domingo, 28 de julio de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 38

Todos nos desdoblábamos a la vez en mozos de carga y en chupatintas de almacén. Cada uno rellenaba y facturaba sus propias órdenes. El encargado sólo se ocupaba de descubrir errores. Y como cada uno era responsable de sus encargos de principio a fin, no había manera de escurrir el bulto. Tres o cuatro meteduras de pata en los repartos y estabas despedido.

Vagabundos e indolentes, todos los que allí trabajábamos sabíamos que teníamos los días contados. Así que andábamos relajados y aguardábamos a que descubriesen lo ineptos que éramos. Mientras tanto, vivíamos integrados en tal sistema, les dábamos unas pocas horas de honestidad y bebíamos juntos por las noches.

Eramos tres. Uno, yo. Y un tío que se llamaba Héctor Gonzalves, alto, con los hombros caídos, plácido. Tenía una adorable esposa mejicana que vivía con él en una gran cama doble por arriba de Hill Street. Yo lo sabía porque una noche había estado allí con él bebiendo cer- veza y luego había acojonado a su mujer. Héctor y yo habíamos llegado después de una noche de borrachera en diversos bares y yo la saqué de un tirón de la cama y la besé delante de Héctor. Me figuré que llegado el caso podría noquearle. Todo lo que tenía que hacer era mantener un ojo alerta por si sacaba la navaja. Finalmente, me disculpé por ser tan gilipollas.
No pude culparla por no mostrarse muy amigable conmigo. Nunca volví allí.

El tercero era Alabam, un ladronzuelo de poca monta. Robaba espejos retrovisores, tornillos y tuercas, destornilladores, bombillas, reflectores, bocinas, baterías. Robaba bragas de mujer y sábanas de los tenderos, alfombras de los recibidores, felpudos de los portales. Se iba a los supermercados y compraba un saco de patatas, pero en el fondo del saco iban filetes, jamón, latas de anchoas, etc. Se hacía llamar George Fellows. George tenía una desagradable costumbre: bebía conmigo, y cuando yo estaba completamente pasado y ya casi indefenso, me atacaba. Quería a toda costa azotarme en el culo, pero era un tío enclenque y cobarde como una hiena. Yo siempre me las arreglaba para levantarme lo suficiente para pegarle una en el vientre y otra en la sien, que le mandaban tropezando y cayéndose hasta el final de las escaleras, dejando normalmente por el camino objetos robados que se le caían del bolsillo —mi bayeta, un abrelatas, un despertador, mi pluma, un frasco de pimienta, o quizás un par de tijeras.

El encargado del almacén de bicicletas, el señor Han-sen, era un hombre de cara colorada, sombrío, con la lengua verde de chupar caramelos de menta para quitarse el aliento a whisky. Un día me llamó a su oficina.
—Oye, Henry, esos dos tipos son bastante imbéciles ¿no?
—A mí me caen bien.
—Pero, quiero decir que, Héctor especialmente... realmente es un imbécil. Oh,
entiéndeme, está bien, pero quiero decir que, bueno, ¿crees que es capaz de hacer algo de

provecho?
—Héctor está bien, señor.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto.
—Y ese Alabam, tiene ojos de comadreja. Probablemente nos roba seis docenas de

pedales de bicicleta cada mes ¿no crees?
—Yo no lo creo así, señor. Yo nunca le he visto llevarse nada.
—Chinaski...
—¿Sí, señor?
—Te voy a aumentar el sueldo diez dólares a la semana.
—Gracias, señor. —Nos dimos la mano. Fue entonces cuando me di cuenta de que él y
Alabam estaban compinchados y birlaban material del almacén.

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