miércoles, 8 de diciembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 86

Estaba sentado en calzoncillos una noche una semana más tarde. Se oyó una ligera

llamada en la puerta.
—Un momento —dije. Me puse una bata y abrí la puerta.
—Somos dos chicas de Alemania. Hemos leído tus libros.
Una parecía tener 19 años, la otra quizás 22.

Tenía dos o tres libros traducidos en Alemania en ediciones reducidas. Yo había nacido en Alemania en 1920, en Andernach. La casa donde había vivido de niño era ahora un burdel. No sabía hablar alemán, pero ellas hablaban inglés.
—Entrad.
Se sentaron en el sofá.

—Yo me llamo Hilda —dijo la de 19 años.
—Yo Gertrude —dijo la de 22.
—Yo Hank.
—Pensamos que tus libros son muy tristes y muy divertidos —dijo Gertrude.
—Gracias.
—Preparé tres vodkas-7. Se bebieron lo suyo y yo lo mío.
—Vamos de camino a Nueva York. Pensamos que podíamos hacer una parada —
dijo Gertrude.
Dijeron que habían estado en México. Hablaban bien el inglés. Gertrude era más
pesada, casi una bola de manteca; era todo tetas y culo. Hilda era flaca, parecía como si estuviese apretada... estreñida y rara, pero atractiva.
Mientras bebía, crucé las piernas. Se apartó mi bata.
—¡Oh —dijo Gertrude—, tienes unas piernas muy sexy!
—Sí —dijo Hilda.
—Ya lo sé —dije yo.
Las chicas siguieron mi ritmo de bebida. Preparé tres más. Cuando me volví a

sentar me aseguré de que la bata me cubriera convenientemente.
—Chicas, os podéis quedar aquí unos días, descansad.
No contestaron.
—O no tenéis por qué quedaros —dije—, no hay problema. Podemos charlar un
rato. No quiero exigiros nada.
—Apuesto a que conoces a un montón de mujeres —dijo Hilda—. Hemos leído tus

libros.
—Escribo ficción.
—¿Qué es ficción?
—La ficción es una mejora de la realidad.
—¿Quieres decir que mientes? —preguntó Gertrude.
—Un poco. No mucho.
—¿Tienes novia? —preguntó Hilda.
—No, ahora no.
—Nos quedaremos.

—Sólo hay una cama.
—Vale.
—Sólo una cosa...
-¿Qué?
—Yo tengo que dormir en el medio.
—Muy bien.

Seguí sirviendo bebidas y pronto nos disparamos. Llamé al almacén de licores.
—Quiero...
—Espere, amigo —dijo él—, no hacemos repartos a estas horas.
—¿De verdad? Meto doscientos dólares al mes por tu tragadera.
—¿Quién es?

—Chinaski.
—Oh,Ch in a sk i. .. ¿Qué es lo que quería?
Se lo dije.
—¿Sabe cómo venir?

—Oh, sí.
Llegó en ocho minutos. Era el australiano gordo que estaba siempre sudando. Cogí

los dos paquetes y los puse en una silla.
—Hola, señoritas —dijo el barrigón. Ellas no contestaron.
—¿Cuánto es, Arbuckle?
—Bueno, son 17.94 dólares.
Le di uno de veinte. Empezó a rebuscar el cambio. —No hagas comedia. Cómprate
una casa nueva.
—¡Gracias, señor!
Entonces se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja: «Dios mío, ¿cómo lo

consigue?».
—Mecanografiando.
—¿Mecanografiando?
—Sí, unas 18 palabras por minuto. Le saqué fuera y cerré la puerta.

Aquella noche me fui a la cama con ellas. Yo en medio. Estábamos todos borrachos y primero agarré una, besándola y acariciándola, luego me volví y agarré a la otra. Fui de un lado a otro y era muy gratificador. Más tarde me concentré durante largo rato en una, luego me volví hacia la otra. Cada una aguardaba pacientemente. Yo estaba confuso. Gertrude era más caliente, Hilda era más joven. Dudaba, me ponía encima de cada una de ellas pero no se la metía. Finalmente me decidí por Gertrude. Pero no lo conseguí. Estaba demasiado borracho. Nos quedamos dormidos, con su mano agarrándome la polla y mis manos en sus tetas. Mi polla se bajó, sus tetas siguieron firmes.

Hacía calor al día siguiente y bebimos más. Llamé pidiendo comida. Puse el ventilador. No hablamos mucho. A estas alemanas les gustaba beber. Salieron y se sentaron en el viejo banco de mi porche. Hilda en shorts y sujetador y Gertrude en una ligera combinación rosada, sin sujetador ni bragas. Max, el cartero, llegó a casa. Gertrude recogió mi correo. El pobre Max por poco se desmaya. Pude ver la envidia y la incredulidad en sus ojos. Pero, por lo menos, él tenía seguro social...

Hacia las dos de la tarde Hilda dijo que iba a dar un paseo. Gertrude y yo entramos. Finalmente sucedió. Estábamos en la cama y nos desnudamos. Después de un rato nos metimos en ello. La monté y se la metí. Pero se fue bruscamente hacia la izquierda, como si hubiese una curva cerrada. Sólo recordaba una mujer igual, pero aquello había estado muy bien. Entonces empecé a pensar, me está engañando, no la tiene metida. Así que la saqué y se la volví a meter. Entró y de nuevo hizo un fuerte giro a la izquierda. Vaya mierda. O bien tenía un coño jodidamente extraño o no la estaba penetrando. Bombeé y sacudí mientras se me doblaba en aquel rudo giro.
Trabajé y trabajé. Entonces sentí como si estuviese tocando hueso. Era chocante.

Me di por vencido y lo dejé.
—Lo siento —dije—, parece que no es mi día.
Gertrude no contestó.
Nos levantamos y vestimos. Salimos a la sala, nos sentamos y esperamos a Hilda.

Bebimos y esperamos. Hilda tardó un buen rato. Largo, largo rato. Finalmente llegó.
—Hola —dije.
—¿Quiénes son todos estos negros de tu barrio? —me preguntó.
—No sé quiénes son.
—Me dijeron que podía sacarme dos mil dólares por semana,
—¿Haciendo qué?
—No me lo dijeron.

Las alemanas se quedaron dos o tres días más. A mí se me seguía doblando hacia la izquierda con Gertrude aun cuando estaba sobrio. Hilda me dijo que estaba con Tampax, así que no era de gran ayuda.

Finalmente recogieron sus cosas y las llevé en mi coche. Llevaban grandes mochilas de lona que cargaban sobre sus espaldas. Hippies alemanas. Seguí sus instrucciones. Gira por aquí, gira por allí. Subimos más y más a las colinas de Hollywood. Estábamos en territorio rico. Había olvidado que había gente que vivía fabulosamente mientras la mayoría de los otros se desayunaban con su propia mierda. Cuando vivías donde yo vivía empezabas a creer que cualquier otro sitio era como tu propio cuchitril.
—Aquí es —dijo Gertrude.

El coche estaba al comienzo de un largo camino privado. Arriba había una casa, una casa grande, grande, con todas las cosas en ella y a su alrededor que suelen tener estas casas.
—Mejor nos dejas que vayamos andando—dijo Gertrude.
—Sí —dije yo.

Salieron. Di la vuelta al Volks. Ellas se quedaron en la entrada despidiéndome, con sus mochilas en la espalda. Yo les dije adiós, luego me fui, puse punto muerto, y me dejé deslizar montaña abajo.

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