SE ALQUILAN HABITACIONES. Subí y llamé al timbre. En estos casos, uno
siempre coloca la maleta fuera de la vista de la persona que va a abrir la puerta.
—Busco una habitación. ¿Cuánto cuesta?
—Seis dólares y medio a la semana.
—¿Puedo verla?
—Claro.
Entré y subí las escaleras detrás de ella. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero su culo se movía graciosamente. He seguido a tantas mujeres de este modo por las escaleras, siempre pensando que si una agradable dama como ésta se ofreciera a cuidar de mí y alimentarme con guisos calientes y sabrosos y limpiarme los calcetines y los calzoncillos,
aceptaría al instante.
Abrió la puerta y miré dentro.
—Muy bien —dije—, está muy bien.
—¿Tiene usted algún trabajo?
—Trabajo propio.
—¿Puedo preguntarle qué hace?
—Soy escritor.
—¿Oh, ha escrito usted libros?
—Oh, todavía no estoy preparado para una novela. Sólo escribo artículos,
colaboraciones para revistas. No muy buenas, pero me voy ganando la vida.
—Está bien. Le daré la llave y le haré la ficha.
La seguí escaleras abajo. El culo no se movía tan garbosamente bajando las escaleras
como subiéndolas. Le miré la nuca y me imaginé besándola detrás de las orejas.
—Yo soy la señora Adams —dijo—. ¿Cómo se llama usted?
—Henry Chinaski.
Mientras me hacía la ficha, oí un sonido como si alguien estuviera aserrando madera proveniente de detrás de la puerta que estaba a nuestra izquierda —las serradas eran interrumpidas por fuertes bocanadas para coger aire. Cada respiración parecía ser la última, pero finalmente acababa por dar paso dolorosamente a otra nueva.
—Mi marido está enfermo —dijo la señora Adams mientras me entregaba el recibo y la llave sonriendo. Sus ojos eran de un adorable color avellana y brillaban. Me di la vuelta y subí las escaleras.
Cuando entré en mi habitación me acordé de que había dejado abajo la maleta. Bajé a recogerla. Cuando pasé junto a la puerta del señor Adams, los sonidos respiratorios eran mucho más fuertes. Subí la maleta, la tiré encima de la cama y volví a bajar las escaleras hasta la calle. Encontré un amplio bulevar yendo hacia el norte, entré en una tienda de comestibles y compré un tarro de mantequilla de cacahuete y una barra de pan. Tenía una navajita y con ella podría arreglármelas para extender la mantequilla sobre el pan y de este modo comer algo.
Cuando volví a la pensión me quedé un minuto en el vestíbulo y escuché al señor Adams y pensé, eso es la muerte. Luego subí a mi habitación y abrí la tarrina de mantequilla de cacahuete, y mientras escuchaba los sonidos moribundos del piso de abajo metí los dedos en ella. La comí directamente con los dedos. Estaba de puta madre. Luego abrí el pan. Estaba verde y correoso y tenía un agrio olor a moho. ¿Cómo podían vender pan así? ¿Qué clase de sitio era Florida? Tiré el pan al suelo, me desvestí, apagué la luz, me eché las mantas encima y me quedé allí tumbado en la oscuridad, escuchando.
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