viernes, 14 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 4

Era también un domingo cuando nos subimos en el Ford T para ir a
buscar a mi tío John.
—No tiene ninguna ambición —dijo mi padre—. No sé cómo como puede
levantar la maldita cabeza y atreverse a mirar a la gente a los ojos.
—Me gustaría que dejara de mascar tabaco —dijo mi madre—. Lo escupe
por todas partes.
—Si todos los hombres de este país fueran como él, los jodidos chinos se
hubieran adueñado de todo ynosotros llevaríamos las lavanderías...
—John nunca tuvo una oportunidad —dijo mi madre—. Se fue de casa

muy pronto. Al menos tú tienes una educación de bachillerato.
—Universitaria —corrigió mi padre.
—¿Dónde? —preguntó mi madre.
—En la Universidad de Indiana.
—Jack me dijo que sólo habías hecho el bachillerato.
—Jack es el que únicamente hizo el bachillerato. Por eso no hace más
que de jardinero en las casas de los ricos.
—¿Podré ver alguna vez a mi tío Jack? —pregunté yo.
—Primero vamos a ver si podemos encontrar a tu tío John —dijo mi
padre.
—¿Es verdad que los chinos quieren apoderarse del país? —pregunté.

—Esos demonios amarillos llevan siglos esperando para conseguirlo. Lo que les ha parado es que han estado demasiado ocupados luchando con los japoneses.
—¿Quienes son mejores luchadores, los chinos o los japoneses?
—Los japoneses. El problema es que hay demasiados chinos. En cuanto

matas a un chino, se divide por la mitad y se convierte en dos chinos.
—¿Por qué tienen la piel amarilla?
—Porque en vez de beber agua se beben su propio pis.
—¡Papá, no le digas esas cosas al niño!
—Entonces dile que deje de hacer preguntas.

Viajamos en el coche a través del cálido día de Los Angeles. Mi madre llevaba uno de sus vestidos bonitos y un sombrero de fantasía. Cuando mi madre iba bien vestida, siempre se mantenía muy recta, con el cuello muy rígido.
—Me gustaría que tuviésemos dinero suficiente para ayudar a John y a su
familia —dijo mi madre.
—No es culpa mía si no tiene ni siquiera un orinal para mear —contestó mi padre.
—Papá, John estuvo en la guerra, igual que tú. ¿No crees que se merece

algo?
—Nunca llegó a nada. Yo por lo menos llegué a sargento de primera.
—Henry, todos tus hermanos no pueden ser como tú.
—¡No se esfuerzan en nada! ¡Creen que pueden vivir del aire!

Seguimos todavía un buen trecho. El tío John vivía en un pequeño complejo. Subimos por la resquebrajada acera hasta un porche medio ruinoso y mi padre llamó al timbre. No sonó. Pegó entonces unos fuertes golpes en la puerta.
—¡Abran a la policía! —gritó.
—¡Papá, no hagas esas cosas! —dijo mi madre.

Después de lo que pareció un largo rato, la puerta se abrió un poco. Luego se abrió más y pudimos ver a mi tía Anna. Era muy flaca, tenía las mejillas hundidas y ojeras en los ojos, muy oscuras. Su voz era como un hilo.
—Oh, Henry... Katherine... entrad, por favor...

La seguimos adentro. Había muy pocos muebles. Una mesa con cuatro sillas y dos camas. Mis padres se sentaron en dos sillas. Dos niñas, Katherine y Betsy (no me enteré de sus nombres hasta más tarde) estaban en el fregadero turnándose para rebanar manteca de cacahuete de un frasco prácticamente vacío.
—Estábamos justo almorzando —dijo mi tía Anna.

Las niñas se acercaron con unos pequeños restos de manteca de cacahuete que untaban en unos pedazos de pan duro. Siguieron examinando la jarra, raspando con un cuchillo.
—¿Dónde está John? —preguntó mi padre.
Mi tía se sentó desmayadamente. Parecía muy débil, muy pálida. Su

vestido estaba sucio, su pelo despeinado, cansado, triste.
—Hemos estado esperándole. Hace tiempo que no sabemos de él.
—¿A dónde fue?
—No sé. Se fue en su motocicleta.
—Todo lo que hace —dijo mi padre— es pensar en su motocicleta.
—¿Este es Henry Jr.?
—Sí.
—Lo único que hace es mirar. Qué callado es.
—Así es como queremos que sea.
—Agua quieta corre profunda.
—No en este caso. Lo único que le corre profundo son los agujeros de las
orejas.
Las dos niñas cogieron sus rebanadas de pan, salieron fuera y se
sentaron en el porche a comerlas. No nos hablaron para nada. Pensé que

eran bonitas. Eran flacas como su madre, pero aún guapas.
—¿Cómo estás tú, Anna? —preguntó mi madre.
—Bien.
—Anna, no tienes buen aspecto. Creo que necesitas alimentarte.
—¿Por qué no se sienta tu hijo? Siéntate, Henry.
—Prefiere estar de pie —dijo mi padre—. Así se hace mas fuerte. Se está preparando para combatir a los chinos.
—¿No te gustan los chinos? —me preguntó mi tía.
—No —contesté.
—Bueno, Anna —dijo mi padre—. ¿Cómo van las cosas?
—Bastante mal, la verdad... El casero no para de pedirnos el alquiler. Se

pone muy desagradable. Me asusta. No sé qué hacer.
—He oído que la policía anda detrás de John —dijo mi padre.
—No hizo nada grave.
—¿Qué hizo?
—Cogió algunas monedas de una caja.
—¿Monedas? ¡Cristo! ¿Qué clase de ambición es esa?
—John no quiere realmente hacer nada malo.
—Me parece a mí que no quiere hacer nada de nada.
—Lo haría si pudiera.
—Ya. ¡Y si las ranas tuvieran alas no tendrían que pegar saltos para
levantar el culo!
Entonces se hizo un silencio y seguimos allí quietos. Yo me volví y miré

afuera. Las niñas se habían ido del porche.
—Ven a sentarte, Henry —dijo mi tía Anna.
Yo seguí allí de pie.
—Gracias, estoy bien así.
—Anna —dijo mi madre— ¿estás segura de que John va a volver?
—Volverá cuando se canse de las zorras —dijo mi padre.
—John quiere a sus hijas —dijo Anna.
—He oído que los polis andan detrás de él por algo más.
—¿Qué?
—Por violación.
—¿Violación?

—Sí, Anna, eso he oído. Iba un día con su motocicleta y se encontró a una chica haciendo auto-stop. La montó tras él y en mitad del camino John vio de repente un garaje vacío. Se metió allí, cerró la puerta y violó a la chica.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé? La policía vino a verme y me lo dijo, me preguntaron
dónde estaba.
—¿Se lo dijiste?
—¿Para qué? ¿Para que lo metiesen en la cárcel y así se evadiese de sus

responsabilidades? Eso quisiera él.
—Yo no lo veo así.
—No pensarás que yo estoy por la violación...
—A veces un hombre no puede evitar lo que hace.
—¿Qué?

—Me refiero a que, después de tener a las niñas y con este tipo de vida, con las preocupaciones y todo lo demás... yo ya no tengo un buen aspecto. El vio a una joven, le gustó... ella montó en su moto, ya sabes, le rodeó con los brazos...
—¿Qué? —dijo mi padre—. ¿Te gustaría a ti que te violasen?
—Supongo que no.

—Bueno, pues estoy seguro de que a la chica tampoco le gustó.
Apareció una mosca y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa. La
observamos.
—Aquí no hay nada que comer —dijo mi padre—. Esta mosca ha venido
al lugar equivocado.

La mosca comenzó a hacerse más pesada. Daba vueltas más cerradas y no paraba de zumbar. Cuanto más cerradas eran sus vueltas, más fuerte se hacía su zumbido.
—¿No le dirás a la policía que John puede que venga a casa? —le
preguntó mi tía a mi padre.
—No pienso dejar que se libre del anzuelo tan fácilmente —dijo mi padre.
La mano de mi madre hizo un brusco movimiento. Se cerró y volvió a

bajar a la mesa.
—La cogí —dijo.
—¿Qué cogiste?
—La mosca —sonrió ella.
—No te creo...
—¿Acaso la sigues viendo? Ya no está.
—Se habrá ido.
—No, la tengo en mi mano.
—Nadie puede ser tan rápido.
—La tengo en mi mano.
—Patrañas.
—¿No me crees?
—No.
—Abre la boca.
—De acuerdo.
Mi padre abrió la boca y mi madre llevó a ella su mano. Mi padre dio un
salto, agarrándose la garganta.
—¡CRISTO!
La mosca salió de su boca y comenzó otra vez a dar vueltas alrededor de
la mesa.
—Ya está bien —dijo mi padre—. ¡Nos vamos a casa!
Se levantó, salió por la puerta y bajó por el camino hacia el Ford T. Se
sentó y se quedó muy rígido, con aspecto amenazador.

—Te traemos algunas latas de comida —le dijo mi madre a mi tía—. Siento que no pueda ser dinero, pero Henry teme que John se lo gaste en ginebra, o en gasolina para su moto. No puede ser mucho: sopa, col, guisantes...
—¡Oh, Katherine, gracias! Gracias a los dos...
Mi madre se levantó y yo la seguí. Había dos cajas con latas de conserva
en el coche. Vi a mi padre allí sentado muy rígido. Seguía furioso.

Mi madre me dio la caja más pequeña de latas, ella cogió la más grande y la seguí por el patio. Dejamos las cajas en la mesa de la cocina. La tía Anna se acercó y cogió una lata. Era una lata de guisantes, la etiqueta estaba pintada con un montón de guisantitos redondos y verdes.
—Sois un encanto —dijo mi tía.
—Anna, tenemos que irnos. Henry tiene herida su dignidad.

Mi tía abrazó a mi madre.
—Todo nos ha ido tan mal. Pero esto es como un sueño. ¡Espera a que

las niñas vengan y vean todas estas latas de comida!
Mi madre se separó de mi tía.
—John no es un mal hombre —dijo mi tía.
—Lo sé —contestó mi madre—. Adiós, Anna.
—Adiós, Katherine. Adiós, Henry.
Mi madre se dio la vuelta y salió por la puerta. Yo la seguí. Caminamos
hasta el coche y subimos. Mi padre lo puso en marcha.
Mientras nos alejábamos, vi a mi tía en la puerta despidiéndonos con la
mano. Mi madre le devolvió el saludo. Mi padre no. Yo tampoco.

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