miércoles, 12 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 3

Mi padre tenía dos hermanos. El más joven se llamaba Ben y el mayor se
llamaba John. Los dos eran alcohólicos y mangantes. Mis padres hablaban a

menudo de ellos.
—Ninguno de los dos vale para nada —decía mi padre.
—Vienes de una mala familia, papá —decía mi madre.
—¡Pues tu hermano tampoco vale para nada!
El hermano de mi madre vivía en Alemania. Mi padre hablaba a menudo
mal de él.

Tenía otro tío, Jack, que, estaba casado con la hermana de mi padre, mi tía Elinore. Yo nunca había visto a ninguno de los dos porque se llevaban mal con mi padre.
—¿Ves esta cicatriz en mi mano? —preguntaba mi padre—. Bueno, ahí es
donde me clavó Elinore un lápiz afilado cuando yo era casi un niño. La

cicatriz nunca ha llegado a desaparecer.
A mi padre no le gustaba la gente. Yo tampoco le gustaba.
—Los niños deben ser vistos, pero no se les debe oír —me decía.
Ocurrió un domingo por la tarde en que no estaba la abuela Emily.
—Deberíamos ir a ver a Ben —dijo mi madre—. Se está muriendo.
—Se llevó casi todo el dinero de Emily. Lo tiró en el juego, las mujeres y

la bebida.
—Ya lo sé, papá.
—A Emily no le queda dinero para dejarnos cuando se muera.
—Deberíamos de todas formas ir a ver a Ben. Dicen que sólo le quedan
dos semanas de vida.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Iremos!

Así que nos subimos en el Ford T y nos pusimos en marcha. Nos llevó tiempo, y mi madre tuvo que pararse a por flores. Era un viaje largo hacia las montañas. Llegamos a las colinas y cogimos la carretera de subida de la montaña. El tío Ben estaba en un sanatorio allá arriba, muriéndose de tuberculosis.
—A Emily le debe estar costando un montón de dinero el tener a Ben allí

arriba.
—Puede que Leonard esté ayudando.
—Leonard no tiene nada. Se lo ha gastado todo en bebida y en el juego.
—A mí me gusta el abuelo Leonard —dije yo.
—A los chicos se les debe ver, pero no oír —dijo mi padre.
Luego siguió—: Ah, Leonard sólo era bueno con nosotros cuando estaba borracho. Bromeaba y nos daba dinero. Pero al día siguiente era el hombre
más antipático y violento del mundo.
El Ford T subía muy bien la carretera de la montaña. El tiempo era claro
y soleado.

—Aquí es —dijo mi padre. Metió el coche en el aparcamiento del sanatorio y nos apeamos. Seguí a mis padres al interior del edificio. Cuando entramos en su habitación, mi tío Ben estaba incorporado en la cama, mirando por la ventana. Se dio la vuelta y nos miró. Era un hombre muy guapo, delgado, de pelo moreno, y tenía ojos oscuros que relucían, brillaban

con una luz resplandeciente.
—Hola, Ben —saludó mi madre.
—Hola, Katy. —Entonces me miró a mí—. ¿Este es Henry?
—Sí.
—Sentaos.
Mi padre y yo nos sentamos.
Mi madre siguió de pie.
—Te hemos traído estas flores, Ben. No veo ningún jarrón.
—Son unas flores muy bonitas, gracias, Katy. No, no hay jarrón.
—Iré a buscar uno —dijo mi madre.
Salió de la habitación con las flores en la mano.
—¿Dónde están ahora todas tus novias, Ben? —preguntó mi padre.
—Vienen de vez en cuando.
—Seguro.
—Te digo que vienen de vez en cuando.
—Estamos aquí porque Katherine quería verte.
—Lo sé.
—Yo también quería verte, tío Ben. Creo que eres un hombre muy guapo.
—Como mi culo —dijo mí padre.
Mi madre entró en la habitación con las flores colocadas en un jarrón.
—Ya está. Las pondré en esta mesa junto a la ventana.
—Son unas flores muy bonitas, Katy.
Mi madre se sentó.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo mi padre.
El tío Ben buscó bajo el colchón y su mano sacó un paquete de cigarrillos.
Cogió uno, raspó una cerilla y lo encendió. Pegó una larga calada y expulsó
el humo.

—Sabes que no puedes fumar cigarrillos —dijo mi padre—. Sé cómo los consigues. Estas putas te los traen. Bueno, se lo pienso decir a los doctores y voy a hacer que no permitan venir a esas malditas prostitutas.
—No seas un mierda —protestó mi tío.
—¡Tengo el suficiente juicio como para quitarte ese cigarrillo de la boca!

—dijo mi padre.
—Nunca has sido una buena persona —dijo mi tío.
—Ben —intervino mi madre—, no deberías fumar, te va a matar.
—He tenido una buena vida —dijo mi tío.

—Nunca has tenido una buena vida —dijo mi padre—. Todo el día vagueando, pidiendo dinero prestado, yendo de putas, emborrachándote. ¡No has trabajado un solo día en toda tu vida! ¡Y ahora te estás muriendo a
12
los veinticuatro años!
—No ha estado mal —dijo mi tío. Le pegó otra calada al Camel, luego

echó el humo.
—Vámonos de aquí —dijo mi padre—. ¡Este tipo está loco!
Mí padre se levantó. Luego se levantó mi madre. Luego yo.
—Adiós, Katy —dijo mi tío—, y adiós, Henry—. Me miró para indicar a
qué Henry se refería.

Seguimos a mi padre por los pasillos del sanatorio y salimos al aparcamiento hasta el Ford T. Subimos, se puso en marcha y comenzamos el viaje montaña abajo por la serpenteante carretera.
—Deberíamos habernos quedado un rato más —dijo mi madre.
—¿No sabes que la tuberculosis es contagiosa? —dijo mi padre.
—A mí me parece un hombre muy guapo —intervine yo. —Es la

enfermedad —dijo mi padre—. Les da ese aspecto.
Y además de la tuberculosis, ha cogido también muchas otras cosas.
—¿Qué cosas? —pregunté yo.

—No te lo puedo decir —contestó mi padre. Siguió manejando el volante del Ford T bajando por la tortuosa carretera de montaña mientras yo me preguntaba qué había querido decir.

ENLACE " CAPITULO 4 "

No hay comentarios: