sábado, 15 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 5

Mi padre había empezado a no gustarme. Siempre estaba furioso por algo. Allá a donde fuéramos, siempre se metía en discusiones con alguien. Pero a la mayoría de la gente no parecía asustarla. A menudo simplemente se le quedaban mirando con calma, y él se ponía más furioso. Si comíamos fuera, lo cual ocurría raramente, siempre le encontraba algún defecto a la comida y a veces se negaba a pagar.
—¡Hay una caca de mosca en la nata! ¿Qué clase de lugar infecto es
éste?
—Lo siento, señor, no necesita pagar. Sólo váyase.
—¡Me voy, claro que sí! ¡Pero volveré! ¡Prenderé fuego a este maldito
sitio!

Una vez estábamos en una droguería y mi madre y yo estábamos en una esquina mientras mi padre le gritaba al empleado en la otra. Otro empleado le dijo a mi madre:
—¿Quiénserá ese tipo tan horrible? Cada vez que viene hay follón.
—Es mi marido —le dijo mi madre.
Recuerdo también otra vez. Estaba trabajando como lechero y hacía los
repartos matinales. Una mañana me despertó.
—Ven, quiero enseñarte una cosa.

Salí afuera con él. Iba con mi pijama y unas zapatillas. Todavía estaba oscuro y aún se veía la luna. Anduvimos hasta la carreta de la leche, tirada por un caballo. El caballo estaba muy quieto.

—Mira —dijo mi padre. Cogió un terrón de azúcar, lo puso en su mano y lo acercó al morro del caballo. El caballo lo comió de su palma—. Ahora inténtalo tú... —Puso un terrón de azúcar en mi mano. Era un caballo muy grande—. ¡Acércalo más! ¡Sostén la mano quieta!

Yo tenía miedo de que el caballo me arrancara la mano de un mordisco. Bajó la cabeza; vi los agujeros del hocico; los labios se echaron hacia atrás, vi la lengua y los dientes, y entonces el terrón de azúcar desapareció.
—Toma, prueba otra vez...
Probé de nuevo. El caballo cogió el terrón de azúcar y meneó la cabeza.
—Ahora —dijo mi padre— te voy a llevar otra vez a casa antes de que el

caballo se cague encima tuyo.
No me dejaban jugar con otros niños.
—Son malos niños —decía mi padre—, sus padres son pobres.
—Sí —asentía mi madre.
Mis padres querían ser ricos, así que se imaginaban ser ricos.

Los primeros niños de mi edad que conocí fueron los del jardín de infancia. Parecían muy extraños, se reían y hablaban y parecían felices. No me gustaban. Siempre sentía como si me fuera a poner enfermo, como si fuera a vomitar, y el aire parecía extrañamente quieto y blanco. Pintábamos con acuarelas. Plantamos semillas de rábanos en el jardín y semanas más tarde los comimos con sal. Me gustaba la señorita que nos daba clases en el jardín de infancia, me gustaba mucho más que mis padres.

Un problema que tenía era el de ir al baño. Yo siempre tenía ganas de ir al baño, pero me daba vergüenza que los otros lo supieran, así que me aguantaba. Era terrible aguantarse. Y el aire era blanco, y me sentía con ganas de vomitar, y tenía ganas de mear y cagar, pero no decía nada. Y cuando alguno de los otros volvía del baño, yo pensaba, so guarro, acabas de hacer ahí una cochinada...

Las niñas estaban muy bien con sus vestiditos cortos, con su pelo largo y sus hermosos ojos, pero, pensaba yo, también hacían allí cochinadas, aunque pretendieran que no.
El jardín de infancia era, más que nada, aire blanco...

La escuela primaria, de primero a sexto, era diferente. Había chicos que tenían doce años, y todos veníamos de barrios pobres. Empecé a ir al baño, pero sólo para hacer pis. Saliendo un día, vi a un niño pequeño bebiendo de una fuente de agua. Un chico mayor vino por detrás y le estampó la cabeza contra la fuente. Cuando el niño pequeño levantó la cara, tenía varios dientes rotos y la boca ensangrentada. Había sangre en el agua de la fuente.
—Como se lo cuentes a alguien —dijo el chico mayor—, te la ganas.

El niño sacó un pañuelo y se lo metió en la boca. Yo volví a la clase, donde la profesora nos hablaba de George Washington y del valle Forge. Llevaba una peluca platino muy peripuesta. A menudo nos pegaba en las palmas de las manos con una regla cuando pensaba que éramos desobedientes. No creo que ella fuera nunca al cuarto de baño. Yo la odiaba.

Cada tarde después de la escuela había una pelea entre dos de los chicos mayores. Siempre era en la verja de atrás, donde nunca había ningún profesor. Las peleas nunca eran igualadas, siempre era un chico más grande contra otro más pequeño, y el grande siempre le daba al pequeño una paliza de miedo con sus puños, acorralándolo contra la verja. El más pequeño a veces trataba de defenderse y contraatacar, pero era inútil. En seguida la cara se le llenaba de sangre, sangre que le caía hasta la camisa. El chico pequeño recibía los golpes en silencio, sin quejarse jamás, sin pedir nunca clemencia. Finalmente, el más grande decidía darlo por terminado, se daba la vuelta y todos los demás se iban camino de casa en compañía del vencedor. Yo volvía a casa rápidamente, solo, después de aguantar las ganas de cagar durante todo el día en la escuela y durante toda la pelea. Normalmente, al llegar a casa, se me habían ido las ganas de aliviarme. Eso solía preocuparme.

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