Cecilia estaba sentada viéndonos beber. Comprendí que la repelía. Yo comía carne. No tenía dios. Me gustaba joder. La naturaleza no me interesaba. Nunca votaba. Me gustaban las guerras. El espacio exterior me aburría. El béisbol me aburría. La Historia me
aburría. Los zoos me aburrían.
—Hank —dijo—, voy a salir un rato.
—¿Qué ocurre fuera?
—Me gusta ver cómo la gente nada en la piscina. Me gusta ver cómo se divierten.
Cecilia se levantó y salió.
Valerie se rió, Bobby se rió.
—Muy bien, así no voy a pasar por sus bragas.
—¿Lo deseas? —preguntó Bobby.
—No es mi deseo sexual lo que se ha ofendido, es mi ego.
—Y no te olvides de tu edad —dijo Bobby.
—No hay nada peor que un viejo cerdo orgulloso —dije yo.
Bebimos en silencio.
Cerca de una hora más tarde volvió Cecilia.
—Hank, quiero irme.
—¿Adonde?
—Al aeropuerto. Quiero volar a San Francisco. Tengo todo el equipaje listo.
—Por mí está bien. Pero vinimos en el coche de Bobby y Valerie. Tal vez ellos no
quieran irse todavía.
—La llevaremos a Los Ángeles —dijo Bobby.
Pagamos la cuenta y subimos al coche, con Bobby al volante, Valerie a su lado y
Cecilia y yo en el asiento trasero. Cecilia se apartó de mí todo lo que pudo.
Bobby puso el magnetófono. La música sacudió el asiento trasero como una ola.
Bob Dylan.
Valerie pasó un porro. Le di una calada y traté de pasárselo a Cecilia. Se echó hacia el otro lado. Yo me incliné y le acaricié una rodilla, le di un apretón. Ella me apartó la mano.
—¿Eh, qué tal vais ahí detrás? —preguntó Bobby.
—Es el amor —le dije.
Conducimos cerca de una hora.
—Aquí está el aeropuerto —dijo Bobby.
—Te quedan dos horas —le dije a Cecilia—. Podemos ir a mi casa y esperar.
—No importa —dijo Cecilia—, quiero ir ahora.
—¿Pero qué vas a hacer dos horas en el aeropuerto? —pregunté.
—Oh —dijo ella—. ¡Me encantan los aeropuertos!
Paramos delante de la terminal. Salí y saqué su equipaje. Estábamos juntos de pie.
Entonces ella se me acercó y me dio un beso en la mejilla. La dejé irse sola.
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