domingo, 24 de noviembre de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 68

Cogí la tarjeta que me dieron en el Departamento Estatal de Empleo y me fui a que me hicieran la entrevista en el trabajo. Estaba a unas pocas manzanas al este de Main Street, un poco más arriba de los aserraderos. Era una compañía que comerciaba con frenos de automóviles. Les enseñé la tarjeta y rellené un impreso de solicitud. Alargué el tiempo de permanencia en mis trabajos anteriores, convirtiendo los días en meses y los meses en años. La mayoría de las compañías no se preocupaban de investigar. Con las empresas que se ocupaban de comprobar los informes de sus empleados, yo tenía poco futuro. Rápidamente se descubría que tenía un récord de antecedentes policiales. La casa de repuestos de frenos no se ocupaba de investigaciones. Cuando llevabas dos o tres semanas en el trabajo, otro problema era que todos los empleados querían que te unieras a su sindicato, pero para entonces, por lo general, ya me habían echado o me había ido.
El tío echó una ojeada a mi impreso y luego se volvió en plan chistoso hacia las dos
mujeres que estaban en la oficina:
—Este tío quiere un trabajo. ¿Creéis que será capaz de quedarse con nosotros?
Algunos trabajos eran increíblemente fáciles de conseguir. Recuerdo un sitio en el que

entré, me senté en una silla y bostece. El tío que estaba detrás del escrito rio me preguntó:
—¿Sí, qué desea usted?
—Mierda —contesté—, creo que necesito un trabajo.
—Contratado.

Otros trabajos, sin embargo, me resultaban imposibles de conseguir. La Compañía de Gas del Sur de California ponía anuncios en los periódicos que prometían altos sueldos, jubilación temprana, etc. No sé cuántas veces me acercé hasta allí y rellené sus impresos de solicitud amarillos ni cuántas me senté en aquellas duras sillas observando las grandes fotos enmarcadas de tuberías y enormes depósitos de gas. Nunca llegué ni por un pelo a ser contratado, y cada vez que veía a un empleado de la compañía me ponía a examinarlo con mucho ahínco, tratando de descubrir qué tenía él que no tuviera yo.

El hombre de los repuestos de frenos me hizo subir por una angosta escalera. Se llamaba George Henley. George me enseñó el cuarto donde yo iba a trabajar, muy pequeño, oscuro, con una sola bombilla y una minúscula ventanilla que daba a un callejón.
—Bueno —me dijo—. ¿Ves esas cajas de cartón? Tienes que meter las zapatas de los
frenos dentro de las cajas, así.
Henley me enseñó cómo.

—Tenemos tres tipos de cajas, cada una impresa de diferente manera. Unas son para nuestras «Zapatas de freno super duraderas», las otras son para nuestras «Su-per zapatas de freno» y las terceras son para nuestras «Zapatas de freno Standard». Las zapatas están aquí al lado apiladas.
—Pero a mí me parecen todas iguales. ¿Cómo las voy a distinguir?

—No hace falta. Todas son el mismo modelo. Sólo tienes que dividirlas en tercios. Y cuando acabes de empaquetar todas las zapatas, baja abajo y te pondré a hacer alguna otra cosa. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Cuando empiezo?
—Empieza ahora mismo. Y no se te ocurra fumar. Aquí arriba, no. Si tienes que fumar,
te bajas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
El señor Henley cerró la puerta. Le oí bajar las escaleras. Abrí la ventanilla y
contemplé el mundo desde allí. Luego me senté, me relajé y fumé un cigarrillo.

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