martes, 11 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 2

Recuerdo el Ford T. Te sentabas alto, y las aceras en movimiento resultaban amistosas, y en los días fríos, por las mañanas, y a veces en algún otro momento, mi padre tenía que colocar la manivela en la parte delantera del motor y hacerla girar un buen número de veces hasta conseguir hacerlo arrancar.
—Un hombre se puede partir el brazo haciendo esto. Pega unas coces
como las de un caballo.

Los domingos, cuando no nos visitaba la abuela, nos íbamos de excursión con el Ford T. A mis padres les gustaban las fincas de naranjales, millas y millas de naranjos bordeando el camino, siempre florecidos o llenos de fruta. Mis padres llevaban una cesta de picnic y una neverita portátil. En la neverita iban botes de fruta helados, y en la cesta sandwiches de salami y mortadela, patatas fritas, plátanos y gaseosa. La gaseosa tenía que ser continuamente transportada de la neverita a la cesta, y viceversa, porque se congelaba muy rápidamente y había que sacarla de vez en cuando.

Mi padre fumaba cigarrillos Camel y conocía muchos juegos y trucos con los paquetes de Camel. ¿Cuántas pirámides hay aquí? Contadlas, vamos. Las contábamos y luego nos mostraba que había más.

Tenía también trucos sobre las jorobas de los camellos y acerca de las palabras escritas en el paquete. Los cigarrillos Camel eran cigarrillos mágicos.

Hubo un domingo en particular que recuerdo perfectamente. La cesta de picnic estaba vacía. Aún así seguíamos viajando a través de las plantaciones de naranjos, alejándonos más y más de nuestra ciudad.
—Papá —dijo mi madre—. ¿No crees que vamos a quedarnos sin

gasolina?
—No, vamos bien de gasolina.
—¿A dónde vamos?
—¡Voy a coger unas cuantas naranjas!

Mi madre se quedó sentada muy rígida mientras seguíamos la marcha. Entonces mi padre se fue a un lado de la carretera, aparcó cerca de una valla de alambre y nos quedamos allí quietos escuchando. Luego mi padre abrió la puerta de una patada y salió.

—Coge la cesta.
Saltamos la valla.
—Seguidme —dijo mi padre.
Entonces nos vimos entre dos hileras de naranjos, a cubierto del sol por ramas y hojas. Mi padre se paró y comenzó a coger naranjas de las ramas más bajas del árbol más cercano. Parecía estar furioso, arrancando las naranjas del árbol, y las ramas parecían también enfurecidas, saltando arriba y abajo. Lanzaba las naranjas a la cesta del picnic, que sostenía mi madre. A veces fallaba y yo recogía las naranjas del suelo y las metía en la cesta. Mi padre iba de árbol en árbol, arrancando las naranjas de las ramas más bajas, arrojándolas a la cesta de forma frenética.

—Papá, ya tenemos bastantes —dijo mi madre.
—Y un cojón.
Siguió arrancando.
Entonces apareció un hombre, un hombre muy alto. Llevaba una

escopeta.
—Muy bien, capullo. ¿Qué crees que estás haciendo?
—Estoy cogiendo unas naranjas. Aquí hay naranjas de sobra.
—Estas son mis naranjas. Y ahora escucha, dile a tu mujer que las eche
al suelo.
—Hay un jodido montón de naranjas por aquí. Usted no va a echar en
falta unas pocas jodidas naranjas.
—No voy a echar en faltaningun a naranja. Dile a tu mujer que las eche

al suelo.
El hombre apuntó a mi padre con su escopeta.
—Échalas —le dijo mi padre a mi madre.
Las naranjas rodaron por el suelo.
—Ahora —dijo el hombre—, largaos de mi plantación.
—Usted no tiene necesidad de todas estas naranjas.
—Yo sé lo que necesito. Fuera de aquí.
—¡Deberían colgar a los tipos como usted!
—Yo soy la ley aquí. ¡Fuera he dicho!

El hombre volvió a levantar la escopeta. Mi padre se dio la vuelta y comenzó a andar hacia afuera. Nosotros le seguimos y el hombre nos escoltó. Subimos al coche, pero era una de esas veces que no arrancaba ni a la de tres. Mi padre salió del coche para usar la manivela. Le dio un par de veces y no arrancó. Mi padre estaba empezando a sudar. El hombre permanecía de pie al borde de la carretera.
—¡Pon en marcha esa maldita caja de galletas! —gritó.
Mi padre se dispuso a darle de nuevo a la palanca.
—No estamos en su propiedad. ¡Podemos estar aquí todo el tiempo que
nos parezca!
—¡Y un carajo! ¡Saquen esa cosa de aquí, y rápido!

Mi padre accionó otra vez la manivela. El motor dio unos cuantos pufidos, luego se paró. Mi madre estaba sentada con la cesta de picnic vacía en su regazo. A mí me daba miedo mirar al hombre. Mi padre giró de nuevo la manivela y el motor arrancó. Montó de un salto en el coche y empezó a hacer la maniobra para salir.
—No vuelvan por aquí —dijo el hombre—, o la próxima vez no saldrán
tan bien parados.
Mi padre salió con el Ford T. El hombre seguía de pie junto a la carretera.
Mi padre se puso a conducir muy deprisa. Entonces aminoró la marcha y dio un giro de noventa grados. Regresó a donde había estado de pie el hombre.
Ya no estaba. Volvimos hacia la ciudad.
—Pienso regresar un día y ajustarle las cuentas a ese hijo de puta —dijo
mi padre.
—Papá, tomaremos una buena cena esta noche. ¿Qué te gustaría? —

preguntó mi madre.
—Chuletas de cerdo —contestó él.
Nunca le había visto conducir tan deprisa.

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