sábado, 18 de septiembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 35

Salí de la cafetería y observé el panel de llegadas. El avión llegaba a su hora. Katherine estaba en el cielo viniendo hacia mí. Me senté y aguardé. Enfrente mío había una mujer de muy buena catadura leyendo un periódico. Su vestido se le quedaba bastante subido alrededor de los muslos, enseñando toda aquella ijada, aquella pierna espléndida envuelta en nylon. ¿Por qué insistía en hacer eso? Yo estaba con un periódico, y espiaba por encima, subiendo por su vestido. Tenía unos muslos de fábula. ¿Quién estaría beneficiándose de aquellos muslos? Me sentía como un idiota fisgando de aquel modo, pero no podía remediarlo. Era un monumento. Una vez había sido una niñita, algún día estaría muerta, pero ahora me estaba enseñando la cima de sus piernas. La maldita calientapollas, le daría un centenar de embestidas. ¡Le daría veinticinco centímetros de púrpura palpitante! Cruzó sus piernas y el vestido se retrayó más aún. Levantó la vista de su periódico. Sus ojos se clavaron en los míos que miraban asomados por encima de mi periódico. Su expresión era de indiferencia. Abrió su bolso y sacó una barra de chicle, quitó la envoltura y se lo metió en la boca. Chicle verde. Empezó a mascar el chicle verde y yo contemplé su boca. No se bajaba la falda. Sabía sin embargo que yo estaba mirando. No había nada que yo pudiera hacer. Abrí mi cartera y saqué dos billetes de cincuenta
dólares. Ella levantó la vista, miró los billetes y volvió a lo suyo. Entonces un gordo cayó como un bombazo a sentarse junto a mí. Tenía una cara muy roja y una nariz masiva. Llevaba un traje marrón claro que olía a charcutería. Se tiró un pedo. La dama se bajó el vestido y yo metí los billetes en mi cartera. Se reblandeció mi polla, me levanté y fui a la fuentecilla de agua.
Afuera en la pista el avión de Katherine estaba tomando tierra. Me puse a esperar
en la puerta. Katherine, te adoro.

Apareció Katherine, perfecta, con su pelo marrón rojizo, su ligezo cuerpo, con un traje azul que volaba mientras ella andaba, zapatos blancos, finos y tiernos tobillos, juventud. Llevaba un sombrero blanco de ala ancha caída hacia abajo hasta el punto justo. Sus ojos miraban al mundo desde debajo del ala, amplios, marrones y risueños. Tenía clase. Nunca andaría enseñando el culo en los asientos del área de espera de un aeropuerto.

Y allí estaba yo, con casi cien kilos de peso, perpetuamente confuso y perdido, con piernas cortas, tronco de simio, todo pecho, sin cuello, cabeza demasiado grande, ojos embotados, pelo despeinado, metro noventa de carne petrificada esperándola.

Katherine vino hacia mí. Toda aquella limpia cabellera marrón rojiza. Las mujeres de Texas eran tan relajadas, tan naturales. La besé y pregunté por su equipaje. Sugerí hacer una parada en el bar. Las camareras llevaban unos vestidos cortos de color rojo que enseñaban sus bragas blancas de encaje. Los escotes eran muy bajos para mostrar las tetas. Se ganaban de verdad el sueldo, se ganaban las propinas, hasta el último céntimo. Vivían en los suburbios y odiaban a los hombres. Vivían con sus madres y hermanos y estaban enamoradas de sus psiquiatras.

Acabamos nuestras bebidas y salimos a por el equipaje de Katherine. Unos cuantos hombres trataron de llamar su atención, pero ella caminaba pegada a mí, cogida de mi brazo. Pocas mujeres hermosas deseaban mostrar en público que pertenecían a algún hombre. Había conocido a bastantes mujeres para poder asegurarlo. Yo las aceptaba por lo que eran, y el amor venía difícilmente y muy raras veces. Cuando ocurría era normalmente por razones equivocadas. Uno simplemente se cansaba de estar manteniendo apartado al amor y lo dejaba venir porque a algún lado tenía que ir. Entonces, normalmente, venían muchos problemas.
En mi casa, Katherine abrió su maleta y sacó un par de guantes de goma. Se rió.
—¿Qué es eso? —pregunté yo.

—Darlene, mi mejor amiga, me vio haciendo el equipaje y me preguntó «¿Qué estásh a cien do ?». Y yo le dije: ¡No he visto nunca la casa de Hank, perosé que antes de poder cocinar, vivir y dormir allí, tendré que limpiarlo todo de un extremo al otro!

Entonces Katherine soltó una de aquellas felices carcajadas tejanas. Entró en el baño, se puso un par de vaqueros y una blusa naranja, salió descalza y fue hacia la cocina con sus guantes de goma.

Yo entré en el baño y también me cambié de ropa. Decidí que si Lydia osaba acercarse por allí, jamás permitiría que ni siquiera rozara un pelo de Katherine. ¿Lydia? ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría haciendo?

Envié una pequeña oración a los dioses que vigilaban mis pasos: Por favor, mantened a Lydia bien lejos. Dejad que chupe cornamentas de cowboys y que baile hasta las tres de la madrugada, pero por favor, mantenedla lejos...

Cuando entré, Katherine estaba de rodillas raspando una acumulación de grasa de
dos años en el suelo de mi cocina.
—Katherine —dije—, vamos a salir a dar una vuelta por la ciudad. Vamos a cenar.
Esta no es manera de empezar.
—De acuerdo. Hank, pero tengo que acabar con este suelo antes. Entonces nos
iremos.
Me senté a esperar. Entonces ella salió. Se inclinó hacia mí y me besó, riéndose:
—¡De verdade res un viejo guarro! —luego se fue hacia el dormitorio. De nuevo
estaba enamorado. Estaba en problemas..

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