domingo, 10 de noviembre de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 65

El nombre completo del superintendente era Herman Barnes. La noche siguiente
Herman me esperaba junto al reloj registrador y yo fiché.
—Sígame —me dijo.
Me llevó a una habitación apenas iluminada y me presentó a Jacob Christensen, que
iba a ser mi inmediato supervisor. Barnes se fue.

La mayoría de la gente que trabajaba en las oficinas del Times por la noche era vieja, encogida y derrotada. Todos pasaban por ahí caminando cabizbajos como si estuviesen vigilando sus pies. Me dieron un mono de trabajo como el de los viejos.
—Bueno —dijo Jacob—, coge tu equipo.

Mi equipo consistía en un carrito metálico dividido en dos compartimentos. En una mitad había dos fregonas, algunos trapos y una gran caja de jabón. La otra mitad contenía una variedad de botellas de colores y botes y cajas con diversos productos de limpieza y más trapos. Era evidente que me iba a encargar de la limpieza nocturna. Bueno, ya había fregado una vez oficinas en San Francisco. Te llevabas una botella de vino contigo, trabajabas como un condenado hasta que veías que todo el mundo se había ido, y entonces te sentabas a mirar por las ventanas, bebiendo vino y aguardando a que amaneciera.
Uno de los viejos encargados de la limpieza se acercó hasta pegarse a mi lado y me
gritó en la oreja:

—¡Estos tíos son tontos del culo, tontos del culo! ¡No tienen INTELIGENCIA! ¡No saben cómo pensar! ¡Le tienen miedo a la mente! ¡Están enfermos! ¡Son unos cobardes! ¡No son hombres que piensan, como tú y como yo!

Sus gritos podían oírse en todo el edificio. Parecía tener unos sesenta y tantos. Los otros eran más viejos, la mayoría de ellos aparentaban setenta o más; alrededor de un tercio eran mujeres, todos parecían acostumbrados a las extravagancias del viejo. Nade parecía ofendido.
—¡Me ponen enfermo! —gritaba él—. ¡No tienen huevos! ¡Míralos! ¡Son
conglomerados de mierda!
—Bueno, Hugh —dijo Jacob—, sube con tus aperos al piso de arriba y empieza a
trabajar.
—¡Te voy a romper la cara, a ti, hijo puta! —le gritó al supervisor—. ¡Te voy a despachurrar los cojones!
—A trabajar, Hugh.
Hugh se alejó enfurecido empujando su carrito, casi arrollando a una de las viejas.
—Es su manera de ser —me dijo Jacob—, pero es el mejor hombre de la limpieza
que jamás hemos tenido.
—Me parece muy bien —dije yo—, me gustan los sitios con acción.

Mientras yo iba empujando mi carrito, Jacob me iba explicando mis deberes. Yo era responsable de dos pisos. La parte más importante eran los servicios. Los servicios eran siempre lo primero. Fregar los lavabos, los retretes, vaciar las papeleras, limpiar los espejos, cambiar las toallas, llenar los recipientes de jabón, usar con profusión el ambientador perfumado y asegurarse de que hubiera suficiente papel higiénico y cubiertas de papel en los retretes. ¡Y no olvidarse de poner toallitas sanitarias en el lavabo de señoras! Después de esto, vaciar las papeleras de las oiicinas y quitar el polvo de los escritorios. Luego coger aquella máquina de allí y darle cera a los corredores, y luego de acabar con esto...
—Sí, señor —iba diciendo yo.

Los retretes de señoras, como de costumbre, eran los peores. Muchas de las mujeres, por lo visto, simplemente dejaban caer las toallitas usadas al suelo, y la vista de éstas, aunque familiar, era siempre perturbadora, sobre todo con resaca. Los retretes de hombres estaban de algún modo más limpios, porque los hombres no usaban toallitas higiénicas. Por lo menos, mientras trabajaba estaba solo. No era muy buen limpiawáteres; a menudo un mechón de pelo, una colilla de cigarrillo, se quedaban en una esquina llamando la atención. Yo no los quitaba. Era, sin embargo, muy concienzudo con el papel de water y las cubiertas de las tazas: para mí eran algo comprensible. No hay nada peor que finalizar una buena cagada, ir a mirar y encontrarse con que no queda nada de papel. Hasta el más despreciable ser humano de la tierra necesita limpiarse el culo. Algunas veces me he encontrado con que no hay papel de water y luego cuando he ido a buscar la cubierta de papel de la taza tampoco la he encontrado. Te levantas y miras hacia abajo y ves la mierda flotando en el agua. Después de eso tienes pocas alternativas. La que encuentro más satisfactoria es limpiarte el culo con los calzoncillos, echarlos ahí junto a la mierda, tirar de la cadena y cerrar el retrete.
Acabé con los servicios de señoras y con los de hom-

bres, vacié las papeleras y quité el polvo de unos cuantos escritorios. Luego volví al retrete de señoras. Tenían allí sofás y sillas y un despertador. Me quedaban cuatro horas de trabajo. Puse la alarma para que sonara treinta minutos antes de la hora de salida. Me tumbé en uno de los sofás y me puse a dormir.
Me despertó la alarma. Me estiré, me eché agua fría en la cara y bajé al cuarto trastero
con mis aperos. El viejo Hugh se me acercó.

—Bienvenido al país de los gilipollas —me dijo, esta vez más calmado. No contesté. Afuera estaba a oscuras y sólo faltaban diez minutos para la hora de salida. Nos quitamos nuestros monos y me fijé que, en la mayoría de los casos, nuestros trajes de calle eran tan fúnebres y tristes como nuestra ropa de trabajo. Hablábamos muy poco, apenas unos

murmullos. A mí no me molestaba el silencio. Era relajante.
Entonces Hugh se me pegó a la oreja:
—¡Mira a esos peleles! —me gritó—. ¡Sólo echa una ojeada a esos peleles!
Me aparté de él, yéndome al otro lado de la habitación.
—¿Tú eres uno de ellos? —me gritó—. ¿También tú eres un gilipollas?
—Sí, noble señor.
—¿Te gustaría una buena palada en el culo? —volvió a gritarme.
—No hay más que espacio vacío entre nosotros —le dije.
Viejo guerrero como era, Hugh decidió acortar ese espacio y arremetió contra mí,
saltando y tropezando con un sinfín de cubos. Yo me eché a un lado y él pasó volando junto a mí. Se dio la vuelta, volvió a atacarme y me aparro do la garganta con ambas manos. Tenía unos dedos muy largos y fuertes para un hombre de su edad; podía sentir cada uno de ellos clavándose en mi cuello, hasta los pulgares. Hugh olía como un fregadero lleno de platos sin lavar. Traté de desembarazarme de él, pero su presa aún se hizo más fuerte. Sacudidas rojas, azules y amarillas me flashearon en la cabeza. No tenía elección Levanté la rodilla lo más educadamente que pude. Fallé el primer intento, le di de lleno en el segundo. Sus dedos dejaron mi garganta. Hugh cayó al suelo, agarrándose las partes. Vino Jacob.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Me llamó gilipollas, señor, y luego me atacó.
—Mira, Chinaski, este hombre es mi mejor empleado. Es el mejor hombre de la
limpieza que he tenido en quince años. Ten cuidado con él, ¿quieres?
Salí, cogí mi ficha y la saqué del reloj. El cascarrabias de Hugh me miró desde el suelo mientras me iba.
—Le voy a matar a usted, señor mío —me dijo.
Bueno, pensé, por lo menos es educado. Pero eso no consiguió alegrarme.

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