martes, 14 de diciembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 90

El día siguiente era sábado y Debra preparó el desayuno.
—¿Vas a venir a cazar antigüedades con nosotras?
—Está bien.
—¿Estás con resaca?
—No muy mal.

Comimos en silencio durante un rato, entonces ella dijo:
—Me gustó tu recital en el Lancer. Estabas borracho pero saliste airoso.
—A veces no ocurre igual.

—¿Cuándo vas a leer otra vez?
—Me han estado llamando de Canadá. Para una fundación o algo así.
—¡Canadá! ¿Puedo ir contigo?
—Veremos.
—¿Te quedas esta noche?
—¿Quieres que me quede?
—Sí.
—Entonces sí.
—Fantástico...
Acabamos el desayuno y yo fui al baño mientras Debra limpiaba los platos. Tiré de
la cadena y me limpié, tiré otra vez de la cadena, me lavé las manos y salí. Debra estaba

limpiando en el fregadero. La agarré por detrás.
—Puedes usar mi cepillo de dientes si quieres —me dijo.
—¿Tengo mal aliento?
—Está bien.
—Como un infierno.
—También puedes ducharte si quieres...
—¿Eso también...?
—Para. Tessie no vendrá hasta dentro de una hora. Podemos limpiar las telarañas.

Entré y dejé correr el agua del baño. La única vez que me gustó ducharme fue en un motel. En la pared del baño había una foto de un hombre, moreno, con pelo largo, convencional, rostro guapo velado por la usual idiotez. Sonreía con dientes muy blancos. Yo cepillé lo que quedaba de mis dientes descoloridos. Debra había mencionado que su ex marido era psiquiatra.

Debra se duchó después que yo. Me serví una copita de vino y me senté en una silla a mirar por la ventana frontal. De repente me acordé de que me había olvidado de enviar a mi ex mujer el dinero de mantenimiento de la niña. Oh, bueno, lo haría el lunes.

Me sentí lleno de paz en Playa del Rey. Era bueno salir de la sucia covacha llena de mugrientos donde vivía. No había playa, y el sol nos caía encima sin clemencia. Estábamos todos locos de un modo u otro. Hasta los perros y los gatos estaban chalados, y los pájaros, y los repartidores de periódicos y las putas.

Para nosotros, en East Hollywood, los retretes nunca funcionaban bien y el mierda del fontanero del casero nunca los sabía arreglar. Quitábamos la cadena de la cisterna y la hacíamos funcionar manualmente. Los grifos goteaban, las cucarachas pululaban, los perros se cagaban en todas partes y las persianas estaban llenas de agujeros que permitían que se colaran moscas, mosquitos y todo tipo de insectos voladores.
Sonó el timbre, me levanté y abrí la puerta. Era Tessie. Tenía cuarenta y tantos
años, un ave solitaria, una pelirroja con el pelo obviamente muerto.

—Tú eres Henry, ¿verdad?
—Sí. Debra está en el baño. Pasa y siéntate.
Llevaba una falda corta roja. Tenía buenos muslos. Sus tobillos y pantorrillas

tampoco estaban mal. Tenía aspecto de que le encantara joder.
Fui al baño y llamé a la puerta.
—Debra, Tessie está aquí...

El primer anticuario estaba a una manzana o dos de la costa. Aparcamos el Volks y entramos. Todo tenía el precio fijado, 800 dólares, 1.500... Viejos relojes, viejas sillas, viejas mesas. Los precios eran increíbles. Dos o tres empleados deambulaban por allí y se frotaban las manos. Evidentemente trabajaban con sueldo más comisión. El dueño debía conseguir las cosas prácticamente tiradas en Europa o en las montañas Ozark. Me aburría mirar aquellos precios desorbitados escritos cuidadosamente en etiquetas. Les dije a las chicas que esperaría en el coche.

Encontré un bar cruzada la calle, entré y me senté. Pedí una botella de cerveza. El bar estaba lleno de jóvenes de menos de 25 años. Eran rubios y delgados, o morenos y delgados, vestidos con pantalones y blusas perfectamente ajustados. Eran inexpresivos y plácidos. No había mujeres. Estaba encendido un gran televisor. No tenía sonido. Nadie lo miraba. Nadie hablaba. Acabé mi cerveza y me fui.

Encontré una tienda de licores y compré un paquete de seis cervezas. Volví al coche y me senté allí. La cerveza era buena. El coche estaba aparcado en el patio que había tras el anticuario. La calle de la izquierda estaba atestada de tráfico y observé a la gente aguardando pacientemente dentro de sus coches. Casi siempre había un hombre y una mujer, mirando fijamente al frente, sin hablar. Era, al final, para cada uno, cuestión de esperar. Esperabas y esperabas, para el hospital, el doctor, el fontanero, el manicomio, la cárcel, a que papá se matase. Primero la señal estaba roja, luego verde. Los ciudadanos del mundo comían alimentos y veían la televisión, se preocupaban de sus trabajos o de su falta de suerte, mientras esperaban.

Empecé a pensar en Debra y Tessie, que estaban en el anticuario. A mí realmente no me gustaba Debra, pero allí estaba, entrando en su vida. Me hacía sentir como un loco curiosón.
Seguí sentado, bebiendo. Iba por el último bote cuando finalmente salieron.
—Oh, Henry —dijo Debra—, he encontrado la mesa de mármol más bonita que te

puedas imaginar por sólo 200 dólares.
—¡Es realmentefa b ulo sa! —dijo Tessie.
Subieron en el coche. Debra apretó su pierna contra la mía.
—¿Te has aburrido con todo esto? —me preguntó.
Puse en marcha el motor y fui hasta la tienda de licores. Compré tres o cuatro
botellas de vino y cigarrillos.

Aquella zorra, Tessie, con su corta falda roja y sus medias, me vino al pensamiento mientras pagaba al tendero. Podría apostar a que se había chupado por lo menos a una docena de tipos sin pensarlo siquiera. Decidí que su problema erano pensar. No le gustaba pensar. Y eso estaba bien porque no había leyes ni reglas contra ello. ¡Pero cuando llegase a los 50 en unos pocos años, empezaría a pensar! Entonces se convertiría en una rabiosa mujer de supermercado, clavando su carrito en las espaldas de la gente, pegando patadas en los tobillos en la línea típica, pintarrajeada, con la cara reblandecida y arrugada y su cesta llena con queso de granja, patatas fritas, chuletas de cerdo, cebollas rojas y un cuarto de Jim Beam.
Volví al coche y regresamos a casa de Debra. Las chicas se sentaron. Yo abrí la
botella y serví tres copas.
—Henry —dijo Debra—, voy a ir a recoger a Larry. Me llevará en su camioneta a

recoger la mesa. No necesitas acompañarme. ¿Contento?
—Sí.
—Tessie se quedará aquí a hacerte compañía.
—Muy bien.
—¡Y ahora portaros bien los dos!
Larry entró por la puerta trasera y se fue por la frontal con Debra. Larry arrancó la
camioneta y se marcharon.
—Bueno, estamos solos —dije yo.

—Sí —dijo Tessie. Se sentó muy rígida, mirando fijamente hacia el frente. Acabé mi copa y fui al baño a echar una meada. Cuando salí, Tessie seguía sentada en el sofá muy quieta.

Me acerqué por detrás. Cuando llegué junto a ella la cogí de la barbilla y levanté su cara. Apreté mi boca contra la suya. Tenía una cabeza muy grande. Llevaba maquillaje púrpura bajo los ojos y olía a zumo de frutas, como de albaricoque. Llevaba unas finas cadenas de plata colgando de las orejas, y al final de cada cadena colgaba una bola, simbólica. Mientras nos besábamos exploré en su blusa. Encontré una teta y la abarqué con mi mano acariciándola. No llevaba sostén. Luego me aparté y saqué mi mano. Rodeé el

sofá y me senté junto a ella. Serví dos copas.
—Para ser un feo hijo de puta tienes muchos cojones —dijo ella.
—¿Qué me dices de uno rápido antes de que vuelva Debra?
—No.
—No me odies. Sólo quiero alegrar la fiesta.
—Creo que te estás pasando de la raya. Lo que acabas de hacer es grosero y obvio.
—Supongo que me falta imaginación.
—¿Y eres un escritor?
—Escribo, pero más que nada hago fotografías.
—Creo que te jodes a las mujeres sólo para escribir que te las has jodido.
—No sé.
—Yo creo que sí.

—Está bien, está bien, olvídalo. Bebamos.

Tessie volvió a su copa. La acabó y dejó su pitillo. Me miró, moviendo sus largas pestañas postizas. Tenía como Debra una gran boca de carmín. Sólo que la boca de Debra era más oscura y no brillaba tanto. La de Tessie era de un rojo reluciente y sus labios refulgían, mantenía su boca abierta, pasándose continuamente la lengua por el labio inferior. De repente Tessie me cogió. Aquella boca se abrió sobre mi boca. Era excitante. Me sentí como si estuviese siendo violado. Se me empezó a empalmar la polla. Mientras me besaba, busqué por abajo y le subí la falda, corrí mi mano por su pierna izquierda mientras seguíamos besándonos.
—Vamos —dije después del beso.

La llevé de la mano hasta el dormitorio de Debra. La eché sobre la cama. Me quité los zapatos y pantalones, luego le quité sus zapatos. La besé por largo rato, luego le subí la falda roja por encima de las caderas. No llevaba pantys, sino medias y bragas rosas. Le quité las bragas. Tessie tenía los ojos cerrados. Desde algún sitio del vecindario llegaba música sinfónica. Pasé un dedo por su coño, pronto se humedeció y abrió. Metí el dedo dentro, luego lo saqué y froté el clítoris. Era agradable y jugoso. La monté, le pegué algunas acometidas viciosas sin contemplaciones, luego lo hice con más lentitud y después fui a rajarla otra vez. Miré aquella cara depravada y simple. Realmente me excitaba. Embestía cegado.

Entonces Tessie me empujó fuera.
—¡Quita!
—¿Qué? ¿Qué?
—¡He oído la camioneta! ¡Me despedirá! ¡Perderé el empleo!
—¡No, no, tú, ZORRA!

La ataqué sin clemencia, apretando mis labios contra aquella reluciente y horrible boca mientras me corría en su interior, muy bien. Salté fuera. Tessie recogió sus zapatos y bragas y se fue corriendo al baño. Yo me limpié con mi pañuelo y arreglé las colchas de la cama, coloqué las almohadas. Mientras me abrochaba la cremallera se abrió la puerta. Salí a la sala.
—Henry, ¿puedes ayudar a Larry a entrar la mesa? Es pesada.
—Cómo no.
—¿Dónde está Tessie?
—Creo que está en el baño.
Seguí a Debra hasta la camioneta. Sacamos la mesa, la agarré y la llevé hasta la

casa. Cuando entramos Tessie estaba en el sofá con un cigarrillo en la boca.
—¡No dejéis caer la mercancía, chicos! —dijo.
—¡No hay cuidado! —dije yo.
Lo entramos en el dormitorio de Debra y lo pusimos junto a la cama. Tenía otra
mesa allí que quitó. Nos quedamos alrededor y miramos el mármol.
—Oh, Henry, sólo doscientos... ¿Te gusta?
—Oh, es muy bonita, Debra, muy bonita.

Me fui al baño, me lavé la cara y me peiné. Luego me quité los pantalones y

calzoncillos y me lavé con tranquilidad las partes. Meé, tiré de- la cadena y volví a salir.
—¿Quieres un vino, Larry? —le dije.
—Oh, no, pero gracias...

—Gracias por ayudar, Larry —dijo Debra.
Larry se fue por la puerta trasera.
—¡Oh, estoy tane x cit a da! —dijo Debra.
Tessie se sentó con nosotros, bebió y charló durante unos 10 o 15 minutos, luego

dijo:
—Debo irme.
—Quédate si quieres —dijo Debra.
—No, no, debo irme. Tengo que limpiar mi apartamento, está hecho un desastre.
—¿Limpiar tu apartamento? ¿Hoy? ¿Cuando tienes dos amigos encantadores con
quienes beber? —dijo Debra.
—Estoy aquí sentada pensando en todo el revoltijo y no puedo estar tranquila. No
te lo tomes como algo personal.
—Está bien, Tessie, puedes irte. Te perdonamos.
—Muy bien, querida...
Se besaron en la puerta y Tessie se marchó. Debra me cogió de la mano y me llevó
al dormitorio. Miramos la mesita de mármol.
—¿Qué piensasrea lmen te de ella, Henry?
—Bueno, yo he llegado a perder 200 dólares en el hipódromo y no he tenido nada

para mostrar luego, así que pienso que está bien.
—Estará aquí a nuestro lado mientras durmamos esta noche.
—¿Tal vez debería quedarme yo aquí al lado y tú acostarte con la mesa?
—¡Estás celoso!
—Por supuesto.
Debra se acercó a la cocina y salió con unos trapos y un frasco de algún fluido de
limpieza. Empezó a restregar el mármol.
—¿Ves? Hay una manera especial de tratar el mármol para que se acentúen las
venas.
Me desvestí y me senté al borde de la cama en calzones. Luego me eché sobre la
colcha y las almohadas. Luego me volví a sentar.
—Oh, Cristo, te estoy desarreglando el salto de cama.
—No pasa nada.
Fui a por dos copas. Le di una a Debra. La observé trabajando con la mesa.
Entonces ella me miró.
—¿Sabes? Tienes las piernas más hermosas que he visto nunca en un hombre.

—¿No están mal para un vejete, eh, nena?
—Nada mal.
Frotó la mesa un poco más y luego lo dejó.
—¿Qué te ha parecido Tessie?
—Bien. Me gusta.
—Es buena trabajadora.
—Sobre eso no sé.
—No me gustó que se fuera. Creo que quería simplemente dejarnos a solas. La
telefonearé.
—¿Por qué no?

Debra cogió el teléfono. Habló con Tessie durante un rato. Empezó a oscurecer. ¿Qué pasaba con la cena? Ella estaba con el teléfono en el centro de la cama sentada sobre sus piernas. Tenía un bonito trasero. Debra se rió y luego se despidió. Me miró.
—Tessie dice que eres dulce.

Fui a por más bebida. Cuando volví, el gran televisor en color estaba encendido. Nos sentamos juntos en la cama viendo la televisión, con las espaldas apoyadas en la cabecera, bebiendo.
—Henry —me dijo—. ¿Qué vas a hacer el Día de Acción de Gracias?
—Nada.
—¿Por qué no vienes conmigo? Yo compraré el pavo. Vendrán dos o tres amigos.
—De acuerdo, suena bien.

Debra se inclinó hacia delante y apagó la televisión. Parecía muy contenta. Luego apagó la luz. Fue al baño y salió envuelta en algo muy fino. Se metió en la cama a mi lado. Nos apretamos juntos. Mi polla se empalmó. Su lengua exploró mi boca. Tenía una lengua grande y cálida. Me bajé al pilón. Aparté el pelo y trabajé con mi lengua. Luego le di un poco con la nariz. Ella respondía. Volví a subir, la monté y se la clavé.
...Insistí e insistí. Traté de pensar en Tessie con su corta falda roja. No sirvió. Se lo

había dado todo a Tessie. Bombeé una y otra vez.
—Lo siento, nena, demasiada bebida. ¡Aah, siente micorazón!
Puso su mano en mi pecho.
—Sí que está enma rch a —dijo.
—¿Todavía estoy invitado para el Día de Acción de Gracias?
—Claro, pobrecito mío, no te preocupes, por favor.
La besé deseándole buenas noches, me eché a un lado y me dormí.

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