miércoles, 15 de diciembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 91

A la mañana siguiente, después de que Debra se fuera al trabajo, me bañé, luego traté de ver la televisión. Iba desnudo hasta que me di cuenta de que se me podía ver desde la calle a través de la ventana. Así que me tomé un vaso de zumo de uva y me vestí. Finalmente, no se me ocurrió otra cosa que hacer más que pasarme por casa. Podía haber algo de correo, una carta de alguien. Me aseguré de que todas las puertas quedasen bien cerradas, me encaminé hacia el Volks, lo puse en marcha y volví a Los Ángeles.
Por el camino me acordé de Sara, la tercera chica que había conocido en el Lancer.

Tenía su número de teléfono en mi cartera. Llegué a casa, eché una cagada y la telefoneé.
—Hola —dije—, soy Chinaski, Henry Chinaski...
—Sí, me acuerdo de ti.
—¿Qué estás haciendo? Pensé que podía pasarme a verte.
—Tengo que trabajar en mi restaurante. ¿Por qué no te pasas por él?
—¿Es un sitio de comida natural, no?
—Sí, te haré un buen sándwich saludable.
—¿Oh?

—Cierro a las cuatro. ¿Por qué no te pasas un poco antes?
—Muy bien. ¿Cómo puedo llegar allí?
—Coge un lápiz y te daré la dirección.
Escribí la dirección.
—Te veré a las tres y media —dije.

Hacia las dos y media subí al Volks. En un punto de la autopista las instrucciones estaban un poco confusas y me hice un lío. Detestaba con toda mi alma las autopistas y los carteles de instrucciones. Giré en un sitio y me encontré en Lakewood. Entré en una

gasolinera y llamé a Sara.
—Restaurante Drop On —respondió.
—¡Mierda! —dije.
—¿Qué ocurre? Pareces enfadado,
—¡Estoy en Lakewood! ¡Tus instrucciones se han jodido!
—¿Lakewood? Espera.
—Voy a volver. Necesito un trago.
—¡Aguarda, quierov e rt e! Dime en qué calle de Lakewood estás y cuál es el cruce
más cercano.
Dejé colgado el teléfono y fui a ver dónde estaba. Le di a Sara la información. Ella
me volvió a dirigir.
—Es fácil —me dijo—, ahora prométeme que vendrás.

—De acuerdo.
—Y si te vuelves a perder, llámame.
—Lo siento, verás, es que no tengo sentido de la orientación. Siempre tengo
pesadillas en que me pierdo. Creo que pertenezco a otro planeta.
—No importa. Simplemente sigue mis instrucciones.

Volví al coche y esta vez fue fácil. Al rato estaba en la autopista de la costa buscando la desviación. La encontré. Me llevó a un distrito de tiendas sofisticadas cerca del mar. Conduje lentamente y lo encontré: Restaurante Drop On, un gran cartel pintado a mano. Había fotos y tarjetitas pegadas a la ventana. Un honrado sitio de comida natural. Por Júpiter, no quería entrar allí. Di la vuelta a la manzana y volví a pasar lentamente. Doblé a la derecha, luego otra vez a la derecha. Vi un bar, el Crab Haven. Aparqué fuera y entré.
Eran las 3:45 de la tarde y todos los asientos estaban cogidos. Me quedé de pie y
pedí un vodka-7. Cogí el teléfono y llamé a Sara.
—Hola, soy Henry. Estoy aquí.

—Te he visto pasar dos veces. No tengas miedo, ¿dónde estás?
—En el Crab Haven. Estoy tomando una copa. Llegaré allí pronto.
—Está bien. No tardes.
Me tomé aquél y otro más. Encontré un taburete vacío y me senté en él. La verdad
es que no quería ir. Apenas me acordaba de cómo era Sara.
Acabé la bebida y fui hasta allí. Salí, abrí la puerta acortinada y entré allí. Sara
estaba detrás de la caja. Me vio.
—¡Hola, Henry! —dijo—. Estaré contigo en un minuto.

Estaba preparando algo. Cuatro o cinco tíos estaban por allí sentados. Algunos estaban en un sofá. Otros en el suelo. Tenían todos veintitantos años, todos se parecían, iban vestidos con pantalones cortos, y lo único que hacían era estar sentados. De vez en cuando uno de ellos cruzaba las piernas o tosía. Sara era una mujer bastante guapa, esbelta, se movía dinámicamente. Clase. Su pelo era rubio rojizo. Tenía muy buena pinta.
—Me ocuparé de ti —me dijo.
—Está bien —dije.

Había una estantería con libros. Tres o cuatro de los míos. Encontré uno de Lorca y me senté y pretendí leer. De este modo no tendría que estar viendo a los tipos con sus pantalones cortos. Parecía que nada les hubiese tocado jamás, todos bien cuidados por sus mamas, protegidos, con una blanda capa de conformismo. Ninguno de ellos había estado en la cárcel, o trabajado con sus manos, ni siquiera le habrían puesto una multa de tráfico. Galancetes mamados de maizena, toda la panda.
Sara me trajo un sándwich natural.
—Toma, prueba esto.

Comí el sándwich mientras los tíos mariposeaban por allí. Al final uno se marchó. Luego otro. Sara estaba limpiando. Sólo quedaba uno. Tendría unos 22 años y estaba sentado en el suelo. Parecía jorobado, su espalda se doblaba como un arco. Llevaba gafas con gruesos bordes negros. Parecía más solitario y desgraciado que los otros.

—Eh, Sara —dijo—, vamos a salir esta noche a tomar unas cervezas.
—Esta noche no, Mike. ¿Qué te parece mañana por la noche?
—Está bien, Sara.
Se levantó y se acercó al mostrador. Dejó una moneda y cogió una galleta natural.
Se quedó de pie en el mostrador comiéndose la galleta. Cuando acabó se marchó.

—¿Te ha gustado el sándwich? —me preguntó Sara.
—Sí, no estaba mal.
—¿Puedes entrar la mesa y las sillas que están fuera?
Las entré.
—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.
—Bueno, no me gustan los bares. El aire está viciado. Vamos a comprar algo de
beber y vayamos a tu casa.

—De acuerdo. Ayúdame a sacar la basura.
La ayudé a sacar la basura. Luego cerró el local.
—Sigue mi furgoneta. Conozco un almacén que vende buen vino. Luego me sigues
hasta mi casa.
La seguí. Había un póster de un hombre en la ventana trasera de su furgoneta.
«Sonríe y sé feliz» me decía, y en la parte baja estaba su nombre, Drayer Baba.

Abrimos una botella de vino y nos sentamos en el diván de su casa. Me gustaba cómo estaba decorada. Se había construido todos los muebles ella misma, incluyendo la cama. Había fotos de Drayer Baba por todas partes. Era de la India y había muerto en 1971, asegurando ser Dios.
Mientras Sara y yo estábamos allí sentados bebiendo la primera botella, se abrió la
puerta y entró un joven con dientes sobrepuestos, pelo largo y una barba muy larga.
—Este es Ron, mi compañero de apartamento —dijo Sara.
—Hola, Ron, ¿quieres un vino?

Ron se tomó un vino con nosotros. Luego una chica gorda y un tío con la cabeza afeitada entraron. Eran Perla y Jack. Se sentaron. Luego llegó otro joven. Se llamaba Jean John. Jean John se sentó. Luego vino Pat. Pat tenía una barba negra y pelo largo. Se sentó en el suelo a mis pies.

—Soy poeta —me dijo.
Tomé un trago de vino.
—¿Cómo consigues que te publiquen? —me preguntó.

—Se lo das a los editores.
—Pero yo soy desconocido.
—Todo el mundo empieza siendo desconocido.

—Doy lecturas tres noches a la semana. Soy actor, así que leo bastante bien. Me

figuro que si leo mis cosas lo bastante, alguien querrá publicarlas.
—No es imposible.
—El problema es que cuando leo no aparece nadie.
—No sé qué decirte.
—Voy a imprimir mi propio libro.
—Whitman lo hizo.

—¿Vas a leer algunos de tus poemas?
—Hostia, no.
—¿Por qué no?
—Sólo quiero beber.
—Hablas mucho de la bebida en tus libros. ¿Crees que el beber ayuda a la gente a
escribir?—No. Yo sólo soy un alcohólico que se hizo escritor para poder quedarme en la

cama hasta mediodía.
Me volví hacia Sara.
—No sabía que tenías tantos amigos.
—Esto no es normal. No suele pasar.
—Me alegro de haber comprado bastante vino.
—Estoy segura de que se irán pronto.

Los otros estaban charlando. La conversación iba a su aire y yo dejé de escuchar. Sara tenía buena pinta. Cuando hablaba era inteligente e incisiva. Tenía un buen coco. Perla y Jack se fueron primero. Luego Jean John. Luego Pat el poeta. Ron se sentó a un lado de Sara y yo al otro. Sólo los tres. Ron se sirvió un vaso de vino. No podía culparle, era su casa. No podía esperar que se marchase. El ya estaba allí antes que yo. Serví a Sara un vaso y otro para mí. Después de acabármelo les dije:
—Bueno, creo que me voy a ir.
—Oh, no —dijo Sara—, no tan pronto. No he tenido tiempo de hablar contigo. Me
gustaría, hablar contigo.

Miró a Ron.
—¿Entiendes, no, Ron?
—Claro.
Se levantó y se fue a la parte trasera de la casa.
—Eh —dije yo—, no quiero dar pie a ninguna bronca.
—¿Qué bronca?
—Entre tú y tu compañero.
—Oh, no hay nada entre nosotros. Ni sexo ni nada. Alquila la habitación trasera de
la casa.

—Oh.
Oí el sonido de una guitarra, luego cantar a voz en grito.
—Ese es Ron —dijo Sara.
Simplemente aullaba y llamaba a los gorrinos. Su voz era tan mala que no hacía

falta ningún comentario.
Ron cantó durante una hora. Sara y yo bebimos más vino. Ella encendió unas velas.
—Toma, coge un bidi.
Cogí uno. Un bidi es un pequeño cigarrillo marrón de la India. Tenía un buen sabor
agrio. Me volví hacia Sara y nos dimos nuestro primer beso. Besaba bien. La noche se

presentaba bien.
Se abrió la puerta de colgantes y entró un joven en la habitación.
—Barry —dijo Sara—, no quiero más visitas.

Se oyó un repiqueteo de colgantes y Barry desapareció. Preví futuros problemas: el lobo solitario no podía soportar el tráfico. No tenía nada que ver con los celos, simplemente me disgustaba la gente, las multitudes, en cualquier sitio, excepto en mis recitales. La gente me disminuía, me chupaba la sangre.
—Nunca lo tuvisteis desde el principio —eso era lo que yo le decía al resto de la
humanidad.

Sara y yo nos besamos de nuevo. Los dos habíamos bebido mucho. Sara abrió otra botella. Aguantaba bien el vino. No tengo idea de lo que hablamos. Lo mejor de Sara es que apenas hacía referencia a mis escritos. Cuando se acabó la última botella le dije a Sara que estaba demasiado bebido para conducir hasta casa.
—Puedes dormir en mi cama, pero nada de sexo.

—¿Por qué?
—No se tiene sexo sin matrimonio.
—¿Qué?

—Drayer Baba no cree en ello.
—A veces Dios se equivoca.
—Jamás.
—Está bien, vámonos a la cama.

Nos besamos en la oscuridad. Yo de cualquier manera era un chiflado de los besos, y Sara era una de las mejores besuconas que había conocido nunca. Tenía que recorrer todo el camino de vuelta hasta Lydia para encontrar algo comparable. Cada mujer era diferente, sin embargo, cada una besaba de forma distinta. Lydia estaría probablemente besando a algún hijo de puta en aquellos momentos, o aún peor, besándole los cojones. Katherine estaría durmiendo en Austin.
Sara tenía mi polla en su mano, jugando con ella, frotándola. Luego la apretó contra
su coño. La frotó arriba y abajo, arriba y abajo por su coño. Estaba obedeciendo a su Dios, Drayer Baba. Yo no jugaba con su coño porque pensaba que a lo mejor ofendía a Drayer Baba. Sólo nos besábamos y ella frotaba mi polla contra su clítoris, o contra su vulva, o donde fuera. Esperé que la metierad en tro , pero ella siguió frotando. Los pelos me empezaron a irritar la polla. La aparté.
—Buenas noches, nena —le dije, y me di la vuelta. Drayer Baba, pensé, tienes una
condenada creyente en esta cama.
Por la mañana empezamos a refrotarnos otra vez con el mismo desenlace. Decidí

que a la mierda, no necesitaba tales cosas.
—¿Quieres darte un baño? —me preguntó Sara.
—Sí.

Entré en el baño y dejé correr el agua. En un momento durante la noche le había dicho a Sara que una de mis locuras era darme tres o cuatro baños humeantes al día. La vieja terapia de agua.

La bañera de Sara admitía más agua que la mía y el agua era más caliente. Yo medía un metro noventa y sin embargo podía estirarme en la bañera. Antiguamente se hacían bañeras para emperadores y no para empleados de banco enanos.

Entré en la bañera y me estiré. Era magnífico. Luego me puse de pie y contemplé mi pobre polla frotada con pelos de coño. Duros tiempos, viejo amigo, pero ¿no era mejor eso que nada? Me volví a sentar en la bañera y me estiré todo lo largo. Sonó el teléfono. Hubo una pausa. Entonces Sara llamó a la puerta.
—Entra.
—Hank, es Debra.
—¿Debra? ¿Cómo supo que estaba aquí?
—Ha estado llamando a todas partes. ¿Le digo que llame luego?
—No, dile que espere un momento.
Encontré una toalla grande y me envolví en ella. Salí a la sala principal. Sara estaba
hablando con Debra por el teléfono.
—Oh, aquí está...
Sara me entregó el teléfono.

—¿Hola, Debra?
—¿Hank, dónde has estado?
—En la bañera.
—¿La bañera?
—Sí.
—¿Acabas de salir?
—Sí.
—¿Qué llevas puesto?

—Una toalla.
—¿Cómo puedes sujetar la toalla mientras hablas por teléfono?
—Lo consigo. La tengo enrollada a la cintura.
—¿Ha ocurrido algo?
—No.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—Me refiero a por qué no te la jodiste.
—Mira, ¿crees que voy por ahí haciendo cosas así? ¿Piensas que es lo único que
cuenta para mí?
—¿Entonces no pasó nada?
—Sí.
—¿Qué?
—Sí, nada.

—¿Adonde vas a ir después de que salgas de allí?
—A mi casa.
—Ven aquí.
—¿Qué hay de tus negocios de abogacía?
—Está todo casi arreglado. Tessie se puede encargar de ello.
—Está bien.
Colgué.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Sara.
—Voy a ir a casa de Debra. Le dije que estaría allí en 45 minutos.
—Pero yo pensaba que almorzaríamos juntos. Conozco un sitio mexicano muy
bueno.
—Mira, ella está por medio. ¿Cómo nos vamos a poner tranquilamente a comer y

charlar nosotros dos solos?
—Pensaba comer contigo.
—Coño, ¿y cuándo alimentas atu gente?
—Abro a las once. Ahora son sólo las diez.
—Está bien, vamos a comer...

Era un sitio mexicano en un desenfadado barrio hippie de Hermosa Beach. Tipos blandos e indiferentes. Muerte en la playa. Sólo respirar, llevar sandalias y pretender que éste era un mundo agradable.
Mientras esperábamos nuestro pedido Sara metió su dedo en un tarro de salsa picante, luego se lo chupó y lo volvió a meter otra vez. Inclinaba su cabeza sobre el tarro.
Mechones de su pelo me miraban. Siguió metiendo el dedo en el tarro y chupándolo.
—Oye —le dije—, hay otra gente que querrá usar esa salsa. ¡Me estás poniendo
enfermo! Para ya.
—No, si la rellenan cada vez.

Esperé que así lo hicieran. Entonces llegó la comida y Sara la atacó como una fiera, igual que Lydia solía hacerlo. Acabamos de comer, salimos, ella subió en su furgoneta y se fue a su restaurante y yo me fui en mi Volks hacia Playa del Rey. Me habían dado cuidadosas instrucciones para llegar allí. Pero eran confusas. De todos modos las seguí y llegué sin problemas. Era casi frustrante, porque parecía que cuando el stress y la locura eran eliminadas de mi vida diaria, no quedaba mucho de qué depender.

Entré en el patio de Debra. Vi un movimiento detrás de las cortinas. Me había estado esperando. Salí del Volks y cerré las dos puertas porque el seguro del coche me había expirado.
Llegué y ding-dongueé el timbre de Debra. Abrió la puerta y pareció alegrarse de
verme. Estaba bien, pero cosas así eran las que impedían a un escritor hacer su trabajo.

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