El primer día que pasé allí, por la tarde, escuché un fuerte estruendo de cristales rotos detrás mío, cerca de la línea de ensamblado. Las viejas repisas de madera que sostenían los tubos de neón acabados estaban soltándose de la pared y todo se iba cayendo al suelo —el metal y el vidrio chocaban contra el suelo de cemento, rompiéndose en mil pedazos, un repiqueteo terrible. Todos los trabajadores de la línea de ensamblado salieron despavoridos hacia el otro extremo del edificio. Luego se hizo el silencio. El patrón, Mannie Feldman, salió de su oficina.
—¿Qué cojones está pasando aquí?
Nadie respondió.
—¡Muy bien, parad de ensamblar! ¡Que todo el mundo coja CLAVOS Y MARTILLO
y vuelva a poner esas jo-didas repisas ahí arriba!
Feldman volvió a entrar en su oficina. Yo no tenía otra cosa que hacer más que entrar y ayudarles. Ninguno de nosotros era carpintero. Nos tomó toda la tarde y parte de la mañana siguiente el volver a clavar las repisas en la pared. Cuando acabamos, Feldman salió de su oficina.
—¿Así que por fin lo hicisteis? Muy bien, escuchadme ahora... Quiero que los 939 sean apilados en lo más alto, los 820 en la siguiente repisa, y las lamparillas y el cristal en las repisas más bajas. ¿Entendéis? ¿Lo ha entendido todo el mundo?
No hubo la menor respuesta. Los del tipo 939 eran los tubos más pesados —más pesados que una madre— y el tío los quería arriba del todo. Era el jefe. Nos pusimos a ello. Los apilamos allí en lo alto, con todo su peso, y apilamos el material ligero en las repisas inferiores. Luego volvimos al trabajo. Las repisas aguantaron durante el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente empezamos a oír crujidos. Las repisas estaban comenzando a ceder. Los trabajadores de la línea de ensamblaje se fueron apartando, sonrientes. Diez minutos antes del descanso para el café, todo se vino de nuevo abajo. El señor Feldman salió corriendo de su oficina.
—¿Qué cojones está ocurriendo aquí? .
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