domingo, 6 de octubre de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 56

Encontré un trabajo a través de un anuncio en el periódico. Fui contratado por un
almacén de ropa, pero no en Miami, sino en Miami Beach, y cada mañana tenía que arrastrar mi resaca cruzando el canal. El autobús pasaba por una vía de cemento muy estrecha que sobresalía del agua, sin vallas a los lados, sin ninguna precaución, sin nada de nada; era lo único que había. El conductor se echaba hacia atrás y pisaba el acelerador y pasábamos rugiendo a toda mecha por la estrecha línea de cemento, rodeados por el agua aguardando a que cayésemos para engullirnos, y la gente que iba en el autobús, las veinticinco o cuarenta o cincuenta y dos personas confiaban en él, pero yo jamás lo hice. A veces cambiaba el con- ductor y yo pensaba, ¿cómo seleccionarán a estos hijos de puta? Hay agua profunda a ambos lados del camino y con un mínimo error al volante nos puede matar a todos. Era ridículo. ¿Supongamos que había tenido una violenta discusión con su mujer aquella mañana? ¿O que tenía cáncer? ¿0 visiones de Dios? ¿Dolor de muelas? Cualquier cosa. Podía hacerlo. Acabar con todos nosotros. Sabía que si yo condujese consideraría seriamente la posibilidad, el poder hundir en el agua a toda la pandilla de imbéciles. Y a veces, después de hacer tales consideraciones, la posibilidad se vuelve realidad en un impulso irrepri-mido. Por cada Juana de Arco hay un Hitler colgando al otro lado de la balanza. La vieja historia del Bien y del Mal. Pero ningún conductor nos arrojó nunca al canal. Estaban muy ocupados pensando en las letras del coche, resultados de béisbol, cortes de pelo, vacaciones, lavativas y visitas familiares. No había un hombre de verdad en todo el maldito estercolero. Llegaba siempre al trabajo enfermo, pero a salvo. Lo que demuestra por qué Schu-mann era más regulativo que Shostakovich...

Fui contratado como bolero extra, según lo llamaban. El bolero extra era el hombre para todo sin ninguna labor específica. Se suponía que debía saber qué hacer gracias a una especie de profundo e infalible sexto sentido. Instintivamente se suponía que uno tenía que saber lo necesario para que las cosas marchasen mejor, mantuviesen próspera a la compañía, a la Madre, y conocer todas las pequeñas necesidades de la empresa, que eran irracionales, continuas e insignificantes.

Un buen bolero no debía tener rostro, ni sexo; debía tener espíritu de sacrificio, siempre aguardando firme junto a la puerta por las mañanas cuando el primer hombre viniese a abrirla. En seguida se pondría a regar la acera saludando a cada obrero por su nombre al llegar, con la más radiante de las sonrisas y las maneras más corteses. Siempre alegre y simpático. Eso le hacía a todo el mundo sentirse mejor antes de comenzar la sangría laboral. Tenía que vigilar que hubiese papel higiénico en todos los retretes, especialmente en el de señoras. Que las papeleras nunca rebosasen. Que no se almacenase mugre en las ventanas. Que las pequeñas reparaciones en escritorios y sillas fuesen prontamente realizadas. Que las puertas se abriesen con facilidad. Que los relojes estuviesen en hora. Que las alfombras estuviesen limpias. Que mujeres fuertes y bien alimentadas no acarreasen pequeños paquetes...

Yo no era muy bueno. Mi idea era la de vagar por ahí sin hacer nada, esquivando siempre al patrón y evitando a los lameculos que podían chivarse al patrón. No era muy listo. Cosa de instinto, más que nada. Siempre que empezaba en un trabajo, tenía la sensación de que pronto lo dejaría o me despedirían, y esto me hacía comportar con una relajación que era considerada, erróneamente, como astucia o alguna especie de poder secreto.

Era un almacén de ropa completamente autosuficiente, autoabastecido, una fábrica combinada con un negocio de venta al por menor. La sala de exhibición, los vestidos y los vendedores estaban en la planta baja, la factoría estaba en el piso de arriba. La fábrica era una maraña de tejidos e hilos, por donde ni siquiera las ratas podían circular, con largas filas de máquinas de coser y hombres y mujeres sentados trabajando bajo bombillas de treinta vatios, bizqueando, dándole a los pedales, pasando agujas, sin hablar ni levantar jamás la vista, doblados hacia adelante y silenciosos, haciéndolo.
En una ocasión, uno de mis trabajos en Nueva York había consistido en llevar tejidos
de la fábrica a factorías de costura como ésta. Yo arrastraba mi carretilla por la ajetreada calle, empujándola a través del tráfico y me metía luego por un callejón detrás de un edificio mugriento. Había un sombrío ascensor y yo tenía que tirar de unas cuerdas conectadas a unas poleas de madera. Una cuerda era para subir y otra para bajar. No había luz y mientras el ascensor subía lentamente yo miraba en la oscuridad buscando los números pintados con tiza blanca en la pared por alguna mano olvidada —3, 7, 9. Llegaba a mi piso, tiraba de otra cuerda y usando toda mi fuerza abría con lentitud una vieja y pesada puerta metálica, apareciendo ante mi vista filas y filas de viejas señoras judías inclinadas sobre sus máquinas de coser, trabajando con las pilas de tejidos; la costurera número uno en la máquina 1, inclinada sobre ella, manteniendo su sitio; la empleada número dos en la máquina 2, lista para reemplazar a la otra si fuese necesario. Nunca levantaban la vista ni daban la menor muestra de reparar en mí cuando entraba.

En esta fábrica-almacén de Miami Beach no hacían falta los pedidos. Todo estaba a mano. El primer día anduve entre las filas de máquinas de coser mirando a la gente. Al revés que en Nueva York, la mayoría de trabajadores eran negros. Me acerqué a un negro muy pequeño, casi enano, que tenía una cara más agradable que los demás. Estaba dándole muy concentrado a una aguja. Yo llevaba una botella de media pinta en el bolsillo.
—Vaya trabajo jodido que tienes. ¿Quieres un trago?
—Claro —dijo él. Se pegó un buen trago. Luego me devolvió la botella. Me ofreció un

cigarrillo.
—¿Nuevo en la ciudad?
—Sí.
—¿De dónde eres?
—De Los Angeles.
—¿Estrella de cine?
—Sí, de vacaciones.
—No deberías estar hablando con un costurero.
—Ya lo sé.

Se quedó en silencio. Parecía un monito, un viejo y cómico mono. Para los chicos de la planta baja, era un mono. Me pegué un trago. Me sentía bien. Los observé a todos mientras trabajaban bajo sus bombillas de treinta vatios, con sus manos moviéndose veloz y delicada- mente.
—Me llamo Henry —dije.
—Brad —contestó.
—Oye, Brad, me deprime de la hostia veros trabajar a todos. ¿No os gustaría, tíos y

tías, que os cantara una canción?
—No lo hagas.
—Tenéis un trabajo aquí de lo más repugnante. ¿Por qué lo hacéis?
—Mierda, no hay más remedio.
—El Señor nos dijo que sí lo hay.
—¿Crees tú en el Señor?
—No.
—¿En qué crees?
—En nada.
—Pues igual que nosotros.
Hablé con algún otro. Los hombres eran poco comunicativos, algunas mujeres se
rieron con mis palabras.
—Soy un espía —dije, riéndome también—, soy un espía de la compañía. Os estoy
vigilando a todos.
Me aticé otro trago. Luego canté mi canción favorita: Mi corazón es un vagabundo.
Ellos siguieron trabajando. Nadie me miró. Cuando acabé, seguían trabajando. Hubo un rato de silencio. Luego se oyó una voz:
—Mira, blanquito, no vengas a machacarnos más los huevos.
Decidí irme a regar la acera de la entrada.

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