martes, 7 de septiembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 30

Para hacer las paces con Lydia accedí a ir a Muleshead. Su hermana estaba acampada en las montañas. Las hermanas poseían muchas tierras. Las habían heredado de su padre. Glendoline, una de ellas, tenía una tienda de campaña montada en mitad del bosque. Estaba escribiendo una novela.La mujer salvaje de las montañas. Las otras hermanas iban a caer por allí algún día. Lydia llegó la primera, conmigo. Teníamos una minitienda. Nos apretujamos allí la primera noche y los mosquitos se apretujaron con nosotros. Era terrible.

A la mañana siguiente nos sentamos alrededor del fuego. Glendoline y Lydia prepararon el desayuno. Yo había comprado 40 pavos de provisiones que incluían varios paquetes de cervezas. Las había metido a refrescar en un arroyuelo. Acabamos el desayuno. Ayudé a limpiar los platos y luego Glendoline sacó su novela y empezó a leérnosla. No era del todo mala, pero era muy poco profesional y necesitaba mucha corrección. Glendoline suponía que el lector tenía que quedarse tan fascinado por su vida como ella misma lo estaba, lo cual era un error mortífero. Los demás errores mortíferos en que había caído eran demasiado numerosos para ser mencionados.

Fui hasta el arroyo y regresé con tres botellas de cerveza. Las chicas dijeron que no, no querían. Las dos eran muy anti-cerveza. Comentamos la novela de Glendoline. Yo pensaba que cualquiera que leía su novela en voz alta para otros tenía que ser necesariamente sospechoso. Si aquello no era el viejo beso de la muerte, nada lo era.

Acabó la conversación y las chicas empezaron a chismorrear sobre hombres, fiestas, bailes y sexo. Glendoline tenía una voz potente y excitada, y se reía continuamente, nerviosamente. Tenía cuarenta y tantos años, era bastante gorda y muy blandorra. Aparte de eso, igual que yo, era fea.

Glendoline se debió pasar hablando sin parar cerca de una hora, enteramente acerca del sexo. Empecé a marearme. Ella saltó y empezó a agitar los brazos por encima de su cabeza:
—¡SOY LA MUJER SALVAJE DE LAS MONTAÑAS! ¿OH, DONDE, OH, DONDE ESTA EL HOMBRE, EL HOMBRE DE VERDAD QUE TENGA EL VALOR
DE TOMARME?
Bueno, ciertamente no está aquí, pensé yo.
Miré a Lydia.
—Vamos a dar un paseo.
—No —dijo ella—, quiero leer este libro. —Se titulaba Amor y orgasmo: Una guía
revolucionaria para la plenitud sexual.
—Muy bien —dije—, entonces me iré a pasear solo.

Fui subiendo por el arroyuelo. Cogí una cerveza, la abrí y me senté un rato. Estaba atrapado entre montañas y bosques con dos mujeres chifladas. Sacaban todo el disfrute de joder por medio de hablar de ello todo el tiempo. A mí también me gustaba joder, pero para mí no era una religión. Había en ello demasiadas cosas ridículas y trágicas. La gente parecía no saber cómo controlarlo. Así que lo convertían en un juguete. Un juguete que acababa destruyéndoles.

Lo principal, pensé, era encontrar la mujer adecuada. ¿Pero, cómo? Me había traído un cuadernito y un bolígrafo. Escribí un poema meditativo. Luego subí hasta el lago. Vastos pastos, se llamaba el sitio. Las hermanitas eran dueñas de casi todo. Tenía ganas de echar una cagada. Me bajé los pantalones y obré entre los hierbajos con moscas y mosquitos. Me quedaba con las ventajas de la ciudad, como fuera. Me tuve que limpiar con hojas. Me acerqué al lago y metí un pie en el agua. Estaba como un témpano.
Sé un hombre, vejete. Entra.

Mi piel estaba blanca como la harina. Me sentía muy viejo, muy blandorro. Fui metiéndome en las gélidas aguas. Entré hasta la cintura, luego respiré fuerte y seguí hacia delante. ¡Estaba completamente metido! El fango se removió del fondo y se metió por mis orejas y boca, entre mi pelo. Me quedé allí, en el agua embarrada, tiritando.

Esperé un buen rato a que se aclarara el agua. Entonces salí. Me vestí y me fui andando por la orilla del lago. Cuando llegué al final del lago oí un sonido como de una cascada. Penetré en el bosque, siguiendo el ruido. Tuve que escalar unas rocas en un barranco. El sonido cada vez se hacía más cercano. Las moscas y mosquitos se multiplicaban por todo mi cuerpo. Las moscas eran grandes y rabiosas y hambrientas, mucho mayores que las moscas de la ciudad, y sabían distinguir un buen bocado en cuanto lo veían.

Me abrí paso a través de un arbusto y allí estaba: mi primera catarata real y sin trucos. El agua caía de las montañas desde un borde rocoso. Era hermoso. Caía continuamente, caía. Aquel agua provenía de alguna parte. E iba hacia alguna parte. Había tres o cuatro corrientes que seguramente iban a parar al lago.

Finalmente me cansé de contemplar la cosa y decidí volver. Decidí también coger una ruta diferente de regreso, un atajo. Bajé hacia el otro lado del lago para llegar directamente al campamento. Tenía una cierta idea de dónde estaba. Todavía llevaba mi cuadernito rojo. Me paré a escribir otro poema, menos meditativo, luego seguí. Anduve. El campamento no aparecía. Anduve más. Busqué el lago con la vista. No pude ver el lago, no sabía por qué lado estaba. De repente me di cuenta: estaba PERDIDO. Aquellas zorras calentorras me habían sacado de quicio y ahora estaba PERDIDO. Miré a mi alrededor. Se veían al fondo las montañas y por todas partes árboles y maleza. No había centro, ni puntos de referencia, ni ninguna conexión entre nada. Sentí miedo, verdadero miedo. ¿Por qué
había dejado que me sacaran de mi ciudad, de mi Los Ángeles? Allí un hombre podía coger un taxi, podía utilizar el teléfono. Había soluciones razonables a problemas razonables.
Los vastos pastos se extendían a mi alrededor millas y millas. Arrojé mi
cuadernillo. ¡Vaya una manera de morir para un escritor! Ya lo veía en los periódicos:

HENRY CHINASKI, POETA DE
SEGUNDA FILA, HALLADO MUERTO
EN UN BOSQUE DE UTAH.

Henry Chinaski, antiguo empleado de correos
convertido en escritor, fue hallado en avanzado
estado de descomposición por el guarda forestal
W. K. Brooks Jr. En las proximidades se
encontró también un pequeño cuaderno rojo
que evidentemente contenía los últimos escritos
del señor Chinaski.

Seguí andando. Entré en una zona semipantanosa llena de agua. Cada dos por tres una de mis piernas se hundía hasta la rodilla en el fango y tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para sacarla.

Llegué a una valla alambrada. Inmediatamente supe que no debía saltarla. Sabía que sería un error, pero no tenía otra alternativa. Trepé por la valla y desde arriba grité «¡LYDIA!».
No hubo respuesta.
Probé de nuevo, «¡LYDIA!».
Mi voz sonaba plañidera. La voz de un cobarde.

Salté. Sería hermoso, pensé, volver con las hermanitas, oírlas reírse hablando del sexo y los hombres y los bailes y las fiestas. Sería tan maravilloso oír la voz de Glendoline. Y pasar mi mano por la cabellera de Lydia. La llevaría encantado a todas las fiestas de la ciudad. Hasta bailaría con todo el mundo y haría chistes brillantes acerca de todo. Soportaría todos los rollos mierdosos con una sonrisa. Me podía ver a mí mismo diciendo: —«¡Hey, qué marcha másfen o men a l para bailar! ¿Quién quierei rse ? ¿Bailamos un buen
despelote?»

Continué andando por el fango. Finalmente llegué a terreno seco. Salí a una carretera. No era más que una vieja y polvorienta carretera, pero a mí me parecía cojonuda. Vi marcas de neumáticos, huellas de ganado. Incluso había cables eléctricos por encima que conducían a algún sitio. Todo lo que tenía que hacer era seguir esos cables. Fui por la carretera. El sol estaba alto, debía ser mediodía. Anduve sintiéndome un idiota.

Llegué a una verja cerrada que cruzaba la carretera. ¿Qué significaba aquello? Había una pequeña entrada por un lado. Evidentemente era la entrada de una finca, ¿pero dónde estaba la finca? ¿Dónde el dueño de la finca? Tal vez sólo se pasase por allí cada medio año.
Algo me empezó a doler en la cabeza. Me llevé allí la mano y noté la cicatriz de
hacía treinta años, cuando me rompieron la crisma en un bar de Filadelfia. Todavía
quedaba algo de costra, que se había cocido con el sol y se había levantado. Se alzaba
como un pequeño cuerno. Rompí un pedazo y lo tiré a la carretera.

Anduve otra hora, entonces decidí dar la vuelta. Aquello significaba tener que desandar todo lo andado, pero me parecía que era lo mejor que podía hacer. Me quité la camisa y me la enrollé en la cabeza. Me detuve una o dos veces y grité «¡LYDIA!», sin obtener respuesta.

Un poco más tarde llegué a la verja. Todo lo que tenía que hacer era rodearla, pero había algo en el camino. Estaba parado en frente de la verja, a unos siete metros de mí. Era un pequeño cervatillo, un gamo, algo así.

Me fui acercando a él lentamente. No se movió. ¿Iba a dejarme llegar junto a él? No parecía asustarse. Supuse que se daba cuenta de mi confusión, mi cobardía. Me aproximé más y más. No se apartaba del camino. Tenía unos grandes y hermosos ojos marrones, más bellos que los de cualquier mujer que hubiera visto en mi vida. No podía creerlo. Estaba a un metro escaso de él, sin saber qué hacer, cuando se apartó de un salto. Se fue corriendo por la carretera y desapareció en el bosque. Estaba en una forma excelente, eso sí que era correr.

Continué por la carretera y entonces oí el sonido de agua corriendo. Necesitaba agua. No podía vivir mucho tiempo sin agua. Dejé la carretera y me guié por el sonido. Había un pequeño montículo cubierto de hierba, subí a lo alto y allí estaba: agua cayendo de varias tuberías de cemento en una alberca desde una especie de depósito. Me senté al borde de la alberca, me quité zapatos y calcetines, me remangué los pantalones y metí las piernas en el agua. Luego me eché agua por la cabeza. Luego bebí, no mucho ni muy rápido, como había visto hacerlo en las películas.

Después de recobrarme un poco, vi un camino de cemento que rodeaba el depósito. Caminé por él y llegué a una cabina metálica levantada al borde. Estaba cerrada con un candado. ¡Y allí probablemente habría un teléfono! ¡Podía llamar pidiendo ayuda!
Busqué una piedra y comencé a golpear con ella el candado. Pero no cedía. ¿Qué
demonios habría hecho Jack London? ¿Y Hemingway? ¿O Jean Genet?

Seguí dándole con la piedra. A veces fallaba y golpeaba el candado con la mano. Piel desgarrada, la sangre empezó a correr. Saqué fuerzas de flaqueza y le di un último golpe. Se abrió. Quité el candado y abrí la puerta. No había teléfono. Había una serie de interruptores y pesados cables. Me acerqué, toqué un cable y recibí una terrible sacudida. Luego le di a un interruptor. Oí un fragor de agua. Fuera, tres o cuatro de las salidas del depósito estaban soltando gigantescos chorros blancos de agua. Le di a otro interruptor. Tres o cuatro salidas más se abrieron, dejando caer toneladas de agua. Accioné un tercer interruptor y toda la maldita cosa se abrió. Me quedé allí contemplando el agua salir disparada. A lo mejor podía provocar una inundación y alguna policía montada vendría a salvarme en caballos o en camionetas. Podía ver los titulares:

HENRY CHINASKI, POETA DE
SEGUNDA FILA, INUNDA LOS BOSQUES
DE UTAH PARA SALVAR SU BLANDO
CULO DE LOS ÁNGELES.
Decidí evitarlo. Volví a cerrar todos los interruptores y la cabina metálica y colgué el candado roto en la cerradura.

Dejé el depósito, encontré otra carretera más arriba y seguí por ella. Parecía más transitada que la anterior. Anduve. Nunca había estado tan cansado. Apenas podía ver. De repente apareció una niña de unos cinco años caminando hacia mí. Llevaba un pequeño vestido azul y zapatos blancos. Cuando me vio pareció asustarse. Traté de parecer amable y simpático mientras me aproximaba a ella.
—Niñita, no te vayas. No voy a hacerte daño. ¡ME HE PERDIDO! ¿Dónde están

tuspa pa s? ¡Niñita, llévame a donde están tus papas!
La niña señaló con el dedo. Vi un coche y un remolque aparcados más arriba.
—¡EH, me he PERDIDO! —grité—. CRISTO, ME ALEGRO DE VERLES.
Lydia apareció a un lado del remolque, tenía el pelo enrollado en rulos rojos.
—Vamos, chico de ciudad —me dijo—, sígueme a casa.
—¡Cómo me alegro de verte, nena, bésame!
—No, sígueme.
Salió corriendo unos diez metros por delante de mí. Era difícil seguirla.
—Le pregunté a aquella gente si habían visto a un chico de ciudad por los
alrededores. Me dijeron que no.
—¡Lydia, teq u ie ro!
—¡Vamos! ¡Eres un lentorro!
—¡Espera, Lydia, esp era!
Saltó una pequeña valla de alambre. Yo no pude hacerlo. Tropecé y me quedé

enganchado. No podía moverme. Era como una vaca atrapada.
—¡LYDIA!
Volvió con sus rulos rojos y me ayudó a incorporarme.
—Seguí tu rastro. Encontré tu cuadernito rojo. Te perdiste deliberadamente porque
estabas enfadado.

—No, me perdí por ignorancia y por miedo. No soy una persona completa, soy la caricatura urbana de un hombre. Más o menos una fallida escultura de mierda sin nada absolutamente que ofrecer.
—Cristo —dijo ella—. ¿Crees que no lo sé?
Me liberó del último gancho. Me arrastré tras ella. Otra vez estaba con Lydia.

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