Llegó el día de la lectura en Vancouver, 500 dólares más billete de avión. El patrocinador, Bart Mcintosh, estaba nervioso respecto al cruce de la frontera. Yo iba a volar a Seattle, él me recogería allí y cruzaríamos la frontera en coche. Luego, después de la lectura yo volaría desde Vancouver a Los Ángeles. No entendía lo que significaba todo esto, pero accedí a ello.
Así que allí estaba, otra vez en el aire, bebiéndome un doble vodka-7. Metido con los vendedores y los ejecutivos. Llevaba mi maletita con camisas limpias, ropa interior, calcetines, tres o cuatro libros de poemas más diez o doce poemas nuevos manuscritos. Y un cepillo de dientes y la pasta. Era ridículo ir a algún sitio para cobrar dinero por leer poesía. No me gustaba y siempre me parecía absolutamente idiota. Trabajar como una muía hasta que tenías cincuenta años en trabajos miserables, sin sentido, y de repente estar volando a través del país con una copa en la mano.
Mcintosh me estaba esperando en Seattle y subimos a su coche. Fue un viaje agradable porque ninguno de los dos habló mucho. La lectura estaba patrocinada de forma privada, yo lo prefería a las patrocinadas por universidades. Las universidades estaban asustadas; entre otras cosas les asustaban los poetas de vida rastrera, pero por otro lado tenían curiosidad por conocerlos.
Había una larga cola en la frontera, con un centenar de coches enfilados. Los guardias solamente apuntaban la fecha y la hora. De vez en cuando apartaban un coche de la fila, pero normalmente sólo para hacerle un par de preguntas y dejarle seguir luego. Yo no podía entender el pánico de Mcintosh respecto a todo esto.
—¡Tío —me dijo—, hemos pasado!
Vancouver no estaba lejos. Mcintosh paró delante del hotel. Tenía buen aspecto.
Estaba junto al mar. Nos dieron la llave y subimos. Era una habitación agradable con una
nevera y, gracias a algún alma caritativa, en la nevera había cerveza.
—Toma una —le dije.
Nos sentamos y bebimos la cerveza.
—Creeley estuvo aquí el año pasado —dijo él.
—¿Ah, sí?
—Esto es una especie de cooperativa-centro artístico autosuficiente. Tienen gran cantidad de miembros, espacio alquilado y todo eso. Ya se han vendido todas las entradas de tu espectáculo. Silvers dice que podía haber sacado mucho dinero si hubiera subido el precio de la entrada.
—¿Quién es Silvers?
—Myron Silvers. Es uno de los directores.
Ahora estábamos llegando a la parte idiota.
—Te puedo enseñar la ciudad —dijo Mcintosh.
—Está bien, puedo dar un paseo.
—¿Qué hay de la cena? Por cuenta de la casa.
—Sólo un sándwich. No tengo hambre.
Esperé que podría deshacerme de él después de cenar. No es que fuera un mal tipo,
pero la mayoría de la gente no me interesaba.
Encontramos un sitio tres o cuatro manzanas más allá. Vancouver era una ciudad muy limpia y la gente no tenía pinta de vivir en una ciudad grande con todo lo que eso llevaba. Me gustó el restaurante. Pero cuando miré el menú vi que los precios eran algo así como un cuarenta por ciento más caros que en Los Ángeles. Me tomé un sándwich de rosbif y otra cerveza.
Me sentía bien estando fuera de Estados Unidos. Había una verdadera diferencia. Las mujeres tenían mejor aspecto, las cosas parecían más tranquilas, menos falsas. Acabé el sándwich, luego Mcintosh me llevó de vuelta al hotel. Le dejé en el coche y cogí el ascensor. Me duché y me quedé desnudo. Me asomé a la ventana y vi el mar. Mañana por la noche todo habría acabado, tendría su dinero y al mediodía volvería a estar en el aire. Demasiado. Bebí tres o cuatro botellas más de cerveza y me metí en la cama a dormir.
Me llevaron a la lectura una hora antes. Había un chico allí cantando. La gente hablaba mientras él actuaba. Las botellas chocaban, se oían risas. Una buena multitud borracha, mi tipo favorito de personal. Bebimos entre bastidores, Mcintosh, Silvers, yo y un par más.
—Eres el primer poeta masculino que hemos tenido aquí desde hace mucho tiempo
—dijo Silvers.
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que hemos tenido una larga colección de maricas. Es un buen
cambio.—Gracias.
Les leí de verdad. Al final yo estaba borracho y ellos también lo estaban. Nos insultamos y nos reímos los unos de los otros, pero en general estuvo muy bien. Me habían dado el cheque antes de la lectura y eso me ayudó a hacerlo con más alegría.
Luego hubo una fiesta en una gran casa. Pasadas una o dos horas me encontré entre
dos mujeres. Una era rubia, parecía que estuviese tallada en marfil, con unos hermosos
ojos y hermoso cuerpo. Estaba con su novio.
—Chinaski —me dijo después de un rato—, me voy contigo.
—Espera un momento —le dije—, estás con tu novio.
—Oh, mierda —dijo—. ¡No esna die! ¡Me voy contigo!
Miré al chico. Tenía lágrimas en los ojos. Estaba temblando. Estaba enamorado, el
pobre.
La chica del otro lado tenía el pelo castaño. Su cuerpo también estaba bien pero
facialmente no era tan atractiva.
—Ven conmigo —me dijo.
—¿Qué?
—Digo que me lleves contigo.
—Espera un momento.
—Oye, eres muy guapa pero no puedo ir contigo. No quiero hacer daño a tu amigo.
—Que se joda el hijo puta. Es un mierda.
La chica morena me tiró del brazo.
—Llévame contigo ahora o me largo.
—Está bien —dije—, vámonos.
Encontré a Mcintosh. No parecía que estuviese haciendo gran cosa. Supuse que no
le gustaban las fiestas.
—Vamos, Mac, llévanos al hotel.
Había más cerveza. La chica morena me dijo que se llamaba Iris Duarte. Era mitad india y me contó que trabajaba haciendo la danza del vientre. Se puso de pie y me hizo una demostración. Estaba muy bien.
—Necesitas el traje para conseguir el efecto completo —me dijo.
—No, yo no.
—Lo que quiero decir es queyo necesito uno, para que se vea bien, ya sabes.
Parecía india. Tenía nariz y boca india. Aparentaba unos 23 años, con ojos marrones oscuros. Hablaba con calma y tenía un cuerpo espléndido. Había leído tres o cuatro de mis libros. Muy bien.
Bebimos durante otra hora y luego nos fuimos a la cama. Le comí el coño, pero
cuando la monté sólo conseguí agotarme sin resultados. Demasiado.
Por la mañana me lavé los dientes, me eché agua fría en la cara y volví a la cama. Empecé a jugar con su coño. Se humedeció y yo igual. Ataqué. La introduje, pensando en todo aquel cuerpo, todo aquel cuerpo joven y fabuloso. Ella tomó todo lo que yo le daba. Estaba buena, muy buena. Pasado un rato, se fue al baño.
Me estiré pensando lo bueno que había sido todo. Iris reapareció y se volvió a
meter en la cama. No hablamos. Pasó una hora. Lo repetimos.
Nos lavamos y vestimos. Me dio su dirección y número de teléfono, yo el mío. Parecía en verdad encariñada conmigo. Mcintosh llamó a la puerta quince minutos más tarde. Llevamos a Iris a un cruce cercano a su trabajo. Resultó que en realidad trabajaba de camarera; lo de la danza del vientre era una ambición. La besé despidiéndome. Salió del coche. Se dio la vuelta y me dijo adiós con la mano, luego se fue. Contemplé aquel cuerpo mientras se alejaba.
—Chinaski se apunta otro tanto —dijo Mcintosh, mientras tomaba el camino del
aeropuerto.
—No pienses nada —dije yo.
—Yo también tuve algo de suerte.
—¿Sí?
—Sí, me quedé con tu rubia. —¿Qué?
—Sí —se rió—, se vino conmigo.
—¡Llévame al aeropuerto, hijo de puta!
Llevaba en Los Ángeles unos tres días. Tenía una cita con Debra aquella noche.
Sonó el teléfono.
—¡Hank, soyI ris!
—¡Oh,I ri s, qué sorpresa! ¿Cómo te va?
—Hank, voy a volar a Los Ángeles. ¡Voy a verte!
—¡Magnífico! ¿Cuándo?
—Llegaré el miércoles antes del Día de Acción de Gracias.
—¿El Día de Acción de Gracias?
—¡Y puedo quedarme hasta el lunes!
—De acuerdo.
—¿Tienes un lápiz? Te daré mi número de vuelo.
Aquella noche Debra y yo cenamos en un bonito sitio junto al mar. Las mesas estaban apiñadas juntas y la especialidad era el marisco. Pedimos una botella de vino blanco y esperamos la comida. Debra tenía mejor aspecto que otras veces, pero me dijo que se le estaba acumulando mucho trabajo. Iba a tener que contratar a otra chica. Y era difícil encontrar a alguien eficiente. La gente era tan inepta.
—Sí —dije yo.
—¿Qué sabes de Sara?
—La llamé por teléfono. Tuvimos una pequeña pelea. Traté de disculparme.
—¿La has visto después de venir de Canadá?
—No.
—He ordenado un pavo de doce kilos para el Día de Acción de Gracias. ¿Lo
trincharás?
—Claro.
—No bebas mucho esta noche. Ya sabes lo que pasa cuando bebes demasiado. Te
conviertes en un pelele mojado.
—De acuerdo.
Debra se inclinó hacia mí y cogió mi mano.
—¡Mi dulce y querido pelele!
Sólo ataqué una botella de vino después de cenar. La bebimos con lentitud,
sentados en su cama viendo la gigantesca televisión. El primer programa era penoso. El segundo era mejor. Era sobre un pervertido sexual y un chico de granja, subnormal. La cabeza del pervertido era transplantada al cuerpo del granjerito por un doctor loco y el cuerpo escapaba con dos cabezas y se iba a hacer todo tipo de cosas horribles. Me puso de buen humor.
Después de la botella de vino y del chico con dos cabezas monté a Debra y tuve buena suerte. Le pegué una galopada furiosa llena de inesperadas variantes e invenciones antes de disparar finalmente en su interior.
Por la mañana Debra me pidió que me quedara y la esperara hasta que volviera del
trabajo. Me prometió hacerme una exquisita cena.
—De acuerdo —dije yo.
Traté de dormir después de que se fuera, pero no pude. Me preguntaba qué hacer el Día de Acción de Gracias, cómo iba a decirle que no podía estar con ella. Me fastidiaba. Me levanté y di vueltas. Me di un baño. De nada me sirvió. Tal vez Iris cambiase de idea, tal vez su avión se estrellase. Podía llamar a Debra el Día de Acción de Gracias por la mañana diciéndole que iría.
Di vueltas por la casa sintiéndome cada vez peor. Quizás era por quedarme allí en vez de irme a mi casa. Era como prolongar la agonía. ¿Qué clase de mierda era yo? Podía realmente hacer unas cosas desagradables y canallescas. ¿Cuál era mi motivo? ¿Estaba tratando de sentirme culpable por algo? ¿Podía intentar decirme a mí mismo que era meramente una cuestión de investigación, un simple estudio de lo femenino? Simplemente estaba dejando que las cosas ocurrieran sin pensar en ellas. No consideraba nada más que mi propio placer egoísta y barato. Era como un pánfilo e irresponsable escolar. Era peor que una puta; una puta se quedaba con tu dinero y nada más. Yo jugaba con vidas y almas como si fueran mis juguetes. ¿Cómo podía llamarme a mí mismo un hombre? ¿Cómo podía escribir poemas? ¿En qué consistía yo? Era un Sade de quinta fila, sin su intelecto. Un asesino era más consecuente y honesto que yo. O un violador. Yo no quería que mi espíritu sirviera de juguete a alguien para hacer tonterías y cagarse encima. Eso lo sabía bien bajo cualquier circunstancia. La verdad es que yo no era bueno. Me daba cuenta mientras me pateaba de un lado a otro la alfombra.No era bueno. Lo peor es que me hacía pasar precisamente por lo que no era: un buen hombre. Era capaz de entrar en las vidas de la gente porque ellos confiaban en mí. Así hacía mi sucio trabajo. Estaba escribiendoE l
cuento de amor de la hiena.
Me planté en el centro de la sala, sorprendido por mis propios pensamientos. Me encontré sentado en el borde de la cama, llorando. Podía sentir las lágrimas con mis dedos. Mi cerebro era un torbellino, aunque me sentía cuerdo. No podía entender lo que me ocurría.Cogí el teléfono y llamé a Sara a su restaurante.
—¿Estás ocupada? —le pregunté.
—No, acabo de abrir. ¿Estás bien? Tienes una voz rara.
—Estoy en un pozo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, le dije a Debra que pasaría el Día de Acción de Gracias con ella. Ella
cuenta conmigo, pero ahora ha ocurrido algo.
—¿Qué?
—Bueno, no te lo he llegado a contar. Tú y yo no hemos tenido sexo todavía, ya
sabes. El sexo hace las cosas diferentes.
—¿Qué ocurrió?
—Conocí a una danzarina del vientre en Canadá.
—¿Sí? ¿Y estás enamorado?
—No, no estoy enamorado.
—Espera, viene un cliente, ¿te importa no colgar?
—De acuerdo...
Me senté con el teléfono pegado a la oreja. Estaba todavía desnudo. Miré mi pene:
¡Tú, sucio hijo de puta! ¿Sabes todos los dolores de corazón que creas con tu estúpida
hambre?Seguí sentado cinco minutos con el teléfono en la oreja. Iba a ser una llamada cara.
Por lo menos se la cargarían a Debra.
—Ya estoy —dijo Sara—, sigue contando.
—Bueno, cuando estuve en Vancouver le dije a la bailarina del vientre que viniera
a verme a Los Ángeles.
—¿Y?
—Bueno, ya te he dicho que prometí a Debra pasar el Día de Acción de Gracias
con ella...
—También me lo prometiste a mí.
—¿Sí?
—Bueno,e sta ba s borracho. Dijiste que como cualquier otro americano, no querías
pasar ese día solo. Me besaste y me preguntaste si podíamos pasar la fiesta juntos.
—Lo siento, no recordaba...
—No importa. Espera... viene otro cliente...
Dejé el teléfono y me fui a servir una copa. Cuando regresé al dormitorio vi mi
fláccido vientre en el espejo. Era feo, obsceno. ¿Por qué me toleraban las mujeres?
Cogí el teléfono con una mano y bebí con la otra. Sara volvió.
—Está bien, sigue.
—Bueno, la cosa es que la bailarina del vientre llamó la otra noche. Bueno, en verdad no es una bailarina del vientre, es una camarera. Dijo que iba a venir a Los Ángeles a pasar el Día de Acción de Gracias conmigo. Se la oía tan feliz.
—Tuviste que haberle dicho que tenías un compromiso.
—No lo hice...
—No tuviste cojones.
—Iris tiene un cuerpo fabuloso...
—Hay otras cosas en la vida además de cuerpos fabulosos...
—De cualquier manera, ahora tengo que decirle a Debra que no pasaré la fiesta con
ella y no sé cómo.
—¿Dónde estás?
—Estoy en la cama de Debra.
—¿Dónde está Debra?
—Está en el trabajo. —No pude reprimir un sollozo.
—No eres más que un viejo niño llorón e irresponsable.
—Ya lo sé, pero tengo que decírselo. Voy a volverme loco.
—Te metiste en esto tú solo. Tienes que arreglarlo tú solo.
—Pensé que podrías ayudarme, pensé que a lo mejor podrías decirme qué hacer.
—¿Quieres que te haga el quite? ¿Quieres que telefonee por ti?
—No, no hace falta. Soy un hombre. Llamaré yo mismo. Le voy a telefonear ahora.
Le voy a decir la verdad. ¡Voy a acabar con esta mierda!
—Eso está bien. Cuéntame luego cómo acaba la cosa.
—Es por culpa de mi niñez, sabes. Nunca supe lo que era el amor...
—Llámame más tarde. Sara colgó.
Me serví otro vino. No podía entender qué había ocurrido en mi vida. Había perdido mi sofisticación, había perdido mi mundanidad, había perdido mi dura concha protectora. Había perdido mi sentido del humor respecto a los problemas ajenos. Quería que volviesen todas estas cosas. Quería que las cosas me resultaran fáciles. Pero de algún modo sabía que nunca volverían, por lo menos no de la forma adecuada. Estaba destinado a seguir sintiéndome culpable y desprotegido.
Traté de decirme a mí mismo que sentirse culpable era una especie de enfermedad. Que eran los hombres si n culpa los que hacían progresos en la vida. Hombres que eran capaces de mentir, de engañar, hombres que conocían todos los trucos. Cortés. El no iba jodiendo la marrana por ahí, ni tampoco Vince Lombards Pero por mucho que lo pensara, seguía sintiéndome mal. Decidí acabar con ello. Estaba listo. El trance de la confesión. Era de nuevo un católico. Hazlo y luego espera el perdón. Acabé el vino y telefoneé a la oficina de Debra.
Contestó Tessie.
—¡Hola, nena! ¡Soy Hank! ¿Qué tal?
—Todo muy bien. Oye, ¿no estás enfadada conmigo, verdad?
—No, Hank. Fue un poco brusco, jajaja, pero divertido. Es nu est ro secreto, de
todas formas...
—Gracias. Sabes, yo realmente no...
—Ya sé.
—Bueno, escucha, quiero hablar con Debra. ¿Está ahí?
—No, está en el juzgado, transcribiendo.
—¿Cuándo volverá?
—Normalmente no vuelve a la oficina cuando va al juzgado. En caso de que lo
haga, ¿quieres dejar algún mensaje?
—No, Tessie, gracias.
Aquello lo jodió todo. Ni siquiera podía arreglar nada hablando. Estreñimiento
confesional. Falta de comunicación. Tenía enemigos en las alturas.
Bebí otro vino. Me había preparado para aclarar las cosas y salir del embrollo. Ahora tenía que tragármelo entero. Me sentía cada vez peor. La depresión, el suicidio a menudo eran motivados por una falta de dieta adecuada. Pero yo había estado comiendo bien. Recordé los viejos tiempos, viviendo de una barra de caramelo al día, enviando relatos escritos a mano al Atlantic Monthly y aHa rp er's. En todo lo que pensaba era en comer. Si el cuerpo no se alimentaba, la mente también agonizaba. Pero ahora, en cambio, había estado comiendo condenadamente bien, y bebiendo buen vino. Eso quería decir que lo que ahora pensaba era probablemente lo cierto. Todo el mundo se imaginaba a sí mismo especial, privilegiado, excepcional. Hasta un viejo y feo jorobado regando un geranio en su porche. Yo me había imaginado a mí mismo especial porque había salido de las fábricas a los cincuenta años y me había hecho un poeta. Mierda caliente. Así que me cagaba en todo el mundo igual que todos los patrones y capataces se habían cagado en mí cuando estaba indefenso. Al final venía a ser lo mismo. Era un podrido y jodido borracho consentido con una fama muymen o r.
Mi análisis no curó las quemaduras.
Sonó el teléfono. Era Sara.
—Dijiste que telefonearías. ¿Qué ha ocurrido?
—No estaba.
—¿No estaba?
—Está en el juzgado.
—¿Qué vas a hacer?
—Esperar y decírselo.
—Muy bien.
—No debería mezclarte en toda esta mierda.
—No importa.
—Quiero volver a verte.
—¿Cuándo? ¿Después de la bailarina del vientre?
—Bueno, sí.
—¿Debo darte las gracias?
—Te telefonearé...
—De acuerdo. Te tendré los pañales preparados.
Me sumergí en el vino y esperé. Las 3, las 4, las 5. Finalmente me acordé de
vestirme. Estaba sentado con una copa en la mano cuando llegó el coche de Debra.
Aguardé. Ella abrió la puerta. Llevaba una bolsa con alimentos. Tenía muy buen aspecto.
—¡Hola! —dijo—. ¿Cómo está mi ex pelele?
Fui hasta ella y la abracé. Empecé a temblar y a llorar.
—¿Hank, quép a sa ?
Debra dejó caer la bolsa en el suelo. Nuestra cena. La abracé con más fuerza.
Sollozaba. Las lágrimas caían como vino. No podía parar. Parte de mí estaba allí, la otra
parte quería salir corriendo.
—¿Hank, qué es esto?
—No puedo estar contigo el Día de Acción de Gracias.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué problema hay?
—El problema es que yo soy ¡UNA GIGANTESCA MASA DE MIERDA!
Mi culpa se clavó más en mí y tuve un espasmo. Algo me dolía horriblemente.
—Una bailarina del vientre viene desde Canadá a pasar el Día de Acción de
Gracias conmigo.
—¿Una bailarina del vientre?
—Sí.
—¿Es hermosa?
—Sí, lo es. Lo siento, lo siento... Debra me apartó de un empujón. —Deja que guarde la compra.
Cogió la bolsa y entró en la cocina. Oí la puerta de la nevera abrirse y cerrarse.
—Debra —dije—, me voy.
No se oyó nada en la cocina. Abrí la puerta y salí. El Volks arrancó. Encendí la
radio, puse las luces y conduje rumbo a Los Ángeles.
1 comentario:
tremendo!
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