viernes, 20 de septiembre de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 52

Me desperté bañado en sudor. La pierna de Jan estaba encima de mi tripa. La aparté.
Entonces me levanté y fui al baño. Tenía diarrea.
Pensé, bueno, sigo vivo y estoy aquí sentado y nadie me está jodiendo.
Entonces me levanté y me limpié, eché un vistazo a mi obra; vaya un plato, pensé, qué
adorable y poderosa peste. Entonces vomité y tiré de la cadena. Estaba muy pálido. Un escalofrío me convulsionó todo el cuerpo, como una sacudida; luego me vino una andanada de calor, me ardían el cuello y las orejas, se me puso la cara roja. Me sentí mareado y cerré los ojos, sujetándome al lavabo con ambas manos. Se me pasó.

Salí y me senté al borde de la cama, liando un cigarrillo. No me había limpiado muy bien. Cuando me levanté a buscar una cerveza había una húmeda mancha marrón en la colcha. Entré en el baño y me volví a limpiar. Luego me senté en la cama con mi cerveza y esperé a que Jan se despertase.

En el patio de la escuela había aprendido por primera vez que era un idiota. Era objeto de burlas y bromas y me tomaban el pelo como a los otros dos idiotas del colegio. Mi única ventaja frente a los otros dos, a quienes golpeaban y perseguían en jauría, consistía en que yo era bastante bestia. Cuando me acosaban no me acojonaba. Nunca me atacaron y al final se

iban a por alguno de los otros y le daban de hostias mientras yo observaba.
Jan se movió, entonces se despertó y me miró.
—Estás despierto.
—Sí.
—Ayer fue un infierno de noche.
—¿La noche? Mierda, es lo que ocurrió durante el día lo que me preocupa.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir.
Jan se levantó y entró en el baño. Yo le serví un opor-to con hielo y lo dejé en la

mesilla de noche.
Ella volvió, se sentó y cogió la bebida.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.
—Estoy aquí, después de haber matado a un tío y me preguntas cómo me encuentro.
—¿Qué tío?
—Acuérdate. No estabas tan borracha. Estábamos en Los Alamitos, arrojé al viejo por
el hueco del asiento. Tu aspirante a amante con los ojos azules con 60.000 dólares al año.
—Estás loco.
—Jan, estás alcoholizada, no te enteras de nada. Yo también lo estoy, pero tú estás

peor que yo.
—Ayer no estuvimos en Los Alamitos. Tú odias las carreras de cuarto de milla.
—Recuerdo incluso los nombres de los caballos a los que aposté.
—Ayer nos pasamos todo el día aquí metidos. Me estuviste hablando de tus padres.

Tus padres te odiaban. ¿No es cierto?
—Sí.
—Así que ahora estás un poco tarumba. Por la falta de amor. Todo el mundo necesita
amor. Forma parte de uno mismo.
—La gente no necesita amor, lo que necesita es triunfar en una cosa o en otra. Puede

ser en el amor, pero no es imprescindible.
—La Biblia dice: «Ama a tu prójimo».
—Eso puede querer decir que le dejes en paz. Voy a salir a comprar un periódico.
Jan bostezó y sacó sus tetas. Eran de un interesante color oro tostado —como un
bronceado algo sucio.
—Trae una botellita de whisky, ya que sales.

Me vestí y bajé por la colina hasta la Tercera calle. Había un drugstore al final de la colina y un bar al lado. El sol se alzaba débil, algunos coches iban hacia el este y otros hacia el oeste. Se me ocurrió que si todo el mundo condujese en la misma dirección, todos los problemas se arreglarían.
Compré un periódico. Me puse a pasar las páginas y a leerlo por encima. No se
mencionaba para nada la muerte de un apostador de caballos en Los Alamitos. Por supuesto, había ocurrido en el Condado de Orange. Tal vez en el Condado de Los Angeles sólo se
mencionaban los crímenes locales.
Compré media pinta de Grand Dad en la tienda de licores y subí la colina andando.
Doblé el periódico bajo el brazo y abrí la puerta del apartamento. Le lancé la botella a Jan.
—Hielo, agua y una buena dosis para cada uno. Estoy volviéndome loco.

Jan entró en la cocina a preparar las bebidas y yo me senté en un sillón. Abrí el periódico y miré los resultados de las carreras en Los Alamitos. Leí el resultado de la quinta carrera: Three-Eyed Pete estaba a 9 a 2 y había perdido por media cabeza ante el segundo

favorito.
Cuando Jan trajo mi bebida, me la eché de un trago al coleto.
—Te puedes quedar con el coche —dije—, y la mitad del dinero que tengo es tuyo.
—¿Hay otra mujer, no?
—No.
Puse todo el dinero junto y lo extendí sobre la mesa de la cocina. Había 312 dólares y

algo de cambio. Le di a Jan las llaves del coche y 150 dólares.
—¿Es Mitzi, no?
—No.
—Ya no me quieres.
—¿Vas a acabar con todas esas gilipolleces?
—¿Te has cansado de follar conmigo, no?
—Sólo llévame hasta la estación de la Greyhound. ¿Te importa?
Se metió en el baño y comenzó a arreglarse. Estaba dolida.
—Todo se ha acabado entre nosotros. Ya no es como al principio.
Me serví otro trago y no respondí. Jan salió del baño y me miró.
—Hank, quédate conmigo.
—No.
Volvió a entrar y no dijo palabra. Saqué mi maleta y comencé a meter mis escasas
posesiones en ella. Cogí el reloj. Jan no lo iba a necesitar.

Me dejó en la terminal de autobuses Greyhound. Apenas me dio tiempo a sacar la maleta y ya se había ido. Entré y compré un billete. Luego di una vuelta por la estación y me senté en los incómodos bancos junto a los demás pasajeros. Estábamos allí todos sentados, contemplándonos unos a otros y contemplando el vacío. Mascábamos chicle, bebíamos café, entrábamos en los retretes, orinábamos, nos dormíamos. Nos sentábamos en los duros bancos de espera y fumábamos cigarrillos que no queríamos fumar. Observábamos a los demás y no nos gustaba lo que veíamos. Mirábamos las cosas de los mostradores y de las máquinas expendedoras: patatas fritas, revistas, cacahuetes, bestsellers, goma de mascar, pastillas para el aliento, dulces de regaliz, silbatos de juguete.

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