—¿Qué coño ha sido eso? —le pregunté a Jan.
Salí de la cama. Dormía en calzoncillos. Los calzoncillos estaban muy manchados —los limpiaba con periódicos que mojábamos y reblandecíamos con las manos—, pero generalmente no podía quitar las manchas. También estaban hechos jirones, y tenían quemaduras de cigarrillos.
Fui hasta la puerta y la abrí. Había una humareda muy espesa en el vestíbulo. Y bomberos con grandes cascos de metal con números pintados delante. Bomberos arrastrando largas mangueras de gruesa lona. Bomberos vestidos de amianto. Bomberos con hachas. El ruido y la confusión eran increíbles. Cerré la puerta.
—¿Qué pasa? —me preguntó Jan adormilada.
—Son los bomberos.
—Ah —dijo ella. Volvió a taparse con las mantas y se dio la vuelta. Yo me metí a su
lado en la cama y me dormí.
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