lunes, 20 de diciembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 94

En la noche del miércoles me encontraba en el aeropuerto esperando a Iris. Me senté y contemplé a las mujeres. Ninguna de ellas, excepto una o dos tenían tan buen cuerpo como Iris. Había algo que no marchaba bien en mí: tenía una verdadera obsesión sexual. Me imaginaba estando en la cama con cada mujer que veía. Era una interesante manera de pasar el tiempo de espera en un aeropuerto. Mu j e res: me gustaban los colores de sus ropas, su manera de andar, la crueldad de algunos rostros, de vez en cuando la belleza casi pura de una cara, total y encantadoramente femenina. Estaban por encima de nosotros, planeaban mejor y se organizaban mejor. Mientras los hombres veían el fútbol o bebían
cerveza o jugaban a los bolos, ellas, las mujeres, pensaban en nosotros, concentrándose, estudiando, decidiendo, si aceptarnos, descartarnos, cambiarnos, matarnos o simplemente abandonarnos. Al final no importaba, hicieran lo que hicieran, acabábamos locos y solos.

Había comprado para Iris y para mí un pavo descomunal. Estaba en mi fregadero, asomando las patas. Día de Acción de Gracias. Probaba que habías sobrevivido otro año con sus guerras, inflación, desempleo, contaminación, presidentes. Era un gran revoltijo neurótico de clanes: borrachos escandalosos, abuelas, hermanas, tías, niños chillones, futuros suicidas. Y no hay que olvidarse de la indigestión. Yo no era diferente de los demás. Allí estaba el enorme pavo apalancado en mi fregadero, muerto, decapitado, totalmente destripado. Iris lo iba a asar para mí.
Había recibido una carta por correo aquella tarde. La saqué de mi bolsillo y la releí.
Estaba remitida desde Berkeley.
Querido señor Chinaski:

Usted no me conoce pero soy una zorra atractiva. He salido con marineros y un conductor de camión, pero no me satisfacían. Quiero decir que jodíamos y luego nada más. No hay sustancia en esos hijos de puta. Tengo 22 años y una hija de 5, Aster. Vivo con un tío, pero no hay sexo, sólo vivimos juntos. Se llama Rex. Me gustaría ir a verle. Mi madre podría cuidar de Aster. Adjunto una foto mía. Escríbame si le parece bien. He leído algunos de sus libros. Son difíciles de encontrar en las librerías. Lo que me gusta de sus libros es que son fáciles de entender. Y también son divertidos.
Un abrazo
Tanya

Entonces llegó el avión de Iris. Fui a la ventana y la vi bajar. Tenía buena pinta. Se había recorrido todo el camino desde Canadá para verme. Llevaba una maleta. La saludé con la mano mientras entraba con los otros. Pasó la aduana y luego vino hacia mí. Nos besamos y se me empalmó un poco. Llevaba un vestido azul, práctico y ajustado, tacones altos y un pequeño sombrero coronando su cabeza. Era raro ver a una mujer con faldas. Todas las mujeres de Los Ángeles llevaban continuamente pantalones...
Como no teníamos que esperar su equipaje fuimos derecho a mi casa. Aparqué
delante y entramos por el patio juntos. Se sentó en el sofá mientras yo le preparaba una

copa. Iris miró mi biblioteca casera.
—¿Has escrito todos esos libros?
—Sí.
—No tenía idea de que hubieses escrito tantos.
—Los escribí.
—¿Cuántos?
—No sé. Veinte, veinticinco...

La besé, pasándole un brazo por la cintura, atrayéndomela. La otra mano la puse en

su rodilla.
Sonó el teléfono. Me levanté y lo cogí.
—¿Hank? —Era Valerie.
—¿Sí?
—¿Quién era ésa?
—¿Quién era quién?
—Aquella chica...
—Oh, es una amiga de Canadá.
—¡Hank, tú y tus malditas mujeres!
—Sí.
—Bobby quiere saber si tú y...

—Iris.
—Quiere saber si Iris y tú queréis venir a tomar una copa.
—Esta noche no. Tengo cosas que hacer.
—¡Esa chica tiene todo unc u e rpo!
—Lo sé.
—Está bien, quizás mañana.
—Quizás...
Colgué pensando que a Valerie probablemente también le gustaban las mujeres.

Bueno, eso estaba bien.
Serví dos copas más.
—¿A cuántas mujeres has esperado en aeropuertos? —me preguntó Iris.
—No tantas como crees.
—¿Has perdido la cuenta? ¿Cómo con tus libros?
—Las matemáticas son uno de mis puntos más débiles.
—¿Te gusta encontrarte con las mujeres en los aeropuertos?
—Sí. —No recordaba que Iris fuera tan habladora.
—¡Eres un cerdo! —Se rió.
—Nuestra primera pelea. ¿Tuviste un buen vuelo?
—Iba sentada al lado de un pelmazo. Cometí el error de dejar que me invitara a una
copa. Me comió la oreja de tanto hablar.
—Sólo estaba excitado. Eres una mujer sexy.
—¿Es todo lo que ves en mí?

—Por lo pronto veo mucho de eso. Tal vez vea otras cosas más adelante.
—¿Por qué quieres tantas mujeres?
—Es por culpa de mi niñez, sabes. Sin amor, sin afecto. Y en mi juventud tampoco
tuve gran cosa. Estoy jugando a una especie de recuperación...

—¿Sabrás cuándo habrás recuperado todo?
—Me parece que por lo menos necesito toda otra vida.
—¡Estás lleno de mierda!
—Me reí.
—Por eso escribo.
—Me voy a dar una ducha y cambiarme.
—Como quieras.

Fui a la cocina y levanté el pavo. Vi sus patas, su pelo púbico, su agujero, sus muslos; allí estaba. Me gustó que no tuviera ojos. Bueno, haríamos algo con aquella cosa. Ese era el siguiente paso. Oí la cadena del water. Si Iris no quería asarlo, lo asaría yo.

Cuando era joven, estaba deprimido todo el tiempo. Pero el suicidio ya no me parecía una posibilidad en mi vida. A mi edad quedaba ya muy poco que matar. Era bueno ser viejo, no importaba lo que dijeran. Era razonable que un hombre tuviera que llegar a los cincuenta años para escribir con un mínimo de claridad. Cuantos más ríos cruzabas, más sabías de ríos, es decir si sobrevivías a las turbulencias y a las rocas ocultas. Podía ser algo duro, a veces.

Iris salió. Llevaba puesto un vestido de una pieza azul y negro que parecía de seda. No era la típica chica americana, gustosa de apariencias desmesuradas. Ella era una mujer total, pero no te lo lanzaba a la cara. Las mujeres americanas llevaban aparatosas vestimentas que acababan haciéndolas parecer aún peor. Las únicas chicas americanas con naturalidad que quedaban estaban sobre todo en Texas y Louisiana.

Iris me sonrió. Tenía algo en cada mano. Alzó las manos por encima de la cabeza y empezó a hacer sonidos castañeantes. Empezó a bailar. O, aun más exactamente, a vibrar. Era como si estuviese siendo sacudida por corrientes eléctricas en el centro de su alma y que ese centro estuviese en su ombligo. Era encantador y puro, con el toque exacto de humor. La danza entera, mientras no apartaba los ojos de mí, tenía su propio significado,

un extraordinario sentido de su propio valor.
Acabó y yo aplaudí, le serví una copa.
—Pudo haber quedado mejor —dijo—. Se necesita un traje y música.
—Me ha gustado mucho.
—Iba a traer una cinta con la música, pero sabía que no tenías aparato.
—En efecto, de todos modos fue fabuloso.
Le di un beso cariñoso.
—¿Por qué no te vienes a vivir a Los Ángeles? —le pregunté.
—Todas mis raíces están en el Noroeste. Me gusta. Mis padres. Mis amigos. Todo
está allí ¿comprendes?
—Sí.

—¿Por qué no te vienes a Vancouver? Allá podrías escribir.
—Supongo que podría. Podría escribir hasta en la cima de un iceberg.
—Deberías intentarlo.
—¿El qué?
—Vancouver.
—Ya lo intentó Malcolm Lowry. Se le incendió la casa.
—Hay muchas casas.
—¿Qué pensaría tu padre?
—¿De qué?
—De nosotros.

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