jueves, 6 de enero de 2011

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 103

Llevé a Tanya a Santa Anita. La sensación del hipódromo era un aprendiz de jockey, de 16 años, que todavía montaba con dos kilos de ventaja. Era del Este y corría en Santa Anita por primera vez. El hipódromo ofrecía un premio de 10.000 dólares a la persona que acertara el ganador de la carrera de presentación, pero su entrada tenía que ser elegida de entre todo el resto de entradas. Había una urna para cada caballo donde metías tus esperanzas de pánfilo.

Llegamos a la cuarta carrera y los cabrones habían conseguido llenar el sitio con el reclamo. Todos los asientos estaban ocupados y no había sitio donde aparcar. Personal del hipódromo nos dirigió hacia un centro comercial próximo. Desde ahí nos acercaron en autobuses. Tendríamos que volver andando, después de la última carrera.

—Esto es demencial. Mejor nos volvemos —le dije a Tanya.
Ella se echó un trago de whisky.
—Qué coño —dijo—, ya estamos aquí.

Entramos. Yo conocía un sitio especial para sentarse, cómodo y soleado, y la llevé allí. El único problema era que los niños también lo habían descubierto. Corrían alrededor nuestro pataleando y gritando, pero era mejor que estar de pie.
—Nos iremos después de la octava carrera —le dije a Tanya—. Los últimos no

saldrán de aquí hasta medianoche.
—Apuesto a que el hipódromo es un buen sitio para enganchar hombres.
—Las furcias se trabajan el local del club.
—¿Alguna vez te ha enganchado una aquí?
—Una vez, pero no cuenta.
—¿Por qué?
—Porque era amiga mía.
—¿No tienes miedo de coger alguna cosa?
—Por supuesto, por eso la mayoría de los hombres sólo quieren mamadas.
—¿Te gustan las mamadas?
—Bueno, sí, claro.
—¿Cuando apostamos?
—Ahora mismo.
Tanya me siguió a las ventanillas de apuestas. Fui a la de 5 dólares. Ella se quedó a
mi lado.
—¿Cómo sabes a quién apostar?
—Nadie lo sabe. Básicamente es un sistema simple.

—¿Como qué?
—Bueno, generalmente el mejor caballo es el que ofrece menos dividendos, y a
medida que los caballos van siendo peores, los dividendos aumentan. Pero ocurre que

dicho «mejor» caballo sólo gana un tercio de las veces con dividendos menores de 3 a 1.
—¿Puedes apostar a todos los caballos?
—Sí, si quieres arruinarte rápidamente.
—¿Gana mucha gente?
—Se dice que una de cada veinte o veinticinco personas gana.
—¿Por qué vienen?
—No soy psiquiatra, pero estoy aquí, y me imagino que más de un psiquiatra
andará por aquí también.

Aposté 5 a ganador al caballo número 6, y salimos a ver la carrera. Yo siempre prefería los caballos de estirón temprano, especialmente si habían fallado en su última carrera. Los jugadores los llamaban «desinflables», pero siempre conseguías más beneficio por la misma cualidad con éstos que con los que se reservaban para atacar al final. Yo saqué cuatro a uno con mi «desinflable»; ganó por dos y medio cuerpos y pagó a 10,20 los 2 dólares. Iba ganando 25,50 dólares.
—Vamos a tomar una copa —le dije a Tanya—, el camarero de aquí prepara los
mejores Bloody Marys de toda California.
Fuimos al bar. Pidieron el carnet de identidad de Tanya. Conseguimos nuestras
bebidas.
—¿Cuál te gusta en la siguiente carrera?
—Zag-Zig.

—¿Crees que va a ganar?
—¿Tienes tú dos tetas?
—¿Te has dado cuenta?
—Sí.
—¿Dónde están los lavabos de señoras?
—Tuerce a la derecha dos veces.
Tanya se fue y yo pedí otro Bloody Mary. Un negro se me acercó. Tendría unos 50
años.
—Hank, hombre, ¿qué tal estás?
—Me las arreglo.
—Tío, te echamos de menos en la oficina de correos. Eras uno de los tíos más

divertidos que han pasado por allí. De verdad que te echamos de menos.
—Gracias, saluda a los chicos de mi parte.
—¿Qué haces ahora, Hank?
—Oh, le pego a una máquina de escribir.
—¿Qué quieres decir?

—Que le pego a una máquina de escribir...
Elevé las manos e hice el gesto de mecanografiar en el aire.
—¿Te refieres a que eres mecanógrafo?
—No. Escribo.
—¿Qué escribes?
—Poemas, relatos, novelas. Me pagan por eso.
Me miró. Luego se dio la vuelta y se fue.
Tanya volvió.

—¡Un hijo de puta intentó ligárseme!
—¿Oh? Lo siento. Debería haber ido contigo.
—¡Era de lo másg ro se ro! ¡Realmente odio a esos tipos! ¡Sonrep ug na n te s!
—Si al menos tuvieran un poco de originalidad... podría ayudar. Pero simplemente
no tienen la menor imaginación. Quizás por esto están solos.
—Voy a apostar a Zag-Zig.
—Te compraré un boleto...

Zag-Zig no llegó. Acabó flojamente, con el jockey barriendo la espuma a latigazos. Zag-Zig remató sin fuerzas y sólo batió a un caballo. Volvimos al bar. Un infierno de carrera para un ganador a 6 a 5.
Tomamos dos Marys.
—¿Te gusta que te la chupen? —me preguntó Tanya.

—Depende. Algunas lo hacen bien, la mayoría no.
—¿Te has encontrado alguna vez amigos aquí?
—Justamente hace poco, en la carrera anterior.
—¿Una mujer?

—No, un tío, un empleado de correos. Aunque la verdad es que no tengo amigos.
—Me tienes a mí.
—Cuarenta y cinco kilos de sexo rugiente.
—¿Es esoto do lo que ves en mí?
—Claro que no. También tienes esos enormes ojos.
—No eres muy amable.
—Vamos a atrapar la próxima carrera.
Abordamos la siguiente carrera. Ella apostó al suyo y yo al mío. Los dos perdimos.

—Vámonos de aquí —dije.
—Vale.

De vuelta en casa, nos sentamos en el sofá a beber. Realmente no era una mala chica. Llevabavestid o s y tacones altos, y sus tobillos estaban muy bien. No sabía muy bien qué esperaba ella de mí. No deseaba que se sintiera mal. La besé. Tenía una lengua larga y delgada que entraba y salía de mi boca como un dardo. Pensé en un pez plateado. Había tanta tristeza en todas las cosas, incluso cuando las cosas iban bien.

Entonces Tanya me desabrochó el pantalón y se metió mi polla en la boca. La sacó y me miró. Estaba de rodillas entre mis piernas. Me miraba a los ojos y corría la lengua alrededor del glande. Tras ella los últimos rayos de sol se filtraban a través de mis sucias cortinas. Luego empezó a trabajar. No tenía técnica en absoluto; no sabía cómo tenía que hacerse. Era simple bombeo y succión repetitiva. En plan de ataque grotesco estaba bien, pero era difícil correrse con ataques grotescos. Yo había estado bebiendo y no quería herir sus sentimientos. Así que entré en Fantasilandia. Estábamos los dos en la playa, y estábamos rodeados por 45 o 50 personas, de ambos sexos, la mayoría en traje de baño. Estaban apiñados alrededor nuestro en un círculo cerrado. El sol estaba alto, el mar iba y venía, y lo podías oír. De vez en cuando unas gaviotas volaban sobre nuestras cabezas.
Tanya me la chupaba mientras ellos observaban y yo oía sus comentarios:
—¡Cristo, miradla cómo la coge!

—¡Loca putilla barata!
—¡Chupándosela a un tío 40 años mayor que ella!
—¡Apartadla! ¡Está chiflada!
—¡No, esperad! ¡Lo está consiguiendo!
—¡Y MIRAD esaco sa!
—¡HORRIBLE!
—¡Hey! ¡Voy a metérsela por el culo mientras está haciéndolo!
—¡Está LOCA! ¡CHUPÁNDOSELA A ESE VIEJO VERDE!
—¡Vamos a quemarle la espalda con cerillas!
—¡MIRADLA ACTUAR!
—¡ESTA TOTALMENTE LOCA!
Me incliné, agarré la cabeza de Tanya y apreté mi polla hasta el centro de su
cráneo.
Cuando salió del baño yo tenía preparadas dos copas. Tanya tomó un sorbo y me
miró.
—¿Te gustó, no? Podría jurarlo.
—Ciertamente —dije yo—. ¿Te gusta la música sinfónica?

—El folk-rock —dijo ella.
Me acerqué a la radio, puse el sintonizador en 160, la encendí y subí el volumen.
Allí estábamos.

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