jueves, 9 de diciembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 87

Me pidieron que diera una lectura en un famoso club, el Lancer, en Hollywood Boulevard. Accedí a leer dos noches. Iba a ir después de un grupo de rock, Los violadores. Me estaba metiendo vampirizado en el mogollón del show business. Me dieron algunos tickets y llamé a Tammie preguntándole si quería venir. Ella dijo que sí, así que la primera noche la llevé conmigo. Hice que la pusieran en primera fila. Nos sentamos en el bar esperando a que llegase mi turno. La actuación de Tammie fue similar a la mía. Se emborrachó pronto y empezó a ir de un lado a otro del bar hablando con la gente.
Cuando estaba a punto de salir yo, Tammie se iba cayendo sobre las mesas.
Encontré a su hermano y le dije:
—Hostia,l léva tela de aquí, ¿quieres?
La sacó. Yo estaba también borracho, y más tarde me olvidé de que había pedido
que la sacaran.

No di una buena lectura. El público estaba estrictamente metido en el rock y se perdían líneas y significados. Pero en parte yo también tenía la culpa. A veces tenía suerte con muchedumbres rockeras, pero no aquella noche. Me sentía a disgusto por la ausencia de Tammie, creo. Cuando volví a casa marqué su número de teléfono. Contestó su madre.

—¡Su hija —le dije— es una ESCORIA!
—Hank, no quiero oír esas cosas.
Colgó.

A la noche siguiente fui solo. Me senté en una mesa del bar y bebí. Una digna dama de cierta edad se acercó a mi mesa y se presentó. Enseñaba literatura inglesa y traía con ella a una de sus pupilas, una bola de manteca llamada Nancy Freeze. Nancy parecía estar pasando calor. Querían saber si yo accedería a responder a unas preguntas para la clase.

—Disparen.
—¿Quién es su autor favorito?
—Fante.
—¿Quién?
—John F-a-n-t-e. Pregunta al polvo. Espera a la primavera, Bandini.

—¿Dónde podemos encontrar sus libros?
—Yo los encontré en la biblioteca central. Entre la quinta y la calle Olive.
—¿Por qué le gusta?
—Emoción total. Un hombre muy bravo.
—¿Quién más?
—Celine.

—¿Por qué?
—Le rajaron las tripas y se rió, y les hizo reír también. Un hombre muy bravo.
—¿Cree usted en la bravura?
—Me gusta verla donde sea, en animales, pájaros, reptiles, humanos.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Me hace sentir bien. Es una cuestión de estilo frente a algo sin arreglo.
—¿Hemingway?
—No.
—¿Por qué?
—Demasiada basura, demasiada seriedad. Un buen escritor, finas sentencias. Pero
para él la vida era siempre una guerra total. Nunca se dejaba, nunca bailaba.
Cerraron sus cuadernillos y se fueron. Demasiado mal. Tenía que haberles dicho
que misve rda d e ra s influencias eran Gable, Cagney, Bogart y Errol Flynn.

La siguiente cosa que supe es que estaba sentado con tres guapas mujeres, Sara, Cassie y Debra. Sara tenía 32 años, una figura con clase, buen estilo y todo un corazón. Tenía un pelo rubio rojizo que le caía sobre los hombros, y unos ojos salvajes, ligeramente chiflados. También arrastraba una sobrecarga de compasión que era realmente excesiva y que obviamente pagaba por ella. Debra era judía con grandes ojos marrones y una boca generosa, muy cargada de carmín. Su boca destelleaba y me hipnotizaba. Supuse que tendría entre 30 y 35 años, y me recordaba a mi madre en 1935 (aunque mi madre había sido mucho más bella). Cassie era alta, con una larga cabellera rubia, muy joven, vestida con ropa cara, a la moda, hip, «in», nerviosa, bella. Se sentó pegada a mí, apretándome la mano, frotando su muslo contra el mío. Mientras apretaba mi mano vi que la suya era mucho mayor que la mía. (Aunque soy un hombre alto, me avergüenzan mis manos pequeñas. En mis trifulcas de juventud en Filadelfia conocí la importancia del tamaño de las manos. Cómo me las arreglé para ganar el 30 por cien de mis peleas es algo sorprendente.) De algún modo, Cassie veía que tenía una ventaja frente a las otras dos y yo, sin saber por qué, accedía.

Entonces tuve que leer, y aquella noche hubo mejor suerte. Era el mismo público, pero mi mente estaba concentrada. La muchedumbre se fue calentado progresivamente, con más salvajismo y entusiasmo. A veces eran ellos quienes conseguían que ocurriera, otras veces eras tú. Esto último era lo usual. Era como subir a un ring: tenías que sentir que les debías dar algo o no estar allí. Yo fintaba, y saltaba y esquivaba, y en el último round abría mi guardia y me iba a noquear al arbitro. La actuación es la actuación. Después del fracaso de la noche anterior mi éxito les debió parecer muy extraño. A mí ciertamente me lo parecía.

Cassie estaba esperando en el bar. Sara me pasó una nota amorosa con su número de teléfono. Debra no fue tan inventiva, simplemente escribió su número de teléfono. Por un momento, extrañamente, pensé en Katherine, luego invité a Cassie a una copa. Nunca había vuelto a ver a Katherine. Mi niñita de Texas, mi belleza de bellezas. Adiós, Katherine.

—Oye, Cassie ¿me puedes llevar a casa? Estoy demasiado borracho para conducir.
Una multa más por conducir borracho y la cago.
—De acuerdo, te llevaré a casa. ¿Qué pasará con tu coche?
—Que se joda. Lo dejo aquí.

Nos fuimos en su M.G. Era de película. En cualquier momento esperaba que me tirase en cualquier esquina. Tenía veintitantos años. Hablaba mientras conducía. Trabajaba para una compañía de música. Le encantaba. No tenía que estar en el trabajo hasta las diez y media y se iba a las tres.

—No está mal —dijo— y me gusta. Puedo contratar y despedir, he ascendido, pero todavía no he tenido que despedir a nadie. Son gente buena y hemos sacado unos cuantos discos magníficos...
Llegamos a mi casa. Saqué el vodka. El pelo de Cassie le llegaba casi hasta el culo.
Yo siempre había sido un hombre de pelo y de piernas.

—Leíste realmente bien esta noche —dijo ella—. Eras una persona completamente diferente de la de la noche pasada. No sé cómo decirlo, pero en tus mejores momentos tienes esta especie de... humanidad. La mayoría de los poetas son unos mierdecillas pedantes.
—A mí tampoco me gustan.
—Y a ellos no les gustas tú.

Bebimos algo más y nos fuimos luego a la cama. Su cuerpo era fascinante, glorioso, estilo Playboy, pero desgraciadamente yo estaba borracho. De todas maneras se me puso dura, y bombeé y bombeé, agarré su larga cabellera, se la saqué de debajo y corrí mis manos por ella. Estaba excitado pero no pude hacerlo. Al final me eché a un lado, le di las buenas noches a Cassie y dormí un sueño culpable.

Por la mañana me sentí embarazado. Estaba seguro de que no volvería a ver más a Cassie. Nos vestimos. Eran cerca de las 10. Fuimos al M.G. y entramos. Yo no hablaba, ella no hablaba. Me sentía como un tonto, pero no había nada que decir. Volvimos al Lancer y allí estaba el Volks azul.
—Gracias por todo, Cassie. No pienses cosas feas de Chinaski.
Ella no contestó. La besé en la mejilla y salí. Se fue con su M.G. Después de todo,
era lo que Lydia decía: «Si quieres beber, bebe; si quieres joder, tira la botella».
Mi problema es que yo quería hacer las dos cosas.

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