domingo, 1 de agosto de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 5

No vi a Lydia durante un par de días, aunque traté de telefonearla seis o siete veces durante ese período. Entonces llegó el fin de semana. Su ex marido, Gerald, siempre se llevaba a los niños los fines de semana.

Aquel sábado por la mañana me acerqué hasta su casa y llamé a la puerta. Llevaba unos vaqueros ajustados, botas y una blusa naranja. Sus ojos parecían de un marrón más oscuro que nunca y a la luz del sol, al abrirme la puerta, noté un brillo rojizo natural en su pelo castaño. Centelleaba. Me dejó que la besara, cerró la puerta y fuimos hasta mi coche. Decidimos ir a la playa, no a bañarnos porque estábamos en invierno, pero a hacer algo.
Nos pusimos en marcha. Me sentía contento con Lydia en el coche a mi lado.
—Menuda fiesta la tuya —dijo ella—. ¿A eso le llamas una fiesta de revisores?
¡Eso fue una fiesta de jodedores! ¡Eso es lo que fue!

Yo conducía con una mano y con la otra acariciaba su muslo. No podía contenerme. Lydia no parecía darse cuenta. Al cabo de un rato mi mano se deslizó entre sus piernas. Ella siguió hablando. De repente dijo:
—¡Quita la mano de ahí, eso es mi coño!
—Perdona —dije yo.
Ninguno de los dos dijo nada hasta que llegamos al aparcamiento de la playa de
Venice.—¿Quieres un sandwich y una Coca-Cola o cualquier otra cosa? —le pregunté.
—Vale —dijo ella.

Entramos en una pequeña tienda judía de ultramarinos a comprar las cosas y nos fuimos con todo a una pradera de hierba desde la que se dominaba el mar. Teníamos sandwiches, escabeche, patatas fritas y refrescos. La playa estaba casi desierta y la comida sabía bien. Lydia no hablaba. Yo estaba asombrado viendo lo deprisa que comía. Atacaba su sandwich desgarrándolo salvajemente, se bebía largos tragos de Coca Cola, se comía medio escabeche de un bocado y cogía un puñado de patatas fritas. Yo, por el contrario, era muy lento comiendo.
Pasión, pensé, está llena de pasión.
—¿Qué tal estaba ese sandwich? —le pregunté.
—Muy bueno. Estaba hambrienta.

—Hacen buenos sandwiches aquí. ¿Quieres algo más?
—Sí, me gustaría una barrita de caramelo.
—¿De qué clase?
—Oh, de cualquier clase. De algo bueno.

Pegué un mordisco a mi sandwich, un trago de Coca-Cola, los dejé y me fui andando hasta la tienda. Compré dos barritas de caramelo para que pudiera escoger. Cuando regresé, un negro muy alto andaba rondando por la pradera. Era un día fresco, pero él iba sin camisa y tenía un cuerpo muy musculoso. Parecía tener veintipocos años. Caminaba muy erguido y lentamente. Tenía un largo cuello estatuario y un pendiente de oro colgaba de su oreja izquierda. Pasó delante de Lydia, por la arena de la playa. Yo subí y me senté junto a ella.
—¿Has visto a ese tío? —me preguntó.
—Sí.
—Cristo, aquí estoy, contigo, veinte años mayor que yo. Yo podía tener algo como

eso. ¿Qué coño pasa conmigo?
—Mira, te he traído dos barritas de caramelo. Coge una.
Cogió una, rasgó el papel, mordió un poco y contempló al negro mientras se alejaba

por la playa.
—Ya me he cansado del mar —dijo—, volvamos a mi casa.
Pasamos una semana sin vernos. Entonces una tarde llegué a su casa y acabamos en
la cama, besándonos. Lydia me apartó de un empujón.
—¿Tú no sabes nada acerca de las mujeres, verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que puedo darme cuenta leyendo tus cuentos y poemas de
que no sabes nada de las mujeres.
—Explícamelo mejor.
—Bien, quiero decir que para que un hombre me interese tiene que comerme el

coño. ¿Has chupado alguna vez un coño?
—No.
—¿Tienes cincuenta años y nunca te has comido un coño?
—No.
—Es demasiado tarde.

—¿Por qué?
—A un perro viejo no se le pueden enseñar trucos nuevos.
—Claro que sí.
—No, es demasiado tarde para ti.
—Yo siempre he sido un aprendiz retrasado.
Lydia se levantó y se fue a la otra habitación. Volvió con un lápiz y un papel.

—Ahora mira, quiero enseñarte algo que seguramente no conoces, el clítoris. Es el punto sensible. El clítoris se esconde, ¿ves? y sale cuando hay suficiente excitación, es rosa y muy sensible. A veces se te ocultará y tú tienes que encontrarlo, sólo has dero za rlo con la punta de la lengua...
—Vale —dije—, ya he comprendido.
—No creo que puedas hacerlo. Ya te lo he dicho, no puedes enseñarle a un perro
viejo trucos nuevos.
—Quítate la ropa y túmbate.

Nos desnudamos los dos y nos echamos en la cama. Empecé a besar a Lydia. Bajé de los labios al cuello, luego hasta sus pechos. Entonces bajé hasta su ombligo y de allí, más abajo.
—No, nopu ed es —dijo ella—, de ahí salen sangre y orina, piénsalo, sangre y
orina...

Bajé y empecé a chupar. Me había dibujado un plano muy acertado. Todo estaba donde se suponía que debía estar. La escuché respirar fuertemente, luego gemir. Me excitaba. Se me empalmó. El clítoris apareció, pero no era exactamente rosa, era casi de un rojo púrpura. Jugué con él. Surgían jugos que se mezclaban con los pelos del coño. Lydia gemía más y más. Entonces oí la puerta principal abrirse y cerrarse. Escuché pasos. Levanté la mirada. Un chavalito negro de unos cinco años estaba plantado junto a la cama.
—¿Qué coño quieres? —le dije.
—¿Tienen botellas vacías? —me preguntó.
—No, no tenemos botellas vacías —le dije.
Salió del dormitorio, pasó por el salón, abrió la puerta delantera, salió y
desapareció.
—Dios —dijo Lydia—, pensé que la puerta estaba cerrada. Ese era el niño de
Bonnie.Lydia se levantó y cerró la puerta delantera. Volvió y se echó en la cama. Eran
alrededor de las cuatro de la tarde de un sábado.
Volví a zambullirme.

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