martes, 10 de agosto de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 11

Lydia tenía dos niños: Tonto, un niño de ocho años, y Lisa, la pequeñita de cinco que había interrumpido nuestro primer polvo. Una noche estábamos juntos en la mesa cenando. Las cosas iban bien entre Lydia y yo y me quedaba a cenar casi todas las noches, luego dormía con Lydia y me iba hacia las once de la mañana a mi casa a leer el correo y a escribir. Los niños dormían en una cama de agua en la habitación de al lado. Era una casa antigua y pequeña que Lydia había alquilado a un ex luchador japonés jubilado. Obviamente él estaba interesado en Lydia. Me parecía bien. Era una bonita casa antigua.
—Tonto —dije mientras cenábamos— sabes que cuando tu madre da gritos por la
noche yo no la estoy pegando. Sabes quién esen verdad el que tiene problemas.
—Sí, ya sé.
—¿Entonces por qué no vienes a ayudarme?

—Uh, uh, la conozco bien.
—Oye, Hank —dijo Lydia—, no pongas a mis hijos en contra mía.
—Es el hombre más feo delmu nd o —dijo Lisa.
Me gustaba Lisa. Algún día iba a llegar a ser una mujer espectacular. Espectacular
y con personalidad.
Después de la cena Lydia y yo nos fuimos al dormitorio y nos tumbamos. A Lydia
le encantaba reventarme los granos y las espinillas. Yo tenía una piel poco académica.

Puso la lámpara cerca de mi cara y comenzó la tarea. A mí me gustaba. Me producía una especie de hormigueo que a veces conseguía ponérmela dura. Era algo muy íntimo. De vez en cuando entre apretón y apretón, Lydia me besaba. Siempre empezaba primero por mi cara y luego pasaba a mi espalda y pecho.
—¿Me quieres?
—Sí.
—¡Oooh, mira éste!
Era un punto negro con una larga cola amarilla.
—Es bonito —dije.
Estaba echada encima mío. Paró de reventarme granos y me miró.

—¡Te llevaré a la tumba, viejo cojón!
Me reí. Ella me besó.
—Te volveré a meter en el manicomio —le dije.
—Date la vuelta. Vamos a hacerte la espalda.
Me di la vuelta. Me apretó detrás del cuello.
—¡Oooh, aquí hay uno bueno! ¡Ha salido disparado! ¡Me ha pegado en el ojo!
—Deberías llevar gafas protectoras.
—¡Vamos a tener un pequeño H en ry! ¡Piénsalo, un pequeño Henry Chinaski!
—Vamos a esperar un tiempo.
—¡Quiero un bebéah o ra!
—Vamos a esperar.
—Todo lo que hacemos es dormir y comer y vaguear y hacer el amor. Somos como
babosas perezosas. Amor de babosa, lo llamaría yo.
—A mí me gusta.

—Antes solías venir a escribir aquí. Andabas ocupado. Traías tinta y hacías tus dibujos. Ahora te vas a casa y haces todas las cosas interesantes allí. Aquí sólo comes y duermes y luego te vas por la mañana. Es estúpido.
—A mí me gusta.
—¡No hemos ido a una fiesta desde hace meses! ¡A mí me gusta ver gente! ¡Me
aburro! ¡Quiero hacer cosas! ¡Quiero BAILAR! ¡Quiero vivir!
—Oh, mierda.
—Eres demasiado viejo. Lo único que quieres es sentarte por ahí y criticar todo y a

todo el mundo. No quieres hacer nada. ¡Nada es lo bastante bueno para ti! Me salí de la cama y me puse de pie. Empecé a ponerme la camisa. —¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Me voy de aquí.
—¡Te marchas! En el momento en que las cosas no son como tú las quieres, saltas
y te largas corriendo. Nunca quieres hablar de nada. Te vas a tu casa y te emborrachas y a la mañana siguiente estás tan enfermo que crees que te vas a morir. ¡Entonces me
telefoneas!
—¡No me quedo un minuto más!
—¿Pero por qué?
—No quiero estar donde estoy de más. No quiero estar donde no me quieren.
Hubo una pausa. Luego Lydia dijo:

—De acuerdo. Vamos, échate aquí. Apagaremos la luz y seguiremos los dos juntos.
Hubo otra pausa. Luego yo dije:
—Bueno, está bien.

Me desnudé del todo y me metí debajo de las sábanas. Me pegué a Lydia. Estábamos los dos tumbados de espaldas. Podía oír los grillos. Era un barrio agradable. Pasaron unos pocos minutos. Entonces Lydia dijo:
—Yo voy a ser algo grande.
No contesté. Pasaron unos cuantos minutos más. Entonces Lydia saltó de la cama.
Levantó las manos hacia el techo y dijo en voz alta:
—¡VOY A SER ALGO GRANDE! ¡VOY A SER VERDADERAMENTE
GRANDE! ¡NADIE SABE LO GRANDE QUE VOY A LLEGAR A SER!
—Vale —dije—, pero mientras tanto vuelve a la cama.

Lydia volvió a la cama. No nos besamos. No íbamos a tener sexo. Me sentía fatigado. Escuché a los grillos. No sé por cuánto tiempo. Estaba casi dormido, no del todo, cuando Lydia de súbito se sentó en la cama y se puso a chillar. Era un chillido muy fuerte.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Estate quieto.
Aguardé. Lydia siguió allí sentada, sin moverse, alrededor de unos diez minutos.

Luego se dejó caer sobre su almohada.
—He visto a Dios —dijo—, acabo de ver a Dios.
—¡Escucha, perra, me vas a volver loco!

Me levanté y empecé a vestirme. Estaba frenético. No encontraba mis calzoncillos. Al diablo con ellos, pensé. Allá quedaron dondequiera que estuviesen. Tenía puesta toda mi ropa y estaba sentado en una silla poniéndome los zapatos en mis pies descalzos.
—¿Qué estás haciendo?

No pude contestar. Salí al salón. Mi abrigo estaba tirado sobre un sillón. Lo cogí y me lo puse. Lydia salió corriendo. Se había puesto su batín azul y un par de bragas. Iba descalza. Lydia tenía los tobillos anchos. Normalmente llevaba botas para ocultarlos.
—¡TU NO TE VAS DE AQUÍ! —me gritó.
—Mierda, me largo.

Saltó sobre mí. Normalmente me atacaba cuando estaba borracho. Ahora estaba sobrio. Me aparté y ella cayó al suelo, rodó y se quedó tumbada boca arriba. Pasé sobre ella camino hacia la puerta. Despedía rabia, gruñendo, sacando los dientes. Parecía una pantera. La miré. Me sentía a salvo viéndola en el suelo. Soltó una especie de rugido y cuando ya estaba a punto de salir se levantó abalanzándose contra mí, clavando sus uñas en
la manga de mi abrigo, tirando y arrancándomela desde el hombro.
—Cristo —dije—, mira lo que le has hecho a mi abrigo nuevo. ¡Lo acababa de
comprar!

Abrí la puerta y salté fuera con uno de los brazos desnudo. Acababa de abrir la puerta del coche cuando oí sus pies descalzos sonar en el asfalto detrás mío. Me metí de un salto dentro y cerré la puerta. Encendí el contacto.
—¡Mataré a este coche! —gritaba ella—. ¡Mataré a este coche!

Sus puños golpeaban en el capó, en la puerta, en el parabrisas. Empecé a mover el coche con lentitud, para no herirla. Mi Mercury Comet del 62 había quedado fuera de combate y me había comprado recientemente un Volkswagen del 67. Lo tenía reluciente y encerado. Tenía incluso una gamuza especial en la guantera. Mientras andaba hacia delante Lydia seguía golpeando el coche con sus puños. Cuando la dejé atrás puse la segunda marcha. Miré por el retrovisor y la vi plantada de pie, solitaria a la luz de la luna, inmóvil con su batín azul y sus bragas. Se me empezaron a contraer las tripas. Me sentía enfermo, inútil, triste. Estaba enamorado de ella.

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