sábado, 14 de septiembre de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 50

Tenía mis ganancias y el dinero de las apuestas, no tenía nada que hacer salvo quedarme por. ahí tumbado y vaguear, y a Jan eso le gustaba. Pasadas dos semanas tenía ya el seguro de paro y nos relajábamos y follábamos y nos recorríamos los bares y todas las semanas bajaba al Departamento de Desempleo del Estado de California y guardaba cola y recibía mi hermoso taloncito. Sólo tenía que responder a tres preguntas :

—¿Está usted capacitado para trabajar?
—¿Desea trabajar?
—¿Aceptaría un empleo?
—¡Sí! ¡Sí! ¡SI! —contestaba siempre.

Tenía que darles también una lista de tres compañías en las que hubiera intentado conseguir trabajo durante la semana. Yo cogía los nombres y las direcciones de la guía telefónica. Siempre me sorprendía cuando alguno de los solicitantes respondía «No» a cualquiera de las tres preguntas. Sus cheques eran inmediatamente anulados y se les conducía a otro despacho donde consejeros especialmente entrenados les ayudaban a encauzar sus pasos por el camino correcto.

Pero a pesar de los cheques del paro y el respaldo del dinero del hipódromo, mi capital empezó a desvanecerse. Tanto Jan como yo éramos totalmente irresponsables cuando bebíamos duro y todos nuestros problemas empezaron con las multas. Cada dos por tres estaba bajando a la cárcel de mujeres de Lincoln Heights para sacar a Jan. Bajaba en el ascensor acompañada por una de las tremendas matronas guardianas, casi siempre con un ojo morado o un labio roto y muy a menudo una dosis de ladillas, cortesía de algún maníaco que se hubiese encontrado en un bar o en cualquier otro sitio. Entonces venía el dinero de la fianza y los costes del juicio, además de una obligación impartida por el juez de asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos durante seis meses. Yo también me llevé mi tanda de condenas, fianzas y gastos de juicio. Jan me sacaba de la cárcel acusado de una variedad de cargos que iban desde intento de violación hasta asalto y desde exhibición indecente a escándalo público —perturbar la paz era también uno de mis cargos favoritos. La mayoría de estas acusaciones no nos suponían tener que pasar ninguna temporada en la cárcel —mientras las fianzas fuesen pagadas—, pero era un gasto continuo y considerable. Me acuerdo de una noche en la que se nos quedó el coche repentinamente parado justo a la puerta del parque Mac Arthur. Miré por el retrovisor y dije:
—Muy bien, Jan, estamos de suerte. Un coche viene justo detrás nuestro y nos va a

empujar. Menos mal que siempre hay algún alma caritativa en esta mierda de mundo.
Entonces volví a mirar:
—¡Agárrate el CULO, Jan, nos va a pegar un TRASTAZO!

El hijo de puta no había reducido en ningún momento la velocidad y nos pegó de lleno por detrás, de tal modo que el asiento delantero nos lanzó contra el parabrisas. Salí del coche y le pregunté al tío si había aprendido a conducir en la China. También me cagué en toda su familia. Vino la policía y me preguntó si no me importaba soplar un poco en su globito.

—No lo hagas —me dijo Jan, pero yo pasé de escucharla. De algún modo, tenía la convicción de que, como el tío había tenido la culpa dándonos el golpe, yo no podía estar intoxicado. Lo último que recuerdo es cómo me metían en el coche patrulla mientras Jan se quedaba allí junto a nuestro coche avenado con el asiento delantero caído hacia delante. Incidentes como este —que no paraban, uno tras otro— nos costaron mucho dinero. Y poco a poco nuestras vidas iban derrumbándose por separado.

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