Dijeron mi nombre en voz alta. El empleado tenía una ficha delante suyo, la que yo había rellenado al entrar. Había elaborado mi curriculum de trabajo de un modo creativo. Así lo hacen los verdaderos profesionales: dejas fuera los trabajos de poca monta y describes floridamente los mejores, pasando también de cualquier mención a esos períodos en blanco de cuando estuviste alcoholizado seis meses seguidos y liado con alguna mujer recién salida del manicomio o de un mal matrimonio. Por supuesto, como todos mis trabajos previos eran
de poca monta, dejaba fuera sólo los más miserables.
El empleado recorrió con su dedo el pequeño fichero. Sacó una ficha afuera.
—Ah, aquí hay un trabajo para usted.
-¿Sí?
Levantó la mirada:
—Empleado de sanidad —dijo.
—¿Qué?
—Basurero.
—No lo quiero.
Me estremecí al pensar en toda la basura, las resacas de madrugada, los negrazos riéndose de mí, el peso imposible de los cubos y yo triturando mis tripas junto a las mondas de naranja, posos de café, cenizas mojadas de cigarrillos, cáscaras de plátano y tampax usados.
—¿Qué ocurre? ¿No es lo bastante bueno para usted? Son 40 horas y seguridad social.
Seguridad social de por vida.
—Quédese usted con ese trabajo y yo me quedaré con el suyo.
Silencio.
—Yo me he preparado para este trabajo.
—¿Ah, sí? Yo me pasé dos años en la Universidad ¿Es esto un requisito para recoger
basura?
—Bueno, ¿qué clase de trabajo desea?
—Simplemente siga sacando fichas.
Rebuscó entre sus fichas, luego me miró.
—No tenemos nada para usted.
Selló una libretita que me habían dado y me la volvió a entregar.
—Venga a vernos dentro de siete días para nuevas posibilidades de empleo.
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