No ocurrió mucho más durante el resto de su estancia. Bebimos, comimos, jodimos. No hubo peleas. Dábamos largos paseos por la costa, comíamos en chiringuitos de marisco. No me preocupaba de escribir. Había momentos en que era mejor mantenerse apartado de la máquina. Un buen escritor sabía cuándo no escribir. Cualquiera podía mecanografiar. Yo no sólo era un buen mecanógrafo; también sabía hablar y conocía la gramática. Pero sabía cuándo no escribir. Era igual que joder. Tenías que descansar de vez en cuando. Tenía un viejo amigo que a veces me escribía cartas, Jimmy Shannon. Escribía seis novelas al año, todas sobre incesto. No era de extrañar que se muriera de hambre. Mi problema es que no sabía dejar descansar mi polla igual que mi máquina de escribir. Eso sólo sucedía porque las mujeres eran algo que se conseguía por rachas imprevisibles, así que tenías que conseguir el mayor número posible antes de que algún otro lo hiciese. Creo que el hecho de que yo dejara de escribir durante diez años fue una de las cosas más afortunadas que podían haberme ocurrido. (Supongo que algunos críticos dirán que fue una de las cosas más afortunadas que pudieron ocurrirles también a los lectores.) Diez años de descanso para ambas partes. ¿Qué ocurriría si dejara de beber durante diez años?
Llegó el día de dejar a Iris Duarte en el avión de regreso. Era un vuelo matinal, lo cual lo hizo difícil. Yo estaba acostumbrado a levantarme después del mediodía; era un buen remedio para las resacas y me haría vivir cinco años más. No sentía tristeza mientras la llevaba al aeropuerto. El sexo había estado de puta madre; nos habíamos reído. Difícilmente podía recordar una temporada más cabal, ninguno de los dos exigía nada y sin embargo había habido un calor tierno, no había sido algo falto de sentimiento, carne muerta acoplada con carne muerta. Detestaba tipos así de relaciones, el tipo de relaciones sexuales de Los Ángeles, Hollywood, Bel Air, Malibu, Laguna Beach. Extraños al conocerse, extraños al despedirse. Un gimnasio de cuerpos innominados masturbándose mutuamente. La gente amoral suele considerarse más libre, pero a menudo carecen de la capacidad de sentir o de amar. Así que se hacían swingers. Los muertos jodiendo con los muertos. No había juego ni humor en su práctica, era una cópula de cadáveres. La moral era restrictiva, pero estaba afianzada en la experiencia humana a través de los siglos.
Algunas morales tendían a mantener a los hombres esclavizados en fábricas, en iglesias y fieles al estado. Otras morales simplemente tenían buen sentido. Era como un jardín lleno de frutas venenosas y frutas buenas. Tenías que saber cuál escoger y comer y cuál abandonar.
Mi experiencia con Iris había sido deliciosa y plena, aunque yo no estaba enamorado de ella ni ella de mí. Era fácil preocuparse y difícil no preocuparse. Yo me preocupaba. Nos sentamos en el Volks en la planta más alta del aparcamiento. Teníamos algo de tiempo. Tenía la radio encendida. Brahms.
—¿Te volveré a ver? —le pregunté.
—Creo que no.
—¿Quieres una copa en el bar?
—Me has convertido en una alcohólica, Hank. Estoy tan débil que apenas puedo
caminar.
—¿Sólo por la bebida?
—No.
—Entonces vamos a tomar una copa.
—¡Beber, beber, beber! ¿Es eso entodo lo que puedes pensar?
—No, pero es una buena manera de pasar momentos como éste.
—¿No puedes plantarles cara a las cosas?
—Puedo, pero prefiero no hacerlo.
—Eso es escapismo.
—Todo lo es: jugar al golf, dormir, comer, andar, discutir, correr, respirar, joder...
—¿Joder?
—Mira, estamos hablando como niños de colegio. Vamos a ver tu vuelo.
No estaba yendo bien. Yo quería besarla, pero sentía su reserva. Un muro. Iris no se
sentía bien, lo vi, y yo tampoco.
—De acuerdo —dijo ella—, iremos a comprobar mi vuelo y luego tomaremos una copa en el bar. Después me iré volando para siempre: llanamente, sencillamente, sin sufrimientos.
—¡Está bien! —dije yo.
Y así fue.
Camino de vuelta: Por el Bulevar Century, bajando a Crenshaw, subiendo por la
octava Avenida, luego por Arlington hacia Wilton. Decidí parar en mi lavandería y me fui a la derecha por el Bulevar Beverly. Entré en el patio que había detrás de Limpiezas Silverette y aparqué el Volks. Mientras lo hacía pasó una joven negra con un vestido rojo.
Tenía un movimiento maravilloso de culo y una forma de andar aún más maravillosa. Entonces el edificio me tapó la vista. Aquella chica sabía moverse; era como si la vida les diese a unas pocas mujeres una gracia especial que restase a las otras. Ella tenía este tipo de gracia indescriptible.
Salí tras ella y la contemplé por detrás. La vi volver la cabeza y mirarme. Entonces se quedó parada, observándome por encima del hombro. Entré en la lavandería. Cuando salí con mis cosas, ella estaba parada junto a mi Volks. Lo metí todo en el asiento de atrás. Luego me fui a meter en el asiento del conductor. Ella se quedó parada delante mío. Tendría unos 27 años con una cara redonda e impasible. Estábamos los dos muy cerca.
—Te he visto mirándome. ¿Por qué me mirabas?
—Te pido disculpas. No quería ofender.
—Quiero saber por qué me mirabas. Me estabas atravesando con la mirada.
—Mira, eres una hermosa mujer con un hermoso cuerpo. Te he visto pasar y te
miré. No pude remediarlo.
—¿Quieres una cita para esta noche?
—Bueno, eso sería magnífico, pero tengo un compromiso. Tengo cosas que hacer.
La rodeé y me metí en el coche. Ella se fue. Mientras lo hacía la oí murmurar,
«Zopenco rijoso».
Abrí el correo. Nada. Necesitaba reestructurarme. Había perdido algo que necesitaba. Miré en la nevera. Nada. Salí, monté en el Volks y conduje hasta el Elefante Azul, una tienda de licores. Compré una botella de Smirnoff y algo de 7-Up. Mientras volvía hacia mi casa, por el camino me acordé de que me había olvidado los cigarrillos.
Bajé por Western Avenue, giré a la izquierda en Hollywood Bulevar y luego a la derecha en Serrano. Buscaba un estanco para comprar tabaco. Justo en la esquina de Serrano con Sunset estaba otra chica negra, una alta mulata con zapatos negros de tacón alto y una minifalda. Mientras estaba allí parada con su minifalda pude ver un atisbo de bragas azules. Empezó a caminar y yo conduje a su lado. Pretendió no darse cuenta de mi presencia.
—¡Hey, nena!
Se paró. Yo pegué el coche al bordillo. Ella se acercó.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
—Muy bien.
—¿Eres de fiar?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero —dije — a que, ¿cómo puedo saber que no eres policía?
—¿Cómo puedo yo saber quetú no eres policía?
—Mírame a la cara, ¿tengo pinta de policía?
—Está bien —dijo ella—, pasa la esquina y aparca. Yo acudo allí.
Doblé la esquina y aparqué enfrente del bar de sandwiches del señor Famous. Ella
abrió la puerta y entró.
—¿Qué es lo que quieres? —me preguntó. Tendría treintaitantos años, un gran
diente de oro adornaba el centro de su sonrisa. Nunca le faltaría dinero.
—Mamada —dije.
—Veinte dólares.
—De acuerdo. Vámonos.
—Sube por la avenida Oeste hacia Franklin, dobla a la izquierda, ve a Harvard y
gira a la derecha.
Cuando llegamos a Harvard no había sitio para aparcar. Finalmente dejé el coche
en zona roja y salimos.
—Sígueme —dijo.
Era un cochambroso edificio de muchos pisos. Justo antes de llegar al vestíbulo, se fue a la derecha y la seguí por una escalera de cemento, contemplando su culo. Era extraño, pero todo el mundo tenía un culo. Era casi triste. Pero yo no quería su culo. Bajamos por una rampa y luego subimos por otras escaleras de cemento. Estábamos utilizando una especie de salida de incendio en vez del ascensor. Yo no tenía la menor idea de sus razones para hacer una cosa así. Pero necesitaba el ejercicio, si quería llegar a escribir gruesas novelas en mi vejez, como Knut Hamsun.
Finalmente llegamos a su apartamento y ella sacó la llave. La agarré de la mano.
—Espera un momento —le dije.
—¿Qué pasa?
—¿Tienes ahí dentro a un par de negrazos bastardos que me van a hacer picadillo y
dejarme tirado en algún callejón?
—No, no hay nadie aquí. Vivo con una amiga y no está en casa. Trabaja en los
almacenes Broadway.
—Dame la llave.
Abrí lentamente la puerta y luego le di una patada. Miré dentro. Llevaba mi navaja
pero no la saqué. Ella cerró la puerta tras de mí.
—Vamos al dormitorio —dijo.
—Espera un momento...
Abrí bruscamente la puerta de un armario y miré entre la ropa. Nada.
—¿Qué gilipolleces estás haciendo, tío?
—¡Yo no hago gilipolleces!
—Ay, la virgen...
Corrí dentro del baño y aparté de un manotazo la cortina de la ducha. Nada. Entré en la cocina y corrí la cortina de plástico que había debajo del fregadero. Sólo un mugriento cubo de basura. Examiné el otro dormitorio y el armario del mismo. Miré bajo la cama doble: una botella vacía de cerveza. Salí.
—Ven aquí —dijo ella.
Era un pequeño dormitorio, una mínima alcoba. Sábanas sucias. La manta en el
suelo. Me abrí la bragueta y la saqué.
—20 dólares —dijo ella.
—¡Pon tus labios en esta trompeta! ¡Déjala seca!
—20 dólares.
—Ya sé el precio. Gánatelo. Exprímeme los huevos.
—20 dólares por anticipado...
—¿Ah, sí? Te doy los veinte y ¿cómo sé que no llamarás a gritos a la policía? ¿Cómo sé que tu hermanito de dos metros que juega al baloncesto no va a venir con su navaja?—20 dólares, y no te preocupes. Te la chuparé. Te la chuparé bien.
—No confío en ti, zorra.
Me abroché los pantalones y salí de allí corriendo, bajando por todos los escalones
de cemento. Llegué al final, subí de un salto en el Volks y regresé a mi casa.
Comencé a beber. Mis estrellas no estaban en buen orden.
Sonó el teléfono. Era Bobby.
—¿Dejaste a Iris en el avión?
—Sí, Bobby, y quiero darte las gracias por mantener tus manos fuera por una vez.
—Mira, Hank, eso es una obsesión tuya. Eres viejo y te traes a todas estas chicas
jóvenes, entonces te pones nervioso cuando aparece un gato joven. Pierdes el culo.
—Incertidumbre personal... falta de confianza en mí mismo ¿verdad?
—Bueno...
—Está bien, Bobby.
—De cualquier manera, Valerie quería saber si te apetece venir a tomar una copa.
—¿Por qué no?
Bobby tenía algo de chocolate malo, realmente malo. Nos lo fuimos pasando. Tenía muchas cintas nuevas para el estéreo. También tenía a mi cantante favorito, Randy Newman, y lo puso, pero sólo a medio volumen por exigencia mía.
Así que escuchamos a Randy y fumamos y entonces Valerie nos hizo un desfile de modas. Tenía una docena de conjuntos sexy de Frederick's, y por lo menos 30 pares de zapatos colgando detrás de la puerta del baño.
Salió balanceándose sobre unos tacones de quince centímetros. Apenas podía andar. Navegó por toda la habitación, en equilibrio sobre los tacones. Su culo se meneaba y sus pequeños pezones se erguían endurecidos a través de su blusa transparente. Llevaba una fina cadena de oro alrededor del tobillo. Se contoneaba y nos miraba, haciendo algunos
encantadores movimientos sexuales.
—Cristo —dijo Bobby—, ¡oh... Cristo!
—¡Santa María la hostia madre de Dios! —dije yo.
Al pasar Valerie a mi lado la agarré del culo. Estaba por fin vivo, me sentía
extraordinariamente bien. Valerie entró en el baño para hacer un cambio de vestido.
Cada vez que salía, Valerie tenía mejor pinta, enloquecedora, enfurecedora. Todo el
proceso se estaba aproximando a un clímax.
Bebimos y fumamos y Valerie continuó saliendo con nuevas cosas. Un infierno de
espectáculo.
Se sentó en mi regazo y Bobby tiró algunas fotos.
Siguió la noche. Entonces miré a mi alrededor y Valerie y Bobby habían desaparecido. Entré en el dormitorio y vi a Valerie en la cama, desnuda a excepción de sus zapatos de alto tacón. Su cuerpo era firme y esbelto.
Bobby estaba todavía vestido y estaba chupando los pechos de Valerie, pasando del
uno al otro. Los pezones estaban alzados.
Bobby me miró.
—Eh, viejo, te he oído presumir muchas veces de cómo comes coños. ¿Qué te
parece esto?
Bobby se bajó y abrió las piernas de Valerie. Sus pelos del coño eran largos, rizados y enredados. Bobby empezó a lamer el clítoris. Era bastante bueno, pero le faltaba espíritu.
—Espera un momento, Bobby, no lo estás haciendo bien. Déjame que te enseñe.
Bajé allí. Empecé desde lejos y me fui acercando. Entonces lo agarré bien. Valerie respondió. Demasiado. Me agarró la cabeza con sus piernas y no me dejaba respirar. Me apretaba las orejas. Aparté la cabeza de allí.
—Bueno, Bobby, ¿has visto?
Bobby no contestó. Se dio la vuelta y entró en el baño. Yo estaba descalzo y sin pantalones. Me gustaba enseñar las piernas cuando bebía. Valerie se incorporó y me echó en la cama. Se inclinó y me tomó la polla con la boca. No era muy buena comparada con la mayoría. Comenzó con el viejo bombeo de cabeza y poco más tenía que ofrecer aparte de eso. Trabajó largo rato y yo vi que no lo iba a conseguir. Le aparté la cabeza, la puse en la almohada y la besé. Luego la monté. Había pegado unas 8 o 10 sacudidas cuando oí a Bobby detrás nuestro.
—Tío, quiero que te vayas.
—¿Qué coño pasa, Bobby?
—Quiero que vuelvas a tu casa.
Me aparté, me levanté, salí a la sala y me puse mis pantalones y zapatos.
—Eh, señor sangre fría —le dije a Bobby—, ¿qué te ocurre?
—Sólo quiero que te vayas de aquí.
—Muy bien, muy bien..
Volví a mi casa. Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde que había dejado a Iris Duarte en el avión. Debía haber llegado ya a Vancouver a estas alturas. Mierda, Iris Duarte, buenas noches.
No hay comentarios:
Publicar un comentario