lunes, 20 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 82

Era otra casa de tubos de luz fluorescente: la Compañía Honeybeam. La mayoría de las cajas eran de metro y medio a dos metros de largas, y pesadas de manejar. La jornada era de diez horas. El procedimiento era bastante simple: ibas a la línea de ensamblaje y cogías los tubos, los llevabas a la parte trasera y los metías en las cajas. La mayoría del personal era mexicano o negro. Los negros se metían conmigo y me acusaban de querer pasarme de listo. Los mexicanos se quedaban detrás observando en silencio. Cada día era una batalla —tanto por mi vida como para conseguir evitar al jefe de empaquetado, Monty. Se pasaban el día buscándome las cosquillas.

—¡Hey, chico, chico! ¡Ven aquíí, chicoo! ¡Chico, quiero hablar contigo!
Era el pequeño Eddie. El pequeño Eddie sabía cómo hacerlo.
Yo no contesté.
— ¡Chico, estoy hablando contigo!
—Eddie, ¿te gustaría tener un gancho de carretilla bien metido en el culo mientras
cantas Old Man River?
—¿Cómo es que tiene todos esos agujeros en la cara, blanquito? ¿Te caíste encima de
una taladradora cuando dormías?
—¿Cómo es que tienes esa cicatriz en el labio? ¿Es que tu novio se ató una navaja en la
polla?Salí fuera a la hora del café y me las tuve que ver con Big Angel. Big Angel me infló a

hostias pero yo le coloqué alguna buena, no me dejé llevar por el pánico y me mantuve firme. Sabía que sólo tenía diez minutos para cebarse conmigo y eso me ayudó a aguantarlo. Lo que más me dolió fue un dedo gordo que me metió en el ojo. Volvimos a entrar al trabajo juntos, jadeando y resoplando.
—No eres gran cosa —dijo él.
—Trata de repetirlo un día que no esté con resaca. Te correré a hostias por todo el

patio.
—Muy bien —dijo—, ven un día fresco y limpito y veremos qué pasa.
Decidí no aparecer nunca por ahí fresco y limpito.
Lo mejoi era cuando la línea de ensamblaje no podía con nuestro ritmo y nos quedábamos esperando. La línea de ensamblaje estaba formada principalmente por joven-citas mexicanas de hermosa piel y ojos oscuros; llevaban pantalones vaqueros ajustados y ajustados suéteres y pendientes llamativos. Eran tan jóvenes y saludables y efi- cientes y relajadas... Eran buenas obreras, y de vez en cuando alguna levantaba la vista y decía algo y entonces había explosiones de risa y miradas de reojo mientras yo miraba como se reían con sus tejanos ajustados y sus suéteres ajustados y pensaba: si una de ellas estuviese en la cama esta noche conmigo, me podría tragar toda esta mierda mucho más fácilmente. Todos pensábamos lo mismo. Y a la vez pensábamos: todas pertenecen a algún otro. Bueno, qué demonios. Qué más daba. En quince años pesarían noventa kilos y serían sus hijas las que harían soñar a obreros desesperados.

Me compré un coche viejo de ocho años y permanecí en el trabajo todo el mes de diciembre. Entonces vino la fiesta de Navidad. Era el 24 de diciembre. Habría bebidas, comida, música, baile. A mí no me gustaban las fiestas. No sabía bailar y la gente me asustaba, especialmente la gente de las fiestas. Trataban de ser sexys y alegres e ingeniosos, y aunque creían que conseguían serlo, no era así. Llegaban a ser todo lo contrario. Sus intentos forzados sólo conseguían empeorarlo.
Así que cuando Jan se inclinó junto a mí y me dijo:
—Que le den por culo a esa fiesta, quédate en casa conmigo. Nos emborracharemos

aquí —no me costó mucho trabajo decidirme.
El día después de Navidad, me hablaron de la fiesta. El pequeño Eddie me dijo:
—Christine lloró porque no apareciste.
—¿Quién?
—Christine, esa chiquita mexicana tan graciosa.
—¿Quién es?
—Trabaja en la última fila, en ensamblaje.
—Corta el rollo.
—Sí. Lloró y lloró. Alguien dibujó un gran retrato tuyo con perilla y todo y lo colgó de
la pared. Debajo escribieron: «¡Dame otro trago!»
—Lo siento, tío, tuve un compromiso.

—No pasa nada. Ella al final dejó de llorar y bailó conmigo. Se puso borracha y empezó a tirar pasteles y se puso aún más borracha y bailó con todos los muchachos negros. Baila de lo más sexy. Al final se fue a casa con Big Angel.
—Big Angel probablemente le metió el dedo gordo en el ojo —dije jo.
La víspera de Año Nuevo, después de la pausa para el almuerzo, Morris me llamó y me

dijo:
—Quiero hablar contigo.
—Muy bien.
—Ven por aquí.
Morris me llevó a un oscuro rincón junto a una pila de cajas de empaquetado.
—Mira, vamos a tener que despedirte.
—Bueno, ¿este es mi último día?
—Sí.
— ¿ ESTÁ listo el cheque?
—No, te lo enviaremos por correo.
—De acuerdo.

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