domingo, 14 de noviembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 70

Fui al apartamento de Tammie con unas cajas de cartón. Primero cogí las cosas que me había pedido. Luego encontré otras cosas, más vestidos y blusas, zapatos, una plancha, un secador, ropa de Dancy, platos y cubiertos, un álbum de fotos. Había una aparatosa silla de hierro que era suya. Llevé todas las cosas a mi casa. Tenía ocho o diez cajas repletas. Las apilé junto a la pared de mi sala.

Al día siguiente fui hasta la estación a recoger a Tammie y Dancy.
—Tienes buen aspecto —me dijo Tammie.
—Gracias.
—Vamos a vivir en casa de mi madre. Podrías llevarnos allí. Ya no puedo luchar
contra la expulsión. Además, ¿quién quiere vivir donde no se le quiere?

—Tammie, saqué la mayoría de tus cosas. Están en cajas de cartón en mi casa.
—Muy bien. ¿Las puedo dejar allí un tiempo?
—Claro.
La madre de Tammie se fue a Denver a ver a una hermana y aquella noche me pasé
por casa de Tammie a emborracharme. Tammie estaba cargada de pastillas. Yo no tomé

ninguna. Cuando empecé con el cuarto paquete de seis cervezas dije:
—Tammie, no sé lo que ves en Bobby. No existe.
Ella cruzó las piernas y balanceó el pie de un lado a otro.
—El cree que su limitada charla es arrebatadora.
Ella siguió balanceando el pie.
—Películas, televisión, hierba, tebeos, fotos porno, ése es su combustible.
Tammie movió el pie con más fuerza.
—¿Te importa realmente?
Siguió agitando el pie.
—iJodida zorra! —dije.
Fui hasta la puerta, la cerré fuertemente tras de mí y subí al Volks. Corrí entre el
tráfico, colándome entre los huecos, destrozando el embrague y el cambio de marchas.
Llegué a mi casa y metí los cajones con sus cosas en mi coche. También discos,
sábanas y juguetes. El Volks, por supuesto, no daba mucho de sí.

Volví a toda velocidad a casa de Tammie. Aparqué en doble fila y puse las luces rojas de prevención. Saqué las cajas del coche y las apilé en el porche. Las cubrí con sábanas y juguetes, llamé al timbre y me largué.
Cuando volví con el segundo cargamento el primero ya no estaba. Hice otra pila,
llamé al timbre y me fui como un misil.
Cuando regresé con el tercer cargamento el segundo ya no estaba. Hice una nueva
pila y llamé al timbre. Luego me fui otra vez mientras empezaba a amanecer.

Cuando volví a mi casa me tomé un vodka con agua y miré lo que quedaba. Estaba la silla de hierro y el secador de peluquería. Sólo podía hacer un viaje más. Tenía que decidir entre la silla o el secador. Las dos cosas no cabían en el Volks.

Me decidí por la silla. Eran las cuatro de la mañana. Estaba aparcado en doble fila con las luces puestas. Acabé el vodka con agua. Me sentía cada vez más borracho y débil. Agarré el sillón. Era muy pesado, lo llevé a mi coche. Lo dejé en el suelo y abrí la puerta derecha. Metí la silla. Luego traté de cerrar la puerta. Parte de la silla quedaba fuera. Traté de sacarla, pero había quedado trabada. Maldije y la empujé para dentro. Una de las patas fue a atravesar el parabrisas y se quedó asomada apuntando al cielo. La puerta seguía sin cerrarse. Ni siquiera se aproximaba a la cerradura. Traté de empujar la pata a través del parabrisas. No se movía. Estaba absolutamente acoplada. Traté de tirar para fuera. Nada. Desesperadamente tiré y empujé, tiré y empujé. Si venía la policía, estaba acabado. Después de un rato me di por vencido. Subí al asiento del conductor. No había sitio para aparcar en toda la calle. Bajé hasta el parking de la pizzeria, con la puerta abierta yéndose de un lado a otro. Lo dejé con la puerta abierta, con el sol ya bien alto. El parabrisas estaba roto, con la pata de la silla asomada. La escena entera era indecente, demencial. Era la imagen misma del crimen y el asesinato. Mi hermoso coche.
Subí por la calle de vuelta a mi casa. Me serví otro vodka con agua y telefoneé a
Tammie.

—Oye, nena, estoy en un aprieto. Tengo tu silla atravesada en mi parabrisas y no la puedo sacar ni meter y la puerta no se cierra. El parabrisas está roto. ¿Qué puedo hacer? ¡Ayúdame, por Dios!
—Ya pensarás en algo, Hank.
Colgó.

Marqué otra vez.
—Nena...
Colgó. La siguiente vez el teléfono estaba desconectado: bzzzz, bzzzz, bzzzz...
Me tumbé en la cama. Sonó el teléfono.
—Tammie...
—Hank, soy Valerie, acabo de llegar a casa. Quiero decirte que tu coche está en el
parking de la pizzería con la puerta abierta.
—Gracias, Valerie, pero es que no puedo cerrar la puerta. Hay una silla de hierro

encajada con el parabrisas.
—Oh, no me he dado cuenta de eso.
—Gracias por la llamada.

Me dormí. Fue un sueño inquieto. Me iba a caer la papeleta.
Me desperté a las seis y veinte, me vestí y anduve hasta la pizzería. El coche seguía
allí. Lucía el sol.

Me acerqué y cogí la silla. Seguía sin moverse. Estaba furioso, empecé a tirar y a sacudirla, maldiciendo. Cuanto más imposible parecía, más frenético me ponía. De repente se oyó un chasquido. Una pieza se quedó en mis manos. La tiré al suelo. Estaba inspirado, enérgico. Volví a mi tarea. Algo más se rompió. Los días en las fábricas, los días de descargar camiones, los días de sacar cajas de pescado congelado, los días de cargar terneras muertas sobre mis hombros estaban pagando su deuda. Yo siempre había sido tan fuerte como vago. Ahora estaba descuartizando la silla en pedazos. Finalmente salió del coche. Recogí las piezas sueltas y lo eché todo en el césped de un jardín.

Subí al Volks y encontré un sitio donde aparcar junto a mi casa. Todo lo que tenía ya que hacer era ir a un cementerio de coches de la Avenida Santa Fe y comprarme un parabrisas nuevo.
No había prisa. Entré, me bebí dos vasos de agua helada y me fui a la cama.

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