sábado, 20 de noviembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 74

Tuve que volar a Illinois a dar una lectura en la universidad. Odiaba las lecturas, pero ayudaban con el alquiler y quizás servían para vender libros. Me sacaron de East Hollywood, me lanzaron al aire con los ejecutivos y las azafatas y las bebidas heladas y las servilletitas y los cacahuetes para estropear el aliento.
Iba a encontrarme con el poeta William Keesing con el que había mantenido
correspondencia desde 1966. Había visto por primera vez sus trabajos en las páginas de
Bull, editado por Doug Fazzick, una de las primeras revistas en mimeografía y

probablemente la cabecilla de la revolución mimeográfica. Ninguno de nosotros era literato en el sentido típico: Fazzick trabajaba en una fábrica de caucho, Keesing era un ex marine veterano de Corea que no hacía nada y lo mantenía su mujer, Cecilia. Yo trabajaba once horas por noche en una oficina de correos. Fue también por aquel entonces cuando apareció en escena Marvin con sus extraños poemas sobre demonios. Marvin Woodman era el mejor escritor demoníaco de América. Tal vez también de España y Perú. Yo en aquel tiempo estaba con la manía de las cartas. Me daba por escribir cartas de cuatro y cinco páginas a todo el mundo, pintando los sobres y papeles salvajemente con ceras. Fue cuando empecé a escribirme con William Keesing, ex marine, ex presidiario y drogadicto (le pegaba sobre todo a la codeína).

Ahora, años más tarde, William Keesing había conseguido un trabajo temporal en la universidad. Se las arreglaba para dar un par de clases alternándolas con la droga. Le dije que era un trabajo peligroso para cualquiera que desease escribir. Pero por lo menos enseñaba en su clase un montón de Chinaski.
Keesing y su mujer estaban esperándome en el aeropuerto. Llevaba mi equipaje
conmigo y nos fuimos directamente al coche.
—Dios —dijo Keesing—, jamás había visto en mi vida bajar alguien de un avión
con esta pinta.

Llevaba el abrigo de mi difunto padre, que era demasiado grande. Mis pantalones eran demasiado largos, los bajos caían sobre los zapatos y eso estaba bien porque llevaba los calcetines rotos y los tacones desgastados. Odiaba a los peluqueros, así que me cortaba el pelo yo solo cuando no tenía una mujer que me lo hiciera. No me gustaba afeitarme y tampoco me gustaban las barbas largas, así que me cortaba la mía con tijeras cada dos o tres semanas. Tenía mal la vista pero no me gustaban las gafas, así que sólo me las ponía para leer. Tenía mis propios dientes pero no los tenía todos. Mi cara y mi nariz eran rojas de beber y la luz me hería los ojos, así que miraba a través de pequeñas rendijas entre mis párpados. Podría haber encajado en cualquier barrio de chabolas.
Nos alejamos en el coche.
—Esperábamos a alguien diferente —dijo Cecilia.
—¿Oh?
—Me refiero a que tu voz es tan suave, y pareces muy educado. Bill esperaba que

salieras del avión borracho y blasfemando, metiendo mano a las señoras...
—Nunca voy exhibiendo mi vulgaridad. Espero a que aparezca en su momento.
—Lees mañana por la noche —dijo Bill.
—Muy bien, nos divertiremos esta noche y nos olvidaremos de todo.
Seguimos conduciendo.

Aquella noche Keesing se mostró tan interesante como sus cartas y poemas. Tuvo el buen sentido de no hablar de literatura excepto alguna vez de pasada. Hablamos de otras cosas. Yo no solía tener mucha suerte en el trato directo con los poetas, aunque sus poemas y cartas fueran buenos. Había conocido a Douglas Fazzick con resultados más que frustrantes. Era mejor mantenerse alejado de los otros escritores y simplemente hacer tu trabajo, o no hacerlo.
Cecilia se retiró temprano. Tenía que ir a trabajar por la mañana.

—Cecilia se va a divorciar de mí —me dijo Bill—. No la culpo, está harta de mis drogas, mis vómitos, mi todo. Ha aguantado durante años. Ahora ya no puede continuar. No puedo hacerle el amor más que muy de vez en cuando. Ella se va con un adolescente. No la puedo culpar. Me he cambiado a otra habitación. Podemos ir ahí y dormir o puedo irme y dormir y tú te puedes quedar aquí o los dos nos podemos quedar aquí, a mí me da igual.

Keesing sacó un par de píldoras y se las tomó.
—Vamos a quedarnos aquí —dije yo.

—Realmente sabes echarte bebidas para adentro.
—No hay otra cosa que hacer.
—Debes tener unas tripas de acero.
—No del todo. Me reventaron una vez. Pero cuando esos agujeros cicatrizan dicen

que son más resistentes que la mejor soldadura.
—¿Cuánto crees que durarás?
—Lo tengo todo planeado. Moriré en el año 2000, cuando tenga 80.

—Es extraño, ése es el año en que voy a morir yo, el 2000. He tenido incluso sueños sobre ello. Hasta soñé el día y la hora de mi muerte. De cualquier modo, en el año 2000.
—Es un bonito número redondo. Me gusta.
Bebimos una hora o dos más. Yo me fui al dormitorio extra. Keesing durmió en el
sofá. Cecilia aparentemente iba en serio en lo de sacárselo de encima.
A la mañana siguiente me desperté a las diez y media. Quedaba algo de cerveza.
Empecé con una. Iba por la segunda cuando entró Keesing.
—Cristo, ¿cómo lo haces? Amaneces como una rosa, ni que tuvieras dieciocho

años.
—Tengo algunas mañanas malas. Esta no es una de ellas, simplemente.
—A la una tengo clase de literatura. Tengo que ponerme firme.
—Tómate una blanca.
—Necesito algo de comida en el estómago.
—Cómete dos huevos pasados por agua. Ponles un toque de polvo de chile o
pimentón.
—¿Te cuezo un par?
—Sí, gracias.
Sonó el teléfono. Era Cecilia. Bill habló un rato, luego colgó.
—Se aproxima un tornado. Uno de los mayores en la historia del estado. Puede que
pase por aquí.

—Siempre ocurre algo cuando doy una lectura.
Vi que el cielo empezaba a oscurecerse.
—Tal vez cancelen la clase. Es difícil de saber. Mejor como algo.
Bill puso los huevos.
—No te entiendo —dijo—, ni siquiera pareces resacoso.

—Tengo resaca todas las mañanas. Es normal. Estoy ya ajustado.
—De todos modos sigues escribiendo buena mierda, a pesar de todo el bebistrajo.
—No entremos en eso. Quizás sea la variación de coños. No hiervas demasiado los
huevos.Fui al baño y eché una cagada. El estreñimiento no era uno de mis problemas. Salía

cuando oí a Bill gritar:
—¡Chinaski!
Luego lo oí en el patio, vomitando. Volvió a entrar.
El pobre estaba realmente malo.
—Toma un poco de levadura. ¿Tienes un Valium?
—No.
—Entonces espera diez minutos después de la levadura y te tomas una cerveza
caliente. Ponla en un vaso ahora para que coja aire.
—Tengo una benzedrina.
—Tómatela.

Cada vez se iba nublando más. Quince minutos después de la benzedrina, Bill se dio una ducha. Cuando salió tenía buen aspecto. Se comió un sándwich de mantequilla de cacahuete con rodajas de plátano. Iba a conseguirlo.
—Todavía quieres a tu mujer, ¿verdad? —le dije.
—Cristo, sí.
—Sé que no ayuda mucho, pero trata de pensar que a todos nos ha pasado alguna
vez.
—No ayuda.

—Una vez que una mujer te da la espalda, olvídala. Te aman y de repente algo se da vuelta. Te pueden ver muriéndote en una cuneta, atropellado por un coche y pasarán a tu lado escupiéndote.

—Cecilia es una mujer maravillosa.
Se iba haciendo más oscuro.
—Vamos a beber más cerveza —dije.

Nos sentamos y bebimos cerveza. Se puso muy oscuro y el viento empezó a arreciar. No hablábamos mucho. Yo estaba contento de haberle conocido. Había en él muy poca palabrería falsa. Estaba cansado, quizás eso ayudase. Nunca había tenido suerte con sus poemas en USA. En Australia le adoraban, en cambio. Tal vez algún día lo descubrirían aquí. Puede que en el año 2000. Era un tío pequeño, duro y tenaz, sabías que era grande, sabías que había estado allí. A mí me gustaba.

Bebimos con calma, entonces sonó el teléfono. Era otra vez Cecilia. El tornado había pasado de largo, o algo así. Bill se iba a dar su clase. Yo iba a leer aquella noche. Bravo. Todo estaba en funcionamiento. Todos con empleo a tiempo completo.

Hacia mediodía, Bill metió su cuaderno y todo lo necesario en una cartera, cogió su

bicicleta y se fue pedaleando a la universidad.
Cecilia llegó a casa un poco más tarde.
—¿Salió Bill bien al trabajo?
—Sí, se fue en la bicicleta. Tenía buen aspecto.
—¿Cómo de bueno? ¿Iba pirado?
—Qué va. Comió y todo.
—Todavía le quiero. Hank. Sólo que no puedo seguir por más tiempo.
—Entiendo.
—No sabes lo mucho que tenerte aquí significa para él. Solía leerme tus cartas una

y otra vez.
—¿Eran sucias, eh?
—No, divertidas. Nos hacían reír.
—Vamos a joder, Cecilia.
—Hank, ahora estás haciendo tu número.
—Eres una cosita maciza. Déjame metértela.
—Estás borracho. Hank.
—Tienes razón, olvídalo.

ENLACE " CAPITULO 75 "

No hay comentarios: