te lo crees. Lo puedo ver por el modo como actúas. Me sigues gustando, de todos

modos. Me gustaste desde el primer momento.
—Súbete un poco el vestido.
—¿Te gustan mis piernas?
—Sí. Súbete un poco el vestido.
Ella lo hizo.
—¡Oh, Jesús, ahora un poco más arriba, aún más arriba!

—Oye, ¿no serás alguna especie de maniático, no? Hay un tío que les hace cabronadas a las chicas. Las recoge, luego las lleva a su casa, las desnuda y luego las raja todo el cuerpo con una navajita.
—No soy yo.

—Luego hay tíos que se te folian y luego te descuartizan. Más tarde encuentran parte de tu culo en un desagüe en Playa del Rey y tu teta izquierda en un cubo de basura en algún callejón.
—Hace años que dejé de hacer esas cosas. Súbete un poco más la falda.

Se subió más la falda. Era como el comienzo de la vida y de la risa, era el significado verdadero del sol. Me levanté y fui a sentarme en el sofá junto a ella, la besé, luego volví a levantarme, serví dos bebidas más y puse la radio en la KFAC* Cogimos el principio de algo de Debussy.
—¿Te gusta este tipo de música? —dijo ella.

En un momento durante la noche, mientras conversábamos, me caí del sofá. Me quedé
tumbado en el suelo, contemplando aquellas piernas celestiales.
—Nena —le dije—, soy un genio, pero nadie más que yo lo sabe.
Ella me miró desde arriba.
—Levántate del suelo, condenado idiota, y sírveme un trago.

Le puse una bebida y me senté a su lado. Realmente me sentía un poco idiota. Más tarde nos fuimos a la cama. Apagamos las luces y yo me puse encima de ella. Di dos o tres caderazos, entonces me paré.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—¿Y eso qué coño importa? —me contestó.

ENLACE " CAPITULO 32 "

No hay comentarios: