Ocurrió en mi segunda noche. Empezó lentamente, dos de las chicas comenzaron a cantar: «¡Oh, Henry, oh Henry, qué gran amante eres! ¡Oh, Henry, oh Henry, nos llevas al cielo!». Más y más chicas se fueron uniendo. Al poco rato estaban todas cantando. Yo pensé, está claro que esto va por mí.
El supervisor irrumpió gritando.
—¡Bueno, bueno, chicas, ya es suficiente!
Yo introduje mi pala con calma en el polvo de coco y lo acepté todo...
Llevaba allí dos o tres semanas cuando sonó un timbre durante la última tanda de
pasteles. Se oyó una voz por los altavoces.
—Todos los hombres acudan a la parte posterior del edificio.
Un hombre con traje de ejecutivo se nos aproximó.
—Vengan aquí —dijo.
Llevaba una carpeta con una hoja de papel. Los hombres se agruparon a su alrededor.
Todos estábamos vestidos con nuestros delantales blancos. Yo me quedé al borde del
círculo.
—Estamos entrando en un período de descenso de ventas —dijo el tío—. Lamento decirles que vamos a tener que despedirles a todos hasta que las cosas vuelvan a marchar bien. Ahora, si quieren ponerse en fila delante mío, anotaré sus nombres, números de teléfono y direcciones. Cuando vuelvan a ir bien las cosas, serán los primeros en saberlo.
Los muchachos empezaron a formar una fila, dándose codazos y empujones. Yo ni siquiera intenté acercarme. Contemplé a todos mis colegas dando religiosamente sus nombres y direcciones. Estos, pensé, son los tíos que bailan con tanto garbo en las fiestas. Fui hasta mi arma-rito, colgué mis blancas vestiduras, dejé mi pala apoyada junto a la puerta y me largué.
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