Había estado teniendo correspondencia con una mujer de San Francisco durante varios meses. Se llamaba Liza Weston y se ganaba la vida dando clases de danza, incluido ballet, en su propio estudio. Tenía 32 años, había estado casada una vez y todas sus cartas eran largas y mecanografiadas impecablemente en papel rosado. Escribía bien, con inteligencia y sin exageración. Me gustaban sus cartas y le contestaba. Liza se apartaba de la literatura, se apartaba de los llamados grandes temas. Me escribía acerca de pequeños acontecimientos ordinarios, pero los describía con agudeza y humor. Un día me escribió diciéndome que iba a venir a Los Ángeles a comprar algo de ropa de baile y que si me gustaría conocerla. Le contesté que me apetecía bastante, y que se podía quedar en mi casa, pero que debido a la diferencia de edad,el la tendría que dormir en el sofá y yo en la cama. Te llamaré por teléfono cuando llegue, me respondió.
Tres o cuatro días más tarde sonó el teléfono. Era Liza.
—Estoy en la ciudad —me dijo.
—¿Estás en el aeropuerto? Te recogeré.
—Cogeré un taxi.
—Cuesta mucho.
—Será lo más fácil.
—¿Qué te gusta beber?
—No bebo mucho. Lo que tú quieras...
Me senté y la esperé. Siempre me ponía nervioso en estas situaciones. Cuando finalmente llegaban casi no quería que ocurriese. Liza había mencionado que era guapa, pero no había visto ninguna foto suya. Yo una vez me había casado con una mujer. Le había prometido matrimonio sin conocerla más que por cartas. También escribía cartas inteligentes, pero mis dos años y medio de vida de casado demostraron ser un desastre. La gente solía ser mucho mejor en sus cartas que en la realidad. En esto se parecían a los poetas.
Di vueltas por la habitación. Entonces oí pasos por el camino del patio. Atisbé entre las cortinas. No estaba mal. Pelo moreno, un vestido desenfadado ych ic, con una falda larga que le llegaba hasta los tobillos. Caminaba con gracia, manteniendo alta la cabeza. Una bonita nariz, boca ordinaria. Me gustaban las mujeres con trajes, me recordaban
tiempos pasados. Llevaba una pequeña bolsa. Llamó a la puerta.
—Entra —le dije abriendo la puerta.
Liza dejó la bolsa en el suelo.
—Siéntate.
Llevaba muy poco maquillaje. Era guapa. Su pelo era estilizado y corto.
Le puse un vodka-7 y me preparé otro para mí. Parecía tranquila. Había un toque de
sufrimiento en su rostro, había pasado por uno o dos períodos difíciles en su vida. Igual
que yo.
Mañana voy a comprar algunos trajes. Hay una tienda en Los Ángeles que tiene
cosas muy insólitas.
—Me gusta ese traje que llevas. Una mujer completamente cubierta es excitante,
pienso yo. Por supuesto, es difícil juzgar así su figura, pero te puedes hacer una idea.
—Eres tal como pensaba. No estás asustado.
—Gracias.
—No eres demasiado tímido.
—Voy por mi tercera copa.
—¿Qué pasa después de la cuarta?
—No gran cosa. La bebo y espero la quinta.
Salí a comprar el periódico. Cuando volví Liza tenía su larga falda recogida a la altura de las rodillas. Tenía buena pinta. Tenía finas rodillas y buenas piernas. El día (en verdad, la noche) se me estaba iluminando. Por sus cartas sabía que era una adicta de la comida natural como Cecilia. Sólo que no actuaba como Cecilia. O por lo menos no lo parecía. Yo estaba sentado en el otro lado del sofá y lanzaba continuamente miradas a sus piernas. Siempre había sido un hombre de piernas.
—Tienes unas piernas muy bonitas —le dije.
—¿Te gustan?
Subió un poco más su falda. Era enloquecedor. Toda aquella pierna fabulosa
saliendo de la ropa. Era mucho mejor que una minifalda.
Después de la siguiente copa me puse a su lado.
—Deberías venir a ver mi estudio de danza —dijo ella.
—No sé bailar.
—Claro que puedes bailar. Yo te enseñaré.
—¿Gratis?
—Claro. Eres muy ligero de pies para ser tan grandón. Puedo asegurar por tu
manera de andar que serías un buen bailarín.
—Es un trato. Yo dormiré en tu sofá.
—Tengo un apartamento bonito, pero todo lo que tengo es una cama de agua.
—Muy bien.
—Pero me tienes que dejar que cocine para ti. Buena comida.
—Suena bien.
Miré sus piernas. Entonces acaricié una de sus rodillas. La besé. Ella respondió
como una mujer solitaria.
—¿Me encuentras atractiva? —me preguntó.
—Sí, por supuesto. Pero lo que más me gusta es tu estilo. Tienes un tono inusual.
—Sabes ser galante, Chinaski.
—Tengo que serlo. Casi tengo 60 años,
—Parece que tuvieras 40.
—Tú también sabes ser galante, Liza.
—Tengo que serlo. Tengo 32.
—Me alegro de que no tengas 22.
—Y yo me alegro de que tú no tengas 32.
—Esta es una buena noche —dije.
Ambos trasegamos nuestras copas.
—¿Qué piensas de las mujeres? —preguntó ella.
—No soy un pensador. Cada mujer es diferente. Básicamente parece que sean una
combinación de lo mejor y lo peor, lo mágico y lo terrible. Estoy contento de que existan,
de todas maneras.
—¿Cómo las tratas?
—Son- mejores conmigo que yo con ellas.
—¿Piensas que eso está bien?
—No está bien, pero así es.
—Eres honesto.
—No mucho.
—Después de que compre esos trajes mañana, quiero probármelos. Tú puedes
decirme el que más te gusta.
—Claro. Pero a mí me gusta el típico traje largo. Con clase.
—Compro de todos tipos.
—Yo no compro ropa hasta que se me cae en pedazos.
—Tu forma de vida es diferente.
—Liza, después de esta copa me voy a la cama. ¿Te parece bien?
—Por supuesto.
Le había puesto su ropa de cama en el suelo.
—¿Tendrás sábanas suficientes?
—Sí.
—¿Está bien la almohada?
—Seguro que sí.
Acabé mi copa, me levanté y cerré con llave la puerta principal.
—No te estoy encerrando. Confía.
—Lo hago...
Entré en el dormitorio, me desvestí, apagué la luz y me metí en la cama.
—Ya ves —le dije—, no te he violado.
—Oh —contestó ella—, mala suerte.
No acabé de creérmelo pero fue bueno oírlo. Me había hecho un número de
cortesía. Liza no se iba a ir todavía.
Cuando me desperté la oí en el baño. ¿Debería quizás haberla cogido por banda? ¿Un hombre cómo podía saberlo? Generalmente, decidí, era mejor esperar, si importaban los sentimientos personales. Si las odiabas de primeras, era mejor jodértelas de entrada; si no, era mejor esperar, luego jodértelas y odiarlas más tarde.
Liza salió del baño con un vestido rojo de longitud media. Le sentaba bien. Era
esbelta y distinguida. Se plantó frente al espejo de mi dormitorio, peinándose.
—Hank, voy a ir a comprar la ropa. Quédate en la cama. Probablemente te sentirás
mal después de toda aquella bebida.
—¿Por qué? Los dos bebimos lo mismo.
—Te oí vomitando en la cocina. ¿Qué te ocurrió?
—Estaba asustado, supongo.
—¿Tú? ¿Asustado? Pensé que eras el enorme, rudo, bebedor y jodedor de mujeres.
—¿Te hice algo?
—No.
—Estaba asustado. Mi arte es mi temor. De ahí lo arranco.
—Voy a comprar la ropa. Hank.
—Estás enfadada. Te sientes humillada.
—Desde luego que no. Volveré.
—¿Dónde está la tienda?
—En la calle 87.
—¿La calle 87? ¡Hostia santa, eso esWa tts!
—Tienen los mejores trajes de la costa.
—¡Es un barrion eg ro!
—¿Eres anti-negros?
—Yo soy anti-todo.
—Cogeré un taxi. Volveré dentro de tres horas.
—¿Esta es tu idea de venganza?
—He dicho que volveré. Dejo mis cosas.
—No volverás nunca.
—Volveré. Sé arreglármelas sola.
—Está bien, pero oye... no cojas un taxi.
Me levanté y cogí mis vaqueros, encontré las llaves de mi coche.
—Toma, coge mi Volks. La matrícula es TRV 469, está justo ahí fuera. Pero ten
cuidado con el embrague, y la segunda salta, especialmente al reducir, rasca.
Cogió las llaves y yo me volví a meter en la cama tapándome con las sábanas. Liza
se inclinó sobre mí. La abracé, la besé en el cuello. Mi aliento apestaba.
—Animo —me dijo—. Confía. Lo celebraremos esta noche y habrá un desfile de modas.
—No puedo esperar.
—Ya verás.
—La llave plateada abre la puerta del conductor. La dorada es la llave de contacto.
Se fue con su vestido rojo. Oí cerrarse la puerta. Miré a mi alrededor. Su bolsa
estaba allí todavía. Y había un par de zapatos suyos sobre la alfombra.
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